—Nos la tiene jurada a todos, Red —dijo Karney.
—¿De qué estás hablando?
Karney bajó la vista y se miró la mano ensangrentada. Aunque Anelisa se había alejado, las palabras para explicar sus sospechas tardaron en llegar.
—Catso… —comenzó a decir.
—¿Qué pasa con él?
—Huía, Red.
Detrás de él, Anelisa lanzó un suspiro de irritación. Aquello tardaba demasiado para su gusto.
—Red, llegaremos tarde —dijo.
—Espera un momento —le ordenó Red, cortante, y concentró su atención en Karney—. ¿Qué quieres decirme sobre Catso?
—El viejo no es lo que parece. No es un vagabundo.
—¿No? ¿Y qué es entonces?
La voz de Red había recuperado su tono sarcástico; sin duda, debido a la presencia de Anelisa. La muchacha se había cansado de la discreción y había regresado junto a Red.
—¿Qué es, Karney? — repitió.
Karney nego con la cabeza. ¿Qué sentido tenía explicar una parte de lo ocurrido? O intentaba relatar toda la historia o se callaba la boca. Lo más fácil era callarse la boca.
—Da igual —dijo con tono monótono.
Red le lanzó una mirada asombrada y al comprobar que no se producía aclaración alguna, dijo:
—Si tienes algo que contarme sobre Catso, me gustaría oírlo. Ya sabes dónde vivo.
—Está bien.
—Lo digo en serio —insistió Red.
—Gracias.
—¿Sabes? Catso era un buen amigo. Un poco borrachín, pero todos tenemos nuestras cosas, ¿no? No tendría que haber muerto, Karney. Fue una putada.
—Red…
—Te llama —dijo Karney.
Anelisa se había ido hasta la calle.
—Siempre me está llamando. Ya nos veremos. Karney.
—Vale.
Red le dio una palmadita en la mejilla lastimada y salió al sol, tras Anelisa. Karney no hizo ademán de seguirlos. El ataque de Pope lo había dejado tembloroso; quería esperar en el callejón hasta recuperar la compostura. Buscó la tranquilidad de los nudos y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Estaba vacío. Registró los demás bolsillos. Todos vacíos, y sin embargo estaba seguro de que el viejo no había llegado a la cuerda. Tal vez se le hubiera caído durante la lucha. Karney comenzó a rastrear el callejón, y al ver que la primera búsqueda no daba resultado, revisó todo una segunda y una tercera vez, aunque ya la daba por perdida. Pope había logrado quitársela después de todo. A hurtadillas o bien por pura casualidad, había recuperado los nudos.
Con asombrosa claridad, Karney se recordó a sí mismo, de pie en el Salto del Suicida, mirando hacia abajo, hacia Archway Road, el cuerpo despatarrado de Catso, que yacía en el centro de una maraña de luces y vehículos. Se había sentido tan alejado de la tragedia…; la había visto con la misma implicación que un pájaro al vuelo. De repente, le disparaban desde el cielo. Caía al suelo, herido, aguardando sin esperanzas los terrores que le esperaban. Saboreó la sangre que le manaba del labio partido y se preguntó, deseando que el pensamiento se desvaneciera incluso antes de formarse, si Catso habría muerto instantáneamente, o si él también habría saboreado su sangre mientras yacía sobre el asfalto, mirando a la gente del puente, que todavía no se había enterado de cuán cercana estaba la muerte.
