Oscilando entre la desesperación y el escepticismo, fue a la casa de socorro a que le vieran la cara. Estuvo esperando tres horas y media junto a otros heridos.
El doctor no le hizo demasiado caso. Dijo que no servirían de nada los puntos ahora que ya estaba hecho el daño: podía y debía lavarse y taparse la herida, pero era inevitable que le quedara una cicatriz. «¿Por qué no vino ayer por la noche, en cuanto ocurrió?», le preguntó la enfermera. Él se encogió de hombros: ¿y a ellos qué narices les importaba? La compasión fingida no le valía para nada.
Al doblar la esquina de su calle vio coches delante de su casa, luces azules y a los vecinos arracimados cotilleando con sonrisitas maliciosas. Era demasiado tarde para recuperar nada de su vida anterior. A esas alturas ya se habrían hecho con su ropa, sus peines, sus perfumes, sus cartas —y las estarían registrando como monos en busca de piojos—. Sabía lo expeditivos que podían ser esos bastardos cuando les convenía, con cuánta eficacia podían apoderarse de la identidad de un hombre y empaquetarla, tragársela y digerirla: te podían aniquilar con la misma facilidad que un disparo, pero dejarte al mismo tiempo hecho un cero a la izquierda, aunque, eso sí, vivo.
No había nada que hacer. La vida de Gavin estaba en sus manos, podían reírse de ella y salivar con sus actos: incluso podía ser que uno o dos tuvieran una pequeña crisis nerviosa al ver su fotografía y pensar que quizás habían pagado alguna vez por ese joven, una noche de calentura.
Que se quedaran con todo. Allá ellos. De ahora en adelante viviría al margen de la ley, porque las leyes protegen la propiedad y él no tenía ninguna propiedad. Le habían arrebatado todo, o casi todo: no tenía sitio en que vivir ni nada que considerar suyo. Ni siquiera, y eso era lo más extraño, tenía miedo.
Dio la espalda a la calle y a la casa en que había vivido cuatro años sintiendo algo muy parecido al alivio, a la alegría de que le obligaran a dejar una vida tan poco gratificante. Se sentía muy ligero.
Dos horas más tarde y a kilómetros de distancia se tomó el tiempo de registrarse los bolsillos. Llevaba una tarjeta bancaria, casi cien libras sueltas, unas cuantas fotografías, de sus padres y de su hermana, pero sobre todo de sí mismo; un reloj, un anillo y una cadena de oro alrededor del cuello. Podría resultar peligroso utilizar la tarjeta: seguramente ya habrían prevenido al banco. Lo mejor sería empeñar el anillo y la cadena y hacer autoestop hacia el norte. Tenía unos amigos en Aberdeen que lo ocultarían una temporada.
Pero antes que nada, Reynolds.
Le costó una hora encontrar la casa que habitaba Reynolds. Hacía casi veinticuatro horas que no comía y el estómago le empezó a rugir cuando llegó a las mansiones Livingstone. Le ordenó que se comportara y se deslizó en el edificio. A la luz del día el interior parecía mucho menos deslumbrante. La tela de la alfombra de la escalera estaba desgastada y la pintura de la balaustrada mugrienta.
Tomándose su tiempo, subió los tres pisos hasta el apartamento de Reynolds y llamó a la puerta.
Nadie le contestó ni se oyeron ruidos en el interior. Claro que Reynolds le aconsejó que no volviera porque no lo encontraría. ¿Habría previsto las consecuencias de echar a ese ser al mundo?
Gavin volvió a golpear la puerta, y esta vez estaba seguro de que alguien respiraba del otro lado.
—Reynolds… —dijo, empujando la puerta—, te estoy oyendo.
Nadie le contestó, pero dentro había alguien, de eso estaba seguro. Pegó un manotazo a la puerta.
—Vamos, abre. Abre, bastardo.
Un corto silencio y luego una voz amortiguada.
