Varias docenas de espectadores se habían reunido en el puente a observar los procedimientos de más abajo. Su presencia había provocado la curiosidad de los camioneros y conductores que pasaban por Hornsey Lane, algunos de los cuales aparcaron sus vehículos, se apearon y se sumaron a la multitud. La escena debajo del puente parecía demasiado remota como para despertar en Karney sentimiento alguno. Permaneció entre la multitud y miró hacia abajo con bastante desapasionamiento. Reconoció el cadáver de Catso por las ropas; poco más quedaba del que fuera su compañero.
Dentro de unas horas sabía que iba a lamentarlo. Pero en ese momento no lograba sentir nada. Al fin y al cabo, Catso estaba muerto, ¿o no? Su dolor y su confusión habían acabado. Karney presintió que sería más conveniente que se ahorrara las lágrimas para aquellos cuyas agonías acababan de comenzar.
Y otra vez los nudos.
Esa noche, en su casa, intento guardarlos, pero después de los acontecimientos de la carretera habían adquirido un encanto nuevo. Los nudos sujetaban a unas bestias. Ignoraba cómo y por qué, y aunque sentía curiosidad, no le importaba demasiado. Toda su vida había aceptado que el mundo estaba plagado de misterios que una mente de sus limitados recursos no podía esperar resolver. Era la única lección verdadera que había aprendido en la escuela: él era ignorante. Ese nuevo imponderable fue uno más de una larga lista.
Sólo se le ocurrió una explicación racional, y era que de alguna manera Pope había dispuesto que él le robara la cuerda, en la plena conciencia de que la bestia liberada se vengaría de los atormentadores del anciano; no fue hasta la cremación de Catso, seis días después, cuando Karney obtuvo cierta confirmación de su teoría. Mientras tanto, se guardó sus temores; decidió que cuanto menos hablara de la noche de los hechos, menos daño le harían. La palabra daba credibilidad a lo fantástico, otorgaba peso a unos fenómenos que si se dejaban estar, esperaba que se debilitaran lo bastante como para lograr sobrevivir.
Al día siguiente, cuando la policía fue a su casa a someterle a un interrogatorio de rutina porque era amigo de Catso, declaró desconocer las circunstancias que rodearon su muerte. Brendan había hecho otro tanto, y como parecía no haber testigos que declarasen lo contrario, no volvieron a interrogar a Karney. Lo dejaron en paz con sus pensamientos, y con los nudos.
En cierta ocasión vio a Brendan. Había esperado que le reeriminara; Brendan creía que Catso huía de la policía cuando se mató y que había sido la falta de concentración de Karney la que había impedido que les avisara de su presencia. Pero Brendan no formuló acusaciones. Había aceptado la carga de la culpa con una disposición que olía a apetito: hablaba sólo de sus fallos, y no de los de Karney. La aparente arbitrariedad de la muerte de Catso había despertado en Brendan una ternura no deseada, y Karney se moría por contarle la historia desde el principio hasta el fin. Pero presintió que no era el momento adecuado. Dejó que Brendan se desahogara y mantuvo la boca cerrada.
Y otra vez los nudos.
A veces se despertaba en mitad de la noche y tocaba la cuerda debajo de la almohada. Su presencia era reconfortante, pero la ansiedad de la cuerda misma no despertaba en él un sentimiento similar. Quería tocar los nudos restantes y examinar los acertijos que ofrecían. Pero sabía que al hacerio tentaría a la capitulación; sucumbiría a su propia fascinación y al hambre de los nudos por la libertad. Cuando surgía semejante tentación, se obligaba a recordar el sendero y la bestia de los árboles, para despertar los horripilantes pensamientos que habían acompañado a aquel aliento. Luego, poco a poco, la angustia recordada cancelaba la curiosidad presente y dejaba en paz la cuerda. Sus ojos no la veían, pero su corazón la sentía.
Aunque sabía que los nudos eran peligrosos, no se decidió a quemarlos. Mientras poseyera ese modesto cordel, sería un hombre único; entregarlo significaría volver a su condición amorfa. No estaba dispuesto a hacerlo, aunque sospechaba que su relación diaria e íntima con la cuerda debilitaba sistemáticamente su capacidad para resistirse a su seducción.
Como no había visto nada de la cosa del árbol, empezó a preguntarse si no se habría imaginado el encuentro. En realidad, si le daban tiempo, sus poderes para racionalizar la verdad y convertirla en algo inexistente habrían ganado la partida. Pero los acontecimientos acaecidos después de la cremación de Catso pusieron fin a tan conveniente opción.