Regresó a su casa por las calles más transitadas que logró encontrar. Aunque de ese modo su lamentable aspecto atraía las miradas de las matronas y los policías, prefirió su desaprobación a arriesgarse a transitar por calles vacías, alejadas de las arterias principales. Una vez en su casa, se lavó las heridas y se cambió de ropa, y luego se sentó frente al televisor para permitir que sus miembros dejaran de temblar. Eran las últimas horas de la tarde, y hacían programas para niños: un aire de optimismo fácil infectaba todos los canales. Miraba aquellas banalidades con los ojos, pero no con la mente, aprovechando el sosiego para encontrar las palabras que describieran lo que le había ocurrido. Lo imperioso ahora era advertir a Red y a Brendan. Pope se había hecho con los nudos, y sólo sería cuestión de tiempo antes de que alguna bestia —quizá peor que la cosa de los árboles— fuera en busca de ellos. Entonces sería demasiado tarde para explicaciones. Sabía que los otros dos se mostrarían incrédulos, pero haría lo imposible para convencerlos, aunque tuviera que quedar en el peor de los ridículos. Tal vez sus lágrimas y su terror los harían reaccionar, cosa que su empobrecido vocabulario no lograría jamás.
A eso de las cinco y cinco, antes de que su madre regresara del trabajo, salió de casa y fue en busca de Brendan.
Anelisa se sacó del bolsillo el trozo de cuerda que había hallado en el callejón y lo examinó. No estaba segura de por qué se había molestado en recogerlo; en cierto modo la cuerda había encontrado la forma de llegar hasta su mano. Jugueteó con uno de los nudos, corriendo el riesgo de estropearse las uñas. Tenía media docena de cosas mejores para hacer esa tarde. Red había ido a comprar bebida y cigarrillos, y ella se había prometido tomar un baño perfumado y relajante antes de que él volviera. No tardaría tanto en desatar el nudo, estaba segura. En realidad, parecía ansioso por ser desatado: tenía la extraña sensacion de que se movía. Lo más intrigante de todo eran los colores que despedía el nudo: Anelisa logró ver tonalidades violeta y rojizas. Al cabo de unos minutos llegó a olvidarse por completo del baño; eso podía esperar. Se concentró en cambio en el acertijo que tenía entre las manos. Pocos minutos después comenzó a ver la luz.
Karney le contó la historia a Brendan lo mejor que pudo. En cuanto se lanzó a hablar y comenzó desde el principio, descubrió que tenía su propio impulso y fue eso lo que lo hizo cambiar al tiempo presente con escaso titubeo. Y terminó diciendo:
—Sé que suena increíble, pero es la verdad.
Brendan no creyó ni una sola palabra, eso quedó claro en su mirada ausente. Pero en la cara llena de cicatrices había algo más que incredulidad. Karney no logro descifrar de qué se trataba hasta que Brendan lo agarró por la camisa. Sólo entonces supo el alcance de la furia de Brendan.
—No te basta con la muerte de Catso y tienes que venir aquí a contarme esas mierdas.
—Es la verdad.
—¿Y dónde carajo están los nudos?
—Ya te lo dije, los tiene el viejo. Me los quitó esta tarde. Nos va a matar, Bren. Lo sé.
Brendan lo soltó y le dijo con tono magnánimo:
—Te diré lo que voy a hacer. Voy a olvidar que me has contado todo esto.
—Pero es que no me entiendes…
—He dicho que voy a olvidar que me lo has contado. ¿Vale? Ahora, vete de aquí y llévate tus historias.
Karney no se movió.
—¿Me has oído? — gritó Brendan.
En sus ojos Karney logró apreciar una plenitud delatora. La rabia era sólo el camuflaje —apenas adecuado— de una pena para la que no tenía mecanismos de defensa. En su estado de ánimo actual ni el temor ni la discusión lo convencerían de la verdad. Karney se puso de pie.
—Perdona, ya me voy —le dijo.
Brendan mantuvo la cabeza gacha. No volvió a levantarla, y dejó que Karney se alejara. Sólo quedaba Red, él sería el último tribunal de apelación. Podía repetir la historia ahora que ya la había contado. La repetición le sería fácil. Dejó a Brendan a solas con sus lágrimas, y mentalmente comenzó a repasar las palabras.