—Vete.
—Quiero hablar contigo.
—Vete, te he dicho, largo. No tengo nada que decirte.
—Me debes una explicación, por el amor de Dios. Si no abres esta maldita puerta, iré a buscar a alguien que lo haga.
Una amenaza vana, pero Reynolds le contestó:
—¡No! Espera. Espera.
Se oyó el ruido de una llave entrando en la cerradura y la puerta se entreabrió unos centímetros. Detrás de la cabeza roñosa de Reynolds que le contemplaba, la casa estaba a oscuras. Sin duda era él, pero estaba sin afeitar y andrajoso. Por la rendija de la puerta olía a sucio. Sólo llevaba una camisa manchada y anudada sobre los pantalones.
—No te puedo ayudar. Vete.
—Si me dejas que te explique… —Gavin empujó la puerta y Reynolds, demasiado débil o demasiado atontado, fue incapaz de evitar que la abriera. Retrocedió tambaleándose por el pasillo a oscuras.
—¿Qué coño ha pasado aquí?
La casa apestaba a comida podrida. El aire era irrespirable. Reynolds dejó que Gavin cerrara la puerta de un portazo antes de sacar un cuchillo de los manchados pantalones.
—No me vas a engañar —le previno—, sé lo que has hecho. Muy bien. Muy astuto.
—¿Te refieres a los asesinatos? No fui yo.
Reynolds apuntó con el cuchillo a Gavin.
—¿Cuántos baños de sangre te han hecho falta? —dijo con lágrimas en los ojos—. ¿Seis? ¿Diez?
—Yo no he matado a nadie.
—… monstruo.
Reynolds, con el cuchillo que tenía en la mano, y que era el mismo que blandió Gavin, se acercó a éste. No cabía duda: tenía la intención de utilizarlo. Gavin se acobardó y a Reynolds le envalentonó su miedo.
—¿Has olvidado lo que es tener carne y sangre?
El tipo no estaba en sus cabales.
—Mira… he venido aquí a hablar.
—Has venido a matarme. Yo podría descubrirte… por eso has venido a matarme.
—¿Sabes quién soy? —dijo Gavin.
Reynolds hizo una mueca.
—No eres el mariquita. Lo pareces, pero no lo eres.
—Por Dios… soy Gavin… Gavin.
No se le ocurría qué decir para evitar que el cuchillo se le acercara más.
—Gavin… ¿te acuerdas de mí? —fue todo lo que pudo decir.
Reynolds vaciló un momento al observar detenidamente la cara de éste.
—Estás sudando —dijo, y dejó de mirarlo amenazadoramente.
Gavin tenía la boca tan seca que sólo pudo asentir.
—Veo —continuó— que estás sudando.
Dejó caer el cuchillo.
—Eso no puede sudar —precisó—, nunca lo ha hecho, nunca le cogerá el tranquillo. Tú eres el muchacho, no el monstruo. El muchacho.
La cara se le relajó, se convirtió en una bolsa casi vacía.
—Necesito ayuda —dijo Gavin con la voz ronca—. Tienes que decirme qué está ocurriendo.
—¿Quieres una explicación? —replicó Reynolds—, entra y búscala tú mismo.
Le cedió el paso y lo acompañó hasta el salón. Las cortinas estaban corridas, pero a pesar de la penumbra Gavin descubrió que todas las piezas que atesoraba estaban destrozadas y no se podrían reparar. Los fragmentos de cerámica se habían convertido en fragmentos aún más pequeños, y esos fragmentos se habían reducido luego a polvo. Los bajorrelieves estaban destruidos y la lápida de Flavinus hecha escombros.
—¿Quién ha hecho esto?
—Yo —dijo Reynolds.
—¿Porqué?
Reynolds atravesó perezosamente los escombros, se acercó a la ventana y se asomó a un desgarrón que tenía la cortina de terciopelo.