Karney había asistido solo a la ceremonia, y a pesar de la presencia de Brendan, Red y Anelisa, se había sentido solo. No tenía deseos de hablar con ninguno de los asistentes. A medida que pasaba el tiempo, le resultaba cada vez más difícil reinventar las palabras que en cierta ocasión podía haber encontrado para describir los acontecimientos. Se alejó rápidamente del crematorio antes de que nadie se acercase a hablarle, con la cabeza gacha para evitar el viento polvoriento que, a lo largo del día, había producido una sucesión de períodos nublados y soleados. Mientras caminaba, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo. La cuerda esperaba allí, como de costumbre, y le dio la bienvenida a sus dedos con su forma congraciadora de costumbre. La desenroscó y sacó los cigarrillos, pero había mucho viento, las cerillas se apagaban, y sus manos parecían incapaces de efectuar la simple tarea de parapetar la llama. Siguió andando hasta encontrar un callejón, y se metió en él para encender el cigarrillo. Allí le esperaba Pope.
—¿Has enviado flores? — inquirió el vago.
La primera intención de Karney fue dar media vuelta y echar a correr. Pero el camino soleado se encontraba a unos metros de distancia; no había peligro. Además, si hablaba con el anciano, quizá lograra averiguar algo.
—¿Nada de flores? — insistió Pope.
—No, nada de flores —repuso Karney. ¿Que haces tu aquí?
—Lo mismo que tú —replicó Pope—, vine a ver como quemaban al muchacho.
Sonrió ironicamente; la expresión de aquel rostro mugriento era sumamente repulsiva. Pope seguía delgado y huesudo como hacía dos semanas en el túnel, pero ahora mostraba un aire amenazante. Karney se sintió aliviado de que a sus espaldas, no muy lejos, estuviera todo soleado.
—Y para verte a ti —aclaró Pope.
Karney permanecio callado. Saco una cerilla y encendió el cigarrillo.
—Tienes algo que me pertenece —le dijo Pope. Karney no se mostró culpable—. Quiero que me devuelvas los nudos, muchacho, antes de que hagas daño en serio.
—No sé de qué me estas hablando —repuso Karney.
Su mirada se concentro sin querer en el rostro inescrutable de Pope. El callejón y sus desechos apilados se sacudieron abruptamente. Una nube debía de haber tapado el sol, porque Karney lo vio todo ligeramente oscurecido, a excepción de la figura de Pope.
—Fue una tontería que intentases robarme, muchacho. Reconozco que fui presa fácil; el error fue mío y no volverá a ocurrir. Es que a veces me siento solo. Seguro que me comprendes. Y cuando me siento solo, me da por beber.
Aunque habían pasado unos segundos desde que Karney encendiera el cigarrillo, éste se había quemado hasta el filtro sin que él le hubiera dado una sola chupada. Lo tiró, vagamente consciente de que en aquel pequeño callejón, el tiempo, igual que el espacio, se apartaban de la realidad.
—No fui yo —masculló, una defensa infantil ante todo tipo de acusaciones.
—Sí fuiste tú —repuso Pope con incontestable autoridad—. No perdamos el tiempo con mentiras. Me has robado y tu compañero pagó por ello. No puedes reparar el daño que has causado. Pero puedes evitar más daños si me devuelves ahora lo que me pertenece.
Sin darse cuenta, Karney había metido la mano en el bolsillo. Quería salir de aquella trampa antes de que se cerrara sobre él; sin duda, la solución más sencilla sería darle a Pope lo que le pertenecía por derecho. Sin embargo, sus dedos titubearon. ¿Por qué? ¿Tal vez porque los ojos de aquel matusalén eran implacables? ¿O porque devolverle los nudos a Pope le daría un control total sobre el arma que, en efecto, había matado a Catso? No obstante, había algo más; incluso si estaba en juego su cordura, Karney se sentía reacio a devolver el único fragmento de misterio que se había cruzado en su camino. Pope presintió en él la falta de disposición y sus lisonjas arreciaron.
—No me tengas miedo —le dijo—. No te haré daño a menos que me obligues. Preferiría que acabáramos este asunto pacíficamente. Más violencia, incluso otra muerte, llamarían la atención.
Karney sc preguntó si aquel viejo tan desharrapado, tan ridículamente débil, sería un asesino. Sin embargo, lo que oía contradecía a lo que veía; la semilla de la autoridad que Karney había percibido la vez anterior en la voz de Pope había florecido por completo.
—¿Quieres dinero? — preguntó Pope—. ¿Es eso? ¿Si te ofreciera algo por tus molestias se sentiría tu orgullo mas aplacado? — Karney observó incrédulamente el estado ruinoso de Pope—. Tal vez no parezca un potentado, pero las apariencias suelen engañar. Además, ésa es la regla, y no la excepción. Fíjate en ti, por ejemplo. No pareces hombre muerto, pero te lo digo yo, muchacho, estás prácticamente muerto. Te prometo la muerte si continúas desafiándome.
La perorata —tan medida, tan escrupulosa— sorprendió a Karney viniendo, como venía, de labios de Pope; estaba claro que su tesis quedaba probada. Hacía dos semanas habían pescado a Pope borracho y vulnerable, pero ahora, sobrio, el hombre hablaba como un potentado: un rey loco, quizá, mezclado entre el populacho disfrazado de mendigo. ¿Rey? No, más bien sacerdote. En la naturaleza de su autoridad (incluso en su nombre) había algo que sugería una persona cuyo poder jamas se había basado solamente en la política.
