La tenía completamente esclavizada. La tenía apresada por los ojos con tanta firmeza como si se los hubiera cogido por la raíz y los hubiera encadenado.
—¿Soy hermoso? —dijo.
Sí, era hermoso.
—¿Por qué no te das por entero a mí?
Había dejado de pensar, perdida toda capacidad de análisis. Pero entre el revoltijo de imágenes apareció de repente algo que la hizo volver en si.
Dumbo.
El elefante gordo.
Era
su elefante: tan sólo eso, el elefante gordo que ella había creído
ser.
Se rompió el hechizo. Apartó los ojos de aquella criatura. Con el rabillo del ojo vio unos instantes algo malsano y cubierto de moscas entre aquellas imágenes cautivadoras. Todos los niños del edificio en que vivía la llamaban Dumbo. Había pasado veinte años con ese horrible mote a cuestas, incapaz de quitárselo de encima. La gordura de su cuerpo le recordaba su propia gordura, su aspecto dejado le recordaba su propio aislamiento. Se imaginó a Dumbo en el vientre de su madre, condenado a ser un elefante loco, y trató de sacarse el sentimentalismo de encima.
—¡Es una jodida mentira! —le espetó a la cosa.
—No sé qué quieres decir —protestó ésta.
—¿Qué hay detrás de tanta extravagancia? Me temo que algo muy feo.
La luz empezó a parpadear y el desfile de
trailers
se hizo indeciso. Pudo ver otra figura, pequeña y oscura, rondando detrás de las cortinas de luz. Estaba llena de dudas. De dudas y de miedo a morir. Estaba segura de oler ese miedo a diez pasos de distancia.
—¿Qué eres tú, ése de ahí?
Dio un paso en dirección a él.
—¿Qué estás escondiendo, eh?
Consiguió articular algo con una voz humana y asustada.
—¿Quién te manda meterte en mis asuntos?
—Has intentado matarme.
—Quiero vivir.
—Y yo.
El extremo del pasillo se estaba quedando a oscuras y olía mal, a viejo y a podrido. Conocía la podredumbre, y ésta era animal. La primavera anterior, cuando se derritió la nieve, encontró algo muerto en el solar que había detrás de su piso. Era un pequeño perro o un gato grande, resultaba difícil saberlo con seguridad. Un animal doméstico que había muerto de frío bajo las nevadas repentinas en diciembre del año anterior. Ahora estaba infestado de gusanos: amarillento, grisáceo, rosado, era un amasijo de moscas de tonos pastel con mil partes en movimiento.
El hedor era muy semejante al que olía ahora. Tal vez fuera ésa la carne que había detrás de la fantasía.
Haciendo acopio de valor, con los ojos aún escocidos por la visión de
Dumbo,
avanzó hacia ese espejismo vacilante con Quebrantahuesos levantada por si a aquella cosa se le ocurría alguna jugarreta.
Los tablones crujieron bajo sus pies, pero estaba demasiado interesada por su presa para escuchar sus consejos. Había llegado el momento de atrapar a ese asesino, zarandearlo y hacer que escupiera su secreto.
Ya habían recorrido casi todo el pasillo, ella avanzando mientras él retrocedía. A aquella cosa ya no le quedaba ningún lugar en que refugiarse.
De repente las planchas se partieron en fragmentos polvorientos bajo su peso y cayó suelo abajo entre una nube de polvo. Perdió a Quebrantahuesos al extender las manos para asirse a algo, pero el suelo estaba carcomido y se deshizo cuando lo agarró.
Cayó torpemente y aterrizó bruscamente sobre algo mullido. El olor a putrefacción era allí inmensamente fuerte, parecía que el estómago quisiera salírsele por la boca. Estiró la mano para enderezarse en la oscuridad y no notó más que limo y frío por todas partes. Tenía la sensación de que la hubieran vertido en un cubo lleno de peces a medio pudrir. Por encima de ella, la luz resplandeciente atravesó los tablones y cayó sobre su lecho. Miró a su alrededor, aunque sólo Dios sabe que no quería hacerlo, y vio que estaba tirada sobre los restos de un hombre que sus devoradores habían esparcido por una amplia zona. Quiso aullar. Quiso arrancarse instintivamente la blusa y la falda que se habían pringado con esa materia; pero no podía quedarse desnuda, y mucho menos en presencia del hijo del celuloide.
Éste seguía contemplándola desde arriba.
—Ahora ya lo sabes —dijo, desamparado.
—Esto eres tu…
—Es el cuerpo que ocupé una vez, sí. Se llamaba Barberio. Un criminal; nada especial. Nunca aspiró a nada grande.
—¿Y tú?
—Soy su cáncer. Soy la parte de él que aspiraba a algo, que deseaba ardientemente ser algo más que una simple célula. Soy una enfermedad soñadora. No resulta extraño que me encanten las películas.
El hijo del celuloide estaba llorando al borde del suelo quebrado, con su auténtico cuerpo al descubierto ahora que ya no tenía motivos para fingir gloria.