—Volverá, ¿sabes? —le contestó, haciendo caso omiso de su pregunta.
Gavin insistió:
—¿Por qué destrozarlo todo?
—Es un tumor —replicó Reynolds— que necesita vivir en el pasado.
Apartó los ojos de la ventana.
—Llevo muchos años —prosiguió— robando estas piezas. Me otorgaron toda su confianza y yo les he defraudado.
Dio una patada a un cascote de considerable tamaño, que levantó polvo.
—Flavinus vivió y murió. No hay más que decir. Conocer su nombre no significa nada, o casi nada. No convierte de nuevo a Flavinus en un ser real: está muerto y es feliz.
—¿Y la estatua de la bañera?
Reynolds se quedó sin aliento un segundo al recordar la cara pintada.
—¿Creíste que era yo, verdad? Cuando llamé a la puerta.
—Sí. Creí que había acabado con sus asuntos.
—Imita.
Reynolds asintió.
—En la medida en que conozco su naturaleza, puedo decir que sí, que imita.
—¿Dónde la encontraste?
—Cerca de Carlisle. Dirigía una excavación. La encontramos en la habitación de los baños, una estatua apelotonada junto a los restos de un hombre adulto. Era como un acertijo. Un hombre muerto y una estatua juntos en una sala de baños. No me preguntes qué fue lo que me atrajo de ella, porque no lo sé. Tal vez impone su voluntad a través de la mente como a través del cuerpo. Lo robé y me lo traje a casa.
—¿Y lo alimentaste?
Reynolds se puso rígido.
—No hagas preguntas.
—Las
estoy
haciendo. ¿Lo alimentaste?
—Sí.
—Querías sangrarme, ¿no es cierto? Para eso me trajiste aquí: para matarme y que él pudiera bañarse en…
Gavin recordó los puñetazos de la criatura contra los bordes de la bañera, su forma indignada de exigir comida, como un bebé pataleando en la cuna. Había estado muy cerca de que lo devorara también a él, como si de un cordero se tratara.
—¿Por qué no me atacó a mí como a ti? ¿Por qué no saltó de la bañera y se alimentó con mi sangre?
Reynolds se secó la boca con la palma de la mano.
—Es que vio tu cara.
Vio mi cara y la quiso para él y, como no podía robar la cara de un hombre muerto, me dejó con vida. Ahora que lo comprendía, le fascinaba el encadenamiento lógico de su comportamiento, y le encontró interés a la pasión de Reynolds, desvelar misterios.
—El hombre de la sala de baños. El que descubriste en la excavación.
—¿Sí…?
—Consiguió que no hiciera lo mismo con él, ¿no es cierto?
—Probablemente por eso se quedó paralizado, inmóvil. Nadie se dio cuenta de que había muerto luchando con una criatura que le estaba arrebatando la vida.
El cuadro estaba casi completo; sólo faltaba que desahogara su furia.
Ese hombre había estado a punto de asesinarlo para alimentar a la efigie. La cólera de Gavin estalló. Agarró a Reynolds por la camisa y la piel y lo zarandeó. ¿Fueron sus huesos o sus dientes los que rechinaron?
—Ya casi se ha hecho con mi rostro —miró los ojos inyectados en sangre de Reynolds—. ¿Qué pasa cuando lo consigue?
—No lo se.
—Me lo contarás todo. ¡Vamos!
—Sólo son suposiciones —replicó Reynolds.
—¡Entonces hazlas!
—Cuando su apariencia física sea perfecta, creo que robará lo único que no puede imitar: tu alma.
Reynolds no tenía por qué temer a Gavin. Había suavizado el tono de su voz como si le estuviera hablando a un condenado. Hasta sonreía.
—¡Cabrón!
Gavin atrajo aún más la cara de Reynolds hacia la suya. Las mejillas del viejo estaban cubiertas de saliva blanca.
—¡No te importa! ¡Te la trae al pairo!
