Libros de Sangre Vol. 3 (10 page)

Read Libros de Sangre Vol. 3 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
3.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces notó que no estaba solo. Además del muerto, había allí cerca otra presencia viva. Apartó la vista del nudo retozante cuando alguien le habló. Las palabras no tenían sentido alguno. Ni siquiera eran palabras, sino más bien una serie de sonidos lastimeros. Karney recordó el aliento de la cosa del sendero y la ambigüedad de los sentimientos que había despertado en él. En aquel momento experimentó la misma ambigüedad: junto al temor creciente tuvo la sensación de que la voz de la bestia hablaba de pérdidas, fuera cual fuese su lengua. Se sintió embargado por la piedad.

—Muéstrate —le dijo, sin saber si entendería o no.

Pasaron unos cuantos instantes temblorosos. Entonces salió por la puerta del extremo opuesto. La luz de la sala era buena, y Karney tenía buena vista, pero la anatomía de la bestia desafió su comprensión. En su silueta deformada y palpitante había algo simiesco, como si hubiera nacido prematuramente. Su boca se abrió para emitir otro sonido; sus ojos, sepultados bajo la frente sangrante, eran inescrutables. Comenzó a arrastrarse desde su escondite para atravesar la habitación y dirigirse hacia él; con cada paso, ponía a prueba la cobardía de Karney. Al llegar al cadáver de Red, se detuvo, levantó un miembro destrozado e indicó un lugar en el pliegue del cuello. Karney vio el cuchillo; sería el de Red, supuso. Se preguntó si no estaría intentando justificar su muerte.

—¿Que eres? — le preguntó.

Meneó la pesada cabeza. De su boca salió un gemido prolongado. Y de repente, levantó el brazo y señaló en dirección a Karney. Al hacerlo, dejó que la luz le cayera de lleno en el rostro, y Karney pudo ver los ojos debajo de las pobladas cejas: eran como gemas gemelas atrapadas en la bola herida del cráneo. Su brillo y su lucidez le revolvieron el estómago. Y seguía señalando en su dirección.

—¿Que quieres? — le preguntó Karney—. Dime lo que quieres.

Dejó caer el miembro pelado e hizo ademán de pasar por encima del cadáver en dirección a Karney, pero no tuvo ocasion de revelar sus intenciones. Desde la puerta principal llegó un grito que la detuvo en seco.

—¿Hay alguien? — preguntó una voz.

En el rostro de la bestia se dibujó el pánico —los ojos demasiado humanos se movieron en sus órbitas—, y se alejó, rumbo a la cocina. El visitante, quienquiera que fuese, volvió a gritar; su voz sonó más cercana. Karney miró el cadáver y luego vio que tenía la mano ensangrentada. Sopesó sus posibilidades, se retiró de la habitación y entro en la cocina. La bestia había huido: la puerta trasera estaba abierta de par en par. A sus espaldas, Karney oyó al visitante encomendarse a Dios cuando vio los restos de Red. Titubeó en las sombras. ¿Sería correcto huir? ¿No sería mejor quedarse allí y tratar de encontrar una forma de llegar a la verdad? El nudo, que seguía moviéndose en su mano, lo decidió: lo prioritario era destruirlo. En la sala, el visitante marcaba el número de la policía; utilizando su monólogo aterrado como tapadera, Karney cubrió los metros que le quedaban hasta alcanzar la puerta y huyó.

—Te ha llamado alguien —le gritó su madre desde lo alto de la escalera—; ya me ha despertado dos veces. Le dije que no…

—Lo siento, mamá. ¿Quién era?

—No me lo quiso decir. Le dije que no volviera a llamar. Si telefonea otra vez dile que no quiero que vuelva a llamar a estas horas de la noche. Que hay gente que tiene que madrugar.

—Sí, mamá.

Su madre desapareció del rellano, cerró la puerta y se metió en su cama solitaria. Karney se quedó temblando en el vestíbulo, con la mano en el bolsillo apretada alrededor del nudo. Seguía moviéndose, retorciéndose en todas direcciones, contra los confines de su palma, buscando un sitio, por pequeño que fuera, en el que soltarse. Pero no se lo permitía. Buscó el vodka que había comprado horas antes; con una sola mano destapó la botella y bebió. Cuando tomaba un segundo sorbo, sonó el teléfono. Dejó la botella y levantó el auricular.

—¿Diga?

Llamaban desde una cabina; sonó un «pip», depositaron unas monedas y una voz dijo:

—¿Karney?

—¿Sí?

—Por el amor de Dios, me matará.

—¿Quién habla?

—Brendan. — No sonaba como la voz de Brendan, era demasiado chillona, demasiado llorosa—. Me matará si no vienes.

—¿Pope? ¿Es Pope?

—Está loco. Tienes que venir al cementerio de coches, en la cima de la colina. Dale…

Se cortó la comunicación. Karney colgó. En su mano, la cuerda hacía acrobacias. Abrió la mano; en la escasa luz que provenía del rellano, el nudo restante brilló. En su centro, como en el centro de los otros dos nudos, se produjeron chispazos de color. Cerró de nuevo el puño, recogió la botella de vodka y volvió a salir.

El cementerio de coches se había vanagloriado en cierta época de la presencia de un doberman perpetuamente irascible, pero al perro le había salido un tumor la primavera anterior y había atacado salvajemente a su amo. Después del incidente lo sacrificaron y no volvieron a comprar un sustituto. La pared de hierro corrugado fue, a partir de aquel momento, muy fácil de trasponer. Karney trepó a ella y bajó al terreno lleno de grava y cenizas. En el portón de entrada, una farola iluminaba la colección de vehículos particulares y comerciales amontonados allí. La mayoría estaban desahuciados: eran camiones abiertos y camiones cisterna herrumbrados, un autobús que se había llevado por delante un puente a toda velocidad, una especie de archivo policial fotográfico de coches, alineados o apilados, víctimas de accidentes diversos.

Comenzando por el portón de entrada, Karney efectuó una búsqueda sistemática por el terreno, intentando andar con cuidado, pero en el extremo noroeste del cementerio no encontró señal alguna de Pope ni de su prisionero. Con el nudo en la mano, comenzó a avanzar por el recinto; la luz tranquilizadora del portón temblaba a cada paso que daba. Un poco más adelante, entre dos de los vehículos. vio unas llamas. Se quedo quieto e intentó interpretar el intrincado juego de sombras y fuego. A sus espaldas oyó un movimiento; se volvió, previendo a cada latido del corazón un grito, un golpe. No hubo nada. Recorrió el cementerio a sus espaldas —la imagen de la llama amarilla le bailaba en la retina—, pero lo que se había movido permanecía ahora quieto.

—¿Brendan? — susurró, mirando hacia el fuego.

En un retazo de sombras, frente a él, se movió una silueta; Brendan salió de la oscuridad tambaleándose y cayó de rodillas sobre las cenizas, muy cerca de donde se encontraba Karney. Incluso en la engañosa luz, Karney logró ver que Brendan había sido apaleado salvajemente. Llevaba la camisa llena de manchas demasiado oscuras como para ser otra cosa que sangre; tenía el rostro crispado por el dolor presente o el que previsiblemente le llegaría. Cuando Karney avanzó hacia él, Brendan se escudó como un animal maltratado.

—Soy yo, Karney —le dijo éste.

—Dile que pare —le pidió Brendan, levantando la cabeza machacada.

—Todo saldrá bien.

—Por favor, dile que pare.

Brendan se llevó las manos al cuello. Un collar de cuerda le rodeaba la garganta, y de él partía una traílla que se internaba en la oscuridad, entre dos vehículos. Allí, sujetando el otro extremo de la traílla, estaba Pope. Sus ojos brillaban con las sombras, aunque ninguna fuente de luz se reflejara en ellos como para permitir aquel brillo.

—Ha sido muy sensato por tu parte el haber venido —le dijo Pope—. Lo habria matado.

—Suéltalo —le ordeno Karney.

—Primero dame el nudo —dijo Pope, negando con la cabeza.

Salió de su escondite. Karney esperaba que se le hubiese desprendido el disfraz de vagabundo, revelando su verdadero rostro —cualquiera que este fuese—, pero no fue así. Vestía las mismas ropas harapientas de siempre, pero su control de la situación era incontestable. Dio un tirón a la cuerda y Brendan se desplomó, ahogándose; sus manos aferraron en vano el nudo que le apretaba la garganta.

—Basta ya —le ordenó Karney a Pope—. Tengo el nudo, maldito seas. No lo mates.

—Dámelo.

Cuando Karney avanzaba hacia el anciano, algo gritó en el laberinto del cementerio. Karney reconoció el sonido; Pope también. No había posibilidad de error: era la voz de la bestia desollada que había matado a Red, y estaba muy cerca. La cara sucia de Pope se tiñó de una nueva urgencia

—¡Date prisa! — apremió—. O lo mato.

Había extraído un cuchillo de desollar de la chaqueta. Tiró de la traílla y obligó a Brendan a acercarse.

La queja de la bestia aumentó de tono.

—¡El nudo! — gritó Pope—. ¡Dámelo!

Avanzó hacia Brendan y le puso la hoja del cuchillo en la cabeza rapada.

—No lo hagas —le dijo Karney—