Era una cosa mugrienta, un tumor sobrealimentado de pasiones vanas. Un parásito con la figura de una babosa y la textura del hígado crudo. Una boca sin dientes y deforme apareció en su extremo superior y dijo:
—Tendré que descubrir una manera diferente de comerme tu alma.
Se dejó caer en la cámara junto a Birdy. Sin su abrigo tornasolado de muchos tecnicolores era del tamaño de un niño pequeño. Ella retrocedió cuando le alargó un sensor para tocarla, pero no podría esquivarlo de forma permanente. La cámara era diminuta y estaba llena de sillas rotas y libros de plegarias, o de algo semejante. El único camino de salida era por el que había entrado, y estaba a más de tres metros por encima de su cabeza.
El cáncer le tocó prudentemente el pie, provocándole arcadas. No pudo evitarlo, por mucho que le molestara ceder a reacciones tan primitivas. Nada le había dado jamás tanto asco; le recordaba a un aborto, un tumor.
—Vete al infierno —le dijo, dándole una patada en la cabeza, pero no dejaba de volver una y otra vez, agarrándole las piernas con su masa diarreica. Cuando se arrastraba por encima de ella notaba los ruidos que hacían sus entrañas al digerir.
El frotamiento de su cuerpo contra el estómago y la ingle de Birdy tenía algo de sexual y, asqueada por sus pensamientos, se le ocurrió la peregrina idea de que algo parecido tuviera ganas de sexo. Había algo en la insistencia de esos tentáculos que se formaban una y otra ver para acariciarle la piel, sondearla tiernamente por debajo de la blusa, estirándose para tocarle los labios, que no podía ser más que deseo. «Que sea lo que Dios quiera, pensó, si no queda más remedio.»
Dejó que se arrastrara por su cuerpo hasta que estuvo completamente colgado de él, reprimiendo como pudo la tentación de sacárselo de encima. Fue entonces cuando puso su trampa en movimiento. Se revolcó.
La última vez que había subido a una báscula pesaba ochenta y cinco kilos, y ahora probablemente pesaría unos cuantos más. La cosa se vio debajo de Birdy antes de darse cuenta de por qué o cómo había sucedido, rezumando por los poros la savia enfermiza de sus tumores.
Luchó, pero no consiguió salir de debajo de ella por mucho que lo intentó y se retorció. Birdy le clavó las uñas y se puso a rasgarle con furia los costados, desgarrándole jirones esponjosos por los que brotaban más líquidos todavía. Sus aullidos de rabia se volvieron aullidos de dolor. Después de un breve lapso, la enfermedad soñadora dejó de luchar.
Birdy se quedó quieta durante un rato. Nada se movía debajo de ella.
Finalmente se levantó. Resultaba imposible saber si el tumor estaba muerto, puesto que, de acuerdo con los criterios que ella conocía, jamás había existido. Además, no quería volver a tocarlo. Habría luchado con el mismo demonio antes de volver a abrazar al cáncer de Barberio.
Levantó la vista hacia el pasillo y perdió toda esperanza. ¿Iba a morir en ese lugar, igual que Barberio? Pero cuando echó un vistazo a su adversario descubrió la rejilla. No fue visible mientras era de noche. Ahora estaba amaneciendo y unos rayos de luz sucia atravesaron el enrejado.
Se inclinó sobre la reja, la empujó con fuerza y de repente se hizo de día en la cámara. Llegar hasta la pequeña puerta le costó bastante, y no dejó de pensar durante todo el trayecto que aquella cosa se le arrastraba entre las piernas, pero al fin consiguió asomarse al exterior con tan sólo los pechos magullados.
El solar abandonado no había cambiado considerablemente desde la visita de Barberio. Apenas si tenía más ortigas. Se quedó un rato aspirando bocanadas de aire fresco y luego se dirigió a la valla y a la calle.
Camino de casa, tanto los perros como los repartidores de periódicos evitaron a aquella mujer de mirada extraviada y ropas fétidas.
La cosa no acabó ahí.
La policía se presentó en el Movie Palace pasadas las nueve y media. Birdy iba con ellos. El registro permitió identificar los cuerpos mutilados de Dean y Ricky, así como los restos de
Sonny
Barberio. Arriba, en una esquina del pasillo, se encontró un zapato color cereza.
Birdy no dijo nada, pero había comprendido. Lindi Lee no se había ido.
Fue procesada por un doble asesinato del que nadie la consideraba realmente responsable y absuelta por falta de pruebas. El veredicto del jurado fue que fuera sometida a observación psiquiátrica durante un período no inferior a dos años. Tal vez no hubiera asesinado a nadie, pero era evidente que estaba loca de atar. Los cuentos sobre cánceres que andan no favorecen la reputación de nadie.
A principios del verano del año siguiente Birdy ayunó durante una semana. Casi todo lo que adelgazó en ese tiempo fue agua, pero fue suficiente para que sus amigos se animaran ante la perspectiva de que iba a abordar por fin su Gran Problema.
Ese fin de semana desapareció durante veinticuatro horas.