Le golpeó una, dos veces, y luego una vez y otra más en la cara, hasta que se cansó.
El viejo recibió la paliza sin decir nada, girando la cara después de un golpe para recibir el siguiente, sacándose la sangre de los ojos hinchados sólo para que se los volvieran a llenar de sangre.
Finalmente dejó de golpearle.
Reynolds, de rodillas, se sacó de la lengua trozos de dientes.
—Me lo merecía —murmuró.
—¿Cómo puedo detenerlo? —dijo Gavin.
Reynolds agitó la cabeza.
—Imposible —susurró, cogiendo la mano de Gavin—. Por favor —dijo, abriendo el puño y besándole la palma de la mano.
Gavin dejó a Reynolds entre las ruinas de Roma y salió a la calle. La conversación con éste le había enseñado pocas cosas que no hubiera imaginado previamente. Lo único que podía hacer ahora era encontrar a esa bestia que se había apoderado de su belleza y vencerla. Fracasar supondría perder el único atributo que le caracterizaba: un rostro maravilloso. Las charlas acerca del alma y la humanidad no eran para él más que música celestial. Quería su cara.
Al cruzar Kensington lo hizo con una determinación desacostumbrada. Después de años de ser víctima de las circunstancias las veía por fin encarnadas en un ser. Sacaría provecho de la situación o moriría en el intento.
En su piso, Reynolds corrió la cortina para contemplar la imagen de la noche cayendo sobre la imagen de una ciudad.
Una noche que no viviría, una ciudad por la que nunca volvería a pasear. Sin suspirar porque ya no le quedaban suspiros, dejó caer la cortina y cogió una pequeña espada punzante. Puso la punta contra su pecho.
—Vamos —se dijo a sí mismo y a la espada, y empujó la empuñadura. Pero el daño que le produjo la hoja al penetrarle en el cuerpo tan sólo un centímetro bastó para que la cabeza le diera vueltas: sabía que se desmayaría antes de acabar la faena. Así que se acercó a la pared, sujetó el mango contra la misma y dejó que fuera el peso de su propio cuerpo el que la atravesara. Con eso bastó. No estaba seguro de que la espada le hubiera atravesado por completo, pero, a juzgar por la cantidad de sangre que soltaba, seguramente se habría matado. Aunque trató de volverse para que la hoja le penetrara por completo al caer sobre ella, falló en su intento y, en lugar de eso, cayó de lado. El golpe le hizo sentir la espada dentro de su cuerpo como una presencia rígida y despiadada que lo paralizaba totalmente.
Le costó más de diez minutos morir; pero en ese intervalo, pese al dolor, se sintió satisfecho. Fueran cuales fuesen los errores que había cometido en cincuenta y siete años, y eran muchos, sentía que estaba muriendo de una manera que habría enorgullecido a su querido Flavinus.
Hacia el final empezó a llover y el ruido del tejado le hizo creer que Dios estaba enterrando la casa, sellándolo para siempre. Y en el instante de su muerte tuvo una magnifica visión: una mano con una antorcha y precedida por voces atravesó la pared, permitiendo que los fantasmas del futuro excavaran en su historia. Sonrió para darles la bienvenida y estaba a punto de preguntarles en qué año estaba cuando comprendió que había muerto.
A la criatura le resultó mucho más fácil eludir a Gavin de lo que le había costado a éste hacer lo propio. Transcurrieron tres días sin que Gavin lograra siquiera vislumbraría.
Pero era indiscutible que estaba cerca, aunque nunca lo suficiente. En un bar alguien le decía: «Te vi la otra noche en Edgare Road», cuando no se había acercado por allí, o «¿Así que qué tal te fue con el árabe?», o «¿Ya no te hablas con tus amigos?»
Y, vive Dios, pronto le empezó a gustar esa sensación. La inquietud dejó paso a un placer olvidado desde que tenía dos años: la tranquilidad.