—Te lo repito —dijo Pope—, dame lo que es mío.
Dio un paso hacia Karney. El callejón era un túnel estrecho que se cernía sobre sus cabezas. Si allá arriba había un cielo, Pope lo había oscurecido.
—Dame los nudos —insistió.
Su voz era suave y tranquilizadora. La oscuridad era completa. Karney sólo lograba ver la boca del viejo: sus dientes desiguales, su lengua gris.
—Dámelos, ladrón, o sufrirás las consecuencias.
—¿Karney?
La voz de Red le llego como de otro mundo. Se encontraba a unos pasos de distancia de la voz, el sol, el viento, pero durante un largo instante Karney lucho por localizarlos.
—¿Karney?
Sacó a rastras la conciencia que había quedado atrapada entre los dientes de Pope y se obligó a volver la cara para mirar el camino. Red estaba allí, parado en el sol, y Anelisa estaba a su lado. El pelo rubio de la muchacha brillaba.
—¿Qué ocurre?
—Déjanos en paz —le ordenó Pope—. Él y yo estamos discutiendo un asunto.
—¿Tienes asuntos con ese tipo? — inquirió Red a Karney.
Antes de que Karney pudiera contestar, Pope le dijo:
—Díselo. Diselo, Karney. Dile que quieres hablar conmigo a solas.
Red lanzó una mirada al anciano por encima del hombro de Karney, y le preguntó a éste:
—¿Quieres decirme qué está ocurriendo?
La lengua de Karney se esforzó por encontrar una respuesta, pero no lo logró. La luz del sol estaba tan lejos…; cada vez que la sombra de una nube surcaba la calle, temía que la luz se apagara para siempre. Sus labios se movieron en silencio para expresar su temor.
—¿Te encuentras bien? — le preguntó Red—. Karney… ¿Me oyes?
Karney asintió. La oscuridad que lo tenía atrapado comenzó a desaparecer.
—Sí… —repuso.
De repente, Pope se abalanzó sobre Karney; sus manos buscaron desesperadamente llegar a los bolsillos. El impacto del ataque lanzó a Karney, que seguía estupefacto, contra la pared del callejón. Cayó de lado, sobre una pila de cajas. Todo se vino abajo; Pope agarraba a Karney con tanta fuerza que cayó junto con él. La calma precedente —el humor negro, las amenazas circunspectas— se evaporó; Pope volvía a ser el vago idiota que escupía desatinos. Karney sintió que las manos del anciano le rasgaban las ropas y le arañaban la piel en busca de los nudos. Las palabras que le gritaba a la cara ya no le resultaban comprensibles.
Red entró en el callejón e intentó agarrar al viejo de la chaqueta, el cabello o la barba, lo primero que lograra asir, para apartarlo de su víctima. Era más fácil decirlo que hacerlo; su reacción tenía toda la furia de un ataque. Pero como Red era más fuerte, a la larga ganó la partida. Profiriendo tonterías, Pope fue puesto en pie. Red lo sujetó como si fuera un perro rabioso.
—Levántate —le ordenó a Karney—, y aléjate de él.
Karney se incorporó con dificultad entre las maderas de las cajas. En los escasos segundos de la agresión, Pope había causado un daño considerable: Karney sangraba en media docena de sitios. Tenía la ropa arrasada; la camisa estaba hecha jirones. Vacilante, se llevó la mano a la cara; los arañazos se habían hinchado como cicatrices rituales.
Red empujó a Pope contra la pared. El vagabundo seguía apoplético, con los ojos fuera de las órbitas. Una andanada de invectivas —mezcla de inglés y galimatías— cayó sobre la cara de Red. Sin interrumpir su perorata, Pope intentó atacar otra vez a Karney, pero esta vez Red lo sujetó e impidió que sus garras tocaran al muchacho. Red sacó a Pope del callejón y lo arrastró hasta el camino.
—Te sangra el labio —dijo Anelisa, mirando a Karney con disgusto.
Karney saboreó la sangre: salada y caliente. Se llevó el dorso de la mano a la boca. Al apartarla, quedó teñida de rojo.
—Menos mal que te seguimos —dijo la muchacha.
—Sí —repuso él sin mirarla.
Estaba avergonzado de su comportamiento ante el vagabundo, y sabía que la muchacha se estaría riendo de su incapacidad para defenderse. La familia de Anelisa estaba compuesta por villanos, su padre era un héroe entre los ladrones.
Red regresó de la calle. Pope se había ido.
—¿A qué venía todo esto? — exigió saber, sacando un peine del bolsillo de la chaqueta y arreglándose el copete.
—A nada —respondió Karney.
—No me vengas con esas mierdas —rechazó Red—. Dice que le robaste algo. ¿Es cierto?
Karney lanzó una mirada a Anelisa. De no haber estado ella allí, le habría contado todo a Red, en ese mismo instante. La muchacha le devolvió la mirada y pareció leerle el pensamiento. Se encogió de hombros y se apartó para no escuchar, pateando las cajas destrozadas a medida que se alejaba.