Birdy encontró a Lindi Lee en una casa abandonada de Seattle. No había resultado demasiado difícil seguirle la pista: a Lindi le costaba trabajo controlarse, ni se preocupaba siquiera por sus posibles perseguidores. Dio la casualidad de que sus padres la habían dejado por imposible hacía varios meses. Sólo Birdy continuó buscándola, pagando a un detective para que descubriera su paradero, y finalmente la vista de aquella belleza frágil, más frágil que nunca pero aún hermosa, sentada en una habitación sin muebles, recompensó su paciencia. Las moscas erraban por el aire. En medio de la habitación había un cagajón, quizá de origen humano.
Birdy abrió la puerta con una pistola en la mano. Lindi Lee levantó la vista, dejando de lado sus pensamientos, o tal vez los pensamientos de
aquello,
y le sonrió. El saludo duró un rato, hasta que el parásito de Lindi reconoció la cara de Birdy, vio la pistola y comprendió a qué había venido.
—Bueno —dijo, levantándose para recibir a su visita.
Los ojos de Lindi Lee estallaron, su boca estalló, su coño y su culo, sus oídos y su nariz, todo estalló; y el tumor le salió a borbotones en horrendos riachuelos rosas. Salió de sus pechos resecos, de un corte en el pulgar, de una abrasión en el muslo. Salió de todas las rajas que tenía su cuerpo.
Birdy levantó la pistola y disparó tres veces. El cáncer se estiró hacia ella una sola vez, cayó hacia atrás, se tambaleó y se derrumbó. Cuando se quedó quieto, Birdy sacó con calma la botella de ácido que tenía en el bolsillo, desenroscó el tapón y vertió su contenido sobre los restos humanos y sobre el tumor. No gritó mientras se disolvía, y lo dejó tirado al sol, con un humo acre emanando de aquel amasijo.
Salió a la calle con su misión cumplida y siguió su camino, con la confianza de seguir viviendo mucho tiempo después de que el reparto de actores de esta singular comedia hubiera aparecido en la pantalla.
Entre todos los ejércitos conquistadores que recorrieron las calles de Zeal fue el suave andar de los domingueros el que acabó por someter al pueblo. Había resistido a las legiones romanas, la conquista normanda, sobrevivido pese a las estrecheces de la guerra civil; todo ello sin perder su identidad ante las potencias invasoras. Pero, después de siglos de pillajes, iban a ser los turistas —los nuevos bárbaros— quienes sojuzgaran a Zeal, con las únicas armas de la cortesía y del dinero contante y sonante.
Estaba hecho a medida para la invasión. A sesenta kilómetros al sudeste de Londres, entre los huertos y los campos de lúpulo de las arboledas de Kent, estaba lo bastante lejos de la ciudad como para que el viaje fuera una aventura y al mismo tiempo lo bastante cerca como para emprender una rápida retirada si el tiempo se ponía tonto. Todos los fines de semana entre mayo y octubre Zeal era un abrevadero para los resecos londinenses. Cada sábado que prometía buen tiempo pululaban por el pueblo, acarreando sus perros, sus pelotas de plástico, sus camadas de niños y la basura de los niños
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, vertiendo a esas hordas mugientes en el ejido de la aldea para volver luego a The Tall Man a contarse historias de tráfico con vasos de cerveza tibia en la mano.
Por su parte, a los habitantes de Zeal les entristecía más de lo debido la avalancha de domingueros: por lo menos no vertían sangre. Pero era precisamente esa falta de agresión lo que hacía aún más insidiosa la invasión.
Gradualmente, esos ciudadanos hastiados de ciudad empezaron a provocar ligeros pero indelebles cambios sobre el pueblo. Muchos de ellos dedicaron todos sus desvelos a conseguir una casa en el campo; les fascinaban los chalets de piedra construidos entre robles que se mecían bajo la brisa, les encantaban las palomas de los tejos del camposanto. Hasta el aire, decían al inhalarlo intensamente, hasta el aire es más fresco aquí. Huele a Inglaterra.
Al principio unos pocos y luego muchos, empezaron a tratar de hacerse con los graneros vacíos y las casas abandonadas que salpicaban Zeal y sus alrededores. Se les podía ver todos los fines de semana entre las ortigas y los cascotes, meditando acerca del emplazamiento de la cocina y de la instalación del baño. Y aunque muchos, al verse de nuevo rodeados por las comodidades de Kilburn o de St. John’s Wood, preferían quedarse ahí, cada año uno o dos llegaban a un acuerdo razonable con uno de los pueblerinos y adquirían un acre de buena vida.
Así pues, con el paso de los años y la muerte natural de los nativos de Zeal, los salvajes urbanos fueron ocupando su lugar. La ocupación fue sutil, pero los cambios resultaban manifiestos para el ojo experto. Se apreciaban en los periódicos que recogía Correos: ¿qué nativo de Zeal había comprado jamás un ejemplar de la revista
Harpers and Queen,
o bien ojeado el suplemento literario de
The Times?
. Se apreciaban en los coches nuevos y brillantes que atascaban la calle estrecha —irónicamente llamada «principal»— que constituía la espina dorsal de Zeal. Se apreciaba también en el cotilleo zumbón de The Tall Man, señal inequívoca de que los asuntos de los extranjeros se habían convertido en tema apropiado para la discusión y la mofa.