Anelisa oyó entrar a Red por la puerta principal y lo oyó gritar varias veces una palabra. La palabra le resultaba familiar, pero tardó varios segundos de ferviente actividad mental en reconocerla como su propio nombre.
—¡Anelisa! — volvió a gritar—. ¿Dónde te has metido?
«En ninguna parte —pensó—. Soy la mujer invisible. No me busques, por favor. Dios mío, que me deje en paz.» Se llevó la mano a la boca para parar el castañeteo de sus dientes. Tenía que permanecer absolutamente quieta, y en silencio. Si movía un solo pelo, la oiría e iría en su busca. La única seguridad residía en hacerse un ovillito y taparse la boca con la palma de la mano.
Red comenzó a subir la escalera. Sin duda, Anelisa estaría cantando en el baño. Le encantaba el agua como pocas cosas. No era inusual que se pasara horas en la bañera, con los pechos rompiendo la superficie como dos islas de ensueño. A cuatro escalones del rellano, oyó un ruido en el pasillo de abajo: una tos o algo parecido. ¿Acaso estaría jugando con él? Se dio media vuelta y bajó, moviéndose con mayor sigilo. Casi al pie de la escalera, sus ojos se posaron en un trozo de cuerda que yacía sobre uno de los escalones. La levantó y, brevemente, se preguntó qué sería aquel único nudo antes de volver a oír el mismo ruido. Esta vez no pensó que se tratara de Anelisa. Contuvo el aliento, esperando que se repitiera en el pasillo. Cuando no oyó nada, metió la mano en el costado de la bota y sacó una navaja automática, un arma que llevaba encima desde la tierna edad de once años. Según el padre de Anelisa era un arma de adolescentes; pero ahora, al avanzar por el pasillo hacia la sala, agradeció al santo patrono de los cuchillos el no haber seguido el consejo del viejo criminal.
La habitación estaba a oscuras. La noche cayó sobre la casa, oscureciendo las ventanas. Red permaneció en el vano de la puerta durante largo rato, observando ansiosamente el interior en busca de algún movimiento. Y otra vez el ruido; esta vez no fue uno solo, sino una serie de sonidos. Para su alivio, notó que la fuente del mismo no era humana. Con toda probabilidad se trataría de un perro herido en alguna pelea. Y además, el ruido no provenía de la habitación de enfrente, sino de la cocina, ubicada más al fondo del pasillo. Recobrado el valor por el simple hecho de pensar que el intruso no era más que un animal, llevó la mano al interruptor y encendió la luz.
La rápida sucesión de acontecimientos que puso en marcha al hacerlo se produjo en una secuencia que no ocupó más de una docena de segundos; sin embargo, vivió cada uno de ellos con el máximo de detalles. En el primer segundo, al encenderse la luz, vio moverse una cosa en la cocina; luego, se dirigió hacia ella empuñando la navaja. Durante el tercer segundo apareció el animal, que alertado por su agresión, salió de su escondite. Corrió hacia él: era una imagen borrosa de carne reluciente. Su repentina proximidad le resultó sobrecogedora; su tamaño, el calor que despedía su cuerpo humeante, la boca enorme que dejaba escapar un aliento podrido. Red empleó el cuarto y el quinto segundos para evitar el primer ataque, pero al sexto aquella cosa dio con él. Sus brazos desnudos agarraron a Red. Lanzó un navajazo al aire y le abrió una herida, pero ésta se cerró, al tiempo que la bestia aferraba a Red con un abrazo mortal. Más por accidente que por verdadera intención, la navaja se clavó en la carne de aquella cosa y un calor líquido le salpicó la cara a Red. Apenas lo notó. Siguieron los últimos tres segundos, en los que el arma, resbaladiza por la sangre, se le escapó de la mano y quedó clavada en la bestia. Desarmado, intentó desasirse de aquel abrazo mortal, pero antes de poder apartarse, la enorme cabeza inconclusa se acerco a él —las fauces enormes como un túnel— y de un solo golpe se bebió todo el aire de sus pulmones. Era todo el aliento que Red poseía. Su cerebro, privado de oxígeno, produjo una serie de fuegos artificiales para celebrar su inminente partida: petardos, estrellas, girándulas. La pirotecnia fue brevísima; pronto se hizo la oscuridad.
