Libros de Sangre Vol. 2 (13 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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¿Qué clase de sitio era ése? Intentó sobreponerse al hechizo de las imágenes que estaban a punto de embargarle la vista. Estaba en una cámara de un metro y medio de ancho, alta e iluminada por una luz intermitente que se colaba por los resquicios de la pared interior. Barberio estaba demasiado atontado para reconocer la fuente de luz y no lograba discernir con los oídos, que le zumbaban, el diálogo que tenía lugar en la pantalla, del otro lado de la pared. Era
Satyricon,
la segunda de las dos películas de Fellini que el Movie Palace proyectaba en su doble sesión de madrugada ese sábado.

Barberio nunca había visto la película, ni siquiera oído hablar de Fellini. No le habría gustado («una película para maricas, una porquería italiana», diría). Prefería las aventuras submarinas, las películas de guerra. Ah, y chicas bailando. Cualquier cosa que tuviera chicas bailando.

Qué curioso, aunque estaba a solas en su escondite tenía la extraña sensación de que lo observaban. Además del caleidoscopio de clichés de Busby Berkeley
[1]
que le rondaba por el cerebro sentía que tenía ojos en él, no unos pocos, sino millares. No era una sensación tan desagradable como para dar ganas de beber, pero no desaparecían, lo miraban como si fuera algo digno de observación, riéndose de él a veces, llorando otras, pero sobre todo devorándolo con ojos ávidos.

La verdad es que no podía hacer nada al respecto. Tenía las extremidades muertas: no sentía las manos ni los pies. No sabía, y tal vez fuera mejor así, que se había abierto la herida al entrar en el escondite y que se estaba desangrando.

Hacia las tres menos cinco, mientras el
Satyricon
de Fellini llegaba a su ambiguo final, Barberio murió en el pequeño espacio comprendido entre la parte de atrás del edificio adyacente y la pared trasera del cine.

El Movie Palace había sido una casa de beneficencia, y si hubiera levantado los ojos al morir podría haber entrevisto entre la mugre un estúpido fresco que mostraba una hueste angelical, y asumir así su propia asunción. Pero murió contemplando a las bailarinas, y eso le bastó.

La falsa pared, la que dejaba filtrarse la luz por la parte de atrás de la pantalla, se había erigido como partición improvisada para tapar el fresco. Se consideró más respetuoso que borrar los ángeles para siempre. Además, el hombre que había ordenado los cambios tenía la leve sospecha de que esa burbuja de cine explotaría tarde o temprano. Si así era, podría echar abajo la pared y seguir con el negocio, adorando ahora a Dios en lugar de a la Garbo.

Nunca llegó a ocurrir. La burbuja, pese a su fragilidad, no explotó jamás, y las películas se fueron sucediendo. Aquel incrédulo santo Tomás (por otro nombre Harry Cleveland) murió, y el recinto quedó relegado al olvido. Ningún ser viviente conocía su existencia. Ni registrando la ciudad de arriba abajo podría haber encontrado Barberio un lugar más recóndito para morir.

Pero el recinto, su aire, habían vivido una vida propia durante esos cincuenta años. Como un receptáculo, había almacenado las miradas electrizadas de miles de ojos, de decenas de millares de ojos. Durante medio siglo los aficionados habían vivido indirectamente a través de la pantalla del Movie Palace, proyectando sus simpatías y pasiones sobre la pantalla parpadeante, y la energía de sus emociones se concentró como un coñac olvidado en ese recóndito paso de aire. Tarde o temprano tenía que descargarse. Sólo requería un catalizador.

Hasta el cáncer de Barberio.

DOS: PERSONAJE PRINCIPAL

Después de matar el tiempo en el exiguo
foyer
del Movie Palace durante unos veinte minutos, la chica del vestido estampado de color cereza y limón empezó a mostrar síntomas inequívocos de inquietud. Eran casi las tres y las películas de la sesión de madrugada habían acabado hacía rato.

Habían transcurrido ocho meses desde la muerte de Barberio detrás del cine ocho lentos meses en los que los negocios habían marchado como mucho de forma desigual. A pesar de todo, el programa doble de madrugada de viernes y sábados seguía congregando a multitud de jugadores. Esa noche habían proyectado dos películas de Eastwood:
spaghetti westerns.
A Birdy, la chica del vestido cereza no le recordaba en nada una fanática de las películas del oeste; en realidad no era un genero para mujeres. A lo mejor, más que por la violencia había venido por Eastwood, aunque ella no hubiera comprendido jamás el atractivo de esos ojos eternamente entornados.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó Birdy.

La chica la miró, nerviosa.

—Estoy esperando a mi novio —dijo—. Dean.

—¿Lo has perdido?

—Fue al servicio al acabar la película y todavía no ha vuelto.

—¿Se encontraba… esto… mal?

—Oh, no —dijo rápidamente la chica, protegiendo a su amigo de ese insulto a su sobriedad.

—Haré que alguien vaya a buscarlo —dijo Birdy. Era tarde, estaba cansada y los efectos del
speed
se empezaban a atenuar. La idea de pasar más tiempo del estrictamente necesario en ese cine de tres al cuarto no le resultaba particularmente atractiva. Quería irse a casa; a la cama, a dormir. Nada más que dormir. A sus treinta y cuatro años había decidido que ya no le interesaba el sexo. La cama estaba hecha para dormir, especialmente en el caso de las chicas gordas.

Empujó la puerta giratoria y asomó la cabeza dentro del cine. Un denso olor a cigarrillos, palomitas y gente la envolvió; en la sala hacía unos cuantos grados más que en el
foyer.

—¿Ricky?

Ricky le estaba echando el cerrojo a la puerta trasera, en el otro extremo de la sala.

—Ese olor ha desaparecido del todo —le gritó él.

—Lo celebro.

Hacía unos cuantos meses que la zona de la pantalla desprendió un hedor infernal.

—Algo muerto en el solar que hay detrás de la puerta —dijo.

—¿Me puedes ayudar un momento? —replicó ella.

—¿Qué quieres?

Se acercó lentamente por el ala alfombrada de rojo hacia ella, con las llaves cencerreando en el cinturón. Su camiseta proclamaba que «Sólo los jóvenes mueren inocentes».

—¿Algún problema? —dijo, sonándose la nariz.

—Hay una chica ahí fuera. Dice que ha perdido a su novio en el retrete.

Ricky pareció afligido.

—¿En el retrete?

—Exacto. ¿Quieres ir a echar un vistazo? No te importa, ¿verdad?

También podía tener salidas ocurrentes de vez en cuando, pensó; dedicando una sonrisa forzada a Birdy. Esos días apenas se dirigían la palabra. Demasiados momentos inolvidables juntos: eso a la larga siempre suponía un golpe mortal para cualquier amistad. Además, Birdy había hecho varias observaciones poco caritativas (y certeras) acerca de sus socios y él le había devuelto la salva usando todas sus armas. Después de eso pasaron tres semanas y media sin hablarse. Ahora habían llegado a una tregua incómoda, más por motivos de salud que por otra cosa. No la observaban rigurosamente.

Dio media vuelta, recorrió el ala en sentido inverso y se encaminó por la fila E hacia el retrete, levantando los asientos al avanzar, asientos que sin duda habían conocido días mejores, alrededor de la época de «Now Voyager». Ahora aparecían completamente desgastados: necesitados de una restauración o de que los cambiaran. Sólo en la fila E, cuatro de las butacas estaban tan acuchilladas que no merecía la pena repararlas. Esa noche habían mutilado una más. Algún inconsciente muchacho aburrido por la película y/o su novia y demasiado colgado para irse. Hubo una época en que también él hizo esa clase de cosas, considerándolas golpes en nombre de la libertad y en contra de los capitalistas que dirigían esos antros. Hubo una época en que cometió muchas estupideces.

Birdy miró cómo desaparecía en el aseo de hombres. «Le gustará», pensó con una sonrisa maliciosa, «es exactamente el tipo de actividad que le cuadra.» Y pensar que en los viejos tiempos (hacía seis meses), cuando los hombres delgados como cuchillas de afeitar, narices de Durante y un conocimiento enciclopédico de las películas de De Niro eran su tipo, la ponía tan caliente… Ahora lo veía tal como era: pecios de un barco de esperanza a la deriva. Seguía siendo un estrafalario militante, un bisexual teórico, fiel a las primeras películas de Polanski y al pacifismo simbólico. Pero ¿qué clase de droga llevaba entre las orejas, a fin de cuentas? La misma que ella, se reprendió, cuando creyó que ese tipo tenía algo de sexy.

Esperó unos cuantos segundos observando la puerta. Como tardaba en salir volvió un rato al
foyer
, a ver qué tal le iba a la chica. Estaba fumando un cigarrillo como una actriz aficionada que no le ha conseguido coger el tranquillo, reclinada contra la barra y con la falda arremangada mientras se rascaba la pierna.

—Las medias —explicó.

—El gerente está buscando a Dean.

—Gracias —dijo, y continuó rascándose—. Me provocan sarpullidos, les tengo alergia.

Las hermosas piernas de la chica tenían pústulas que las afeaban.

—Es porque estoy caliente y preocupada —se atrevió a declarar—. Siempre que estoy caliente y preocupada me entra alergia.

—Oh.

—Es probable que Dean haya desaparecido, sabes, en cuanto me di la vuelta. Sería capaz. No le importa un h… Le da igual.

Birdy vio que estaba a punto de echarse a llorar, ¡qué lata! No se le daban bien las lágrimas. Las peleas a gritos, incluso las luchas, sí. Pero con las lágrimas no había manera.

—Todo se arreglará —fue lo único que se le ocurrió decir para evitar que llorara.

—No, no —dijo la chica—. No se arreglará porque es un bastardo. Trata a todo el mundo como si fuera mierda. —Machacó el cigarrillo a medio fumar con la punta de su zapato color cereza, preocupándose escrupulosamente por apagar todas las briznas encendidas de tabaco.

—Los hombres no se molestan, ¿no es cierto? —dijo, mirando a Birdy con tanta franqueza que deshacía el corazón. Bajo aquel experto maquillaje no debía de tener más de diecisiete años. El rímel se le había corrido un poco y tenía ojeras.

—No —replicó Birdy, que lo sabía por experiencia, y experiencia dolorosa—. No, no se molestan.

Pensó apesadumbrada que ella nunca había sido tan atractiva como esa ninfa cansada. Tenía los ojos demasiado pequeños y los brazos gordos. (Para ser honestos, estaba gorda.) Estaba convencida de que los brazos eran su defecto principal. Había muchos hombres que se animaban ante unos pechos grandes o un trasero considerable, pero a ninguno de los que había conocido le gustaban los brazos gordos. Siempre les gustaba poder abarcar la muñeca de su novia entre el índice y el pulgar, era una forma primitiva de medir su apego. Por contra, sus muñecas, por decirlo de una manera un tanto brusca, apenas si se podían distinguir. Sus gordas manos se prolongaban en sus gordos antebrazos, que se convertían, después de un tramo gordinflón, en sus gordos brazos. Los hombres no podían ceñirle las muñecas porque no las tenía, y eso los alejaba de ella. Bueno, ésa era en cualquier caso una de las razones. Al mismo tiempo era muy vivaz, y eso siempre resultaba una desventaja para quien quisiera tener a los hombres postrados a sus pies. Pero en cuanto a los motivos de su falta de éxito en el amor, se inclinaba por los brazos gordos como explicación más plausible.

Esa chica tenía los brazos tan esbeltos como una bailarina de Bali, sus muñecas parecían tan finas como el cristal, y casi tan frágiles.

Deprimente. Quizá sería por añadidura una deplorable conversadora. Por Dios, esa chica lo tenía todo a su favor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Lindi Lee —contestó ella.

Seguro que sí.

Ricky creyó que se había equivocado. Esto no puede ser el servicio, se dijo.

Se encontraba en lo que parecía ser la calle principal de una ciudad fronteriza que había visto en doscientas películas. Se había desencadenado una tormenta de polvo que le obligaba a entornar los ojos para protegerlos de la arena. A través del remolino de aire gris y ocre creyó discernir el almacén general, la oficina del sheriff y el salón. Ocupaban el lugar de las casetas de los lavabos. En torno a él bailaban, empujados por el caliente viento del desierto, arbustos arrancados de cuajo. El suelo que tenía a sus pies era tierra batida: no había indicios de azulejos. No había indicios de nada que recordara a un servicio.

Ricky miró a su derecha por la calle. Ésta se alejaba, en una perspectiva forzada, hacia un lejano decorado donde debería haber estado la pared del fondo del retrete. Era mentira, por supuesto, todo aquello era mentira. Seguro que si se concentraba empezaría a ver a través del espejismo y descubriría cómo se había preparado; las proyecciones, los efectos ocultos de iluminación, los telones de foro, las miniaturas: todos los trucos del oficio. Pero, aunque se concentró tanto como le permitía su estado ebrio, no consiguió desvelar los entresijos de aquella superchería.

El viento seguía soplando, los arbustos seguían arremolinándose. En alguna parte la tempestad hacía que la puerta de una cuadra se cerrara con grandes portazos, abriéndose y volviendo a cerrarse con cada ráfaga. Hasta olía a excremento de caballo. El efecto estaba tan conseguido que se quedó mudo de admiración.

La persona que había organizado ese extraordinario montaje, fuera quien fuese, había conseguido lo que se proponía. Estaba impresionado: pero había llegado el momento de poner fin al juego.

Se dio la vuelta hacia la puerta del servicio. Había desaparecido. Una cortina de polvo la había borrado, y de repente se sintió perdido y solo.

La puerta de la cuadra seguía dando portazos. Unas voces replicaban a otras en la tormenta que se recrudecía. ¿Dónde estaban el salón y la oficina del sheriff? Se habían disipado a su vez. Ricky reconoció el sabor de algo que no había probado desde su niñez: el pánico de perder el contacto con la mano de un guardián. En este caso el pariente perdido era su cordura.

A su izquierda, en plena tormenta, resonó un disparo. Oyó un silbido y luego sintió un dolor intenso. Se llevó cautelosamente una mano al lóbulo para tocar el sitio que le dolía. El disparo se había llevado parte de su oreja: tenía un tajo impecable en el lóbulo. Había perdido el cartílago y tenía sangre, sangre de verdad, en las manos. Alguien había errado el tiro dirigido a su cabeza o estaba jugando a hacerse el hijo de puta.

—Eh, tío —le espetó a esa horrible ficción, girando sobre sus talones para tratar de localizar al agresor.

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