Arriba, Anelisa escuchaba los caóticos sonidos e intentaba reunirlos para encontrarles un sentido, pero le fue imposible. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, había acabado en silencio. Red no fue en su busca. Pero tampoco la bestia. Tal vez, pensó, se habrían matado. La simplicidad de la solución la satisfizo. Esperó en su cuarto hasta que el hambre y el aburrimiento calmaron su ansiedad; entonces bajó.
Red yacía donde el segundo engendro de la cuerda lo había soltado, con los ojos muy abiertos para observar los fuegos de artificio. La bestia estaba acuclillada en el extremo de la habitación, hecha una ruina. Al verla, Anelisa se apartó del cuerpo de Red y fue hacia la puerta. La bestia no intentó acercarse a ella, se limitó a seguirla con los ojos hundidos, la respiración entrecortada y unos pocos movimientos muy entorpecidos.
Iría a buscar a su padre, decidió, y abandonó la casa, dejando la puerta principal entreabierta.
Seguía entreabierta cuando, media hora más tarde, llego Karney. Aunque después de dejar a Brendan tenía la intención de ir directamente a casa de Red, le había faltado valor. Había vagado sin rumbo fijo hacia el puente sobre Archway Road. Allí había permanecido durante largo rato, observando el tráfico que pasaba debajo y bebiendo de la media botella de vodka que había comprado en Holloway Road. Se había quedado sin dinero, pero con el estómago vacío, el licor había sido potente, y le había aclarado las ideas. Había llegado a la conclusión de que morirían todos. Tal vez la culpa la tenía él, por robar la cuerda; de todos modos, lo más probable era que Pope los castigara por los crímenes perpetrados contra su persona. Ahora, lo más que podían esperar —que él podía esperar— era una brizna de comprensión. Eso le bastaría, decidió, obnubilado por el alcohol: simplemente morir un poco menos ignorante de lo que había nacido. Red lo entendería.
Estaba ahora en el umbral de la puerta y llamó al muchacho por su nombre. No recibió respuesta alguna. El vodka que había bebido lo tornó osado y, gritando otra vez el nombre de Red, entro en la casa. El pasillo estaba a oscuras, pero había luz en un cuarto del fondo y hacia ella fue. La atmósfera de la casa era bochornosa, como el interior de un invernadero. En la sala hacia todavía más calor, porque allí se enfriaba Red, soltando su calor al ambiente.
Karney bajó la vista y se quedó mirándolo el tiempo suficiente como para notar que con la mano izquierda aferraba la cuerda y que en ésta sólo quedaba un nudo. Tal vez Pope había estado allí y, por algún motivo, había dejado la cuerda. Fuera como fuese, su presencia en la mano de Red ofrecía una posibilidad de vivir. Esta vez, juró mientras se acercaba al cuerpo, destruiría la cuerda para siempre. La quemaría y esparciría sus cenizas a los cuatro vientos. Se agachó para quitársela de la mano a Red. La cuerda presintió su proximidad y saltó, manchada de sangre, de la mano del muerto a la de Karney, y se le enrolló entre los dedos, dejando una huella. Asqueado, Karney miró el último nudo. El proceso que tan doloroso esfuerzo le costara iniciar había cobrado ahora su propio impulso. Desatado el segundo nudo, el tercero comenzaba prácticamente a aflojarse solo. Al parecer, seguía necesitando de un agente humano —¿por qué si no había saltado con tanta prontitud a su mano?—, pero a pesar de ello, estaba muy cerca de resolver su propio misterio. Era imperioso que destruyera la cuerda rápidamente antes de que el nudo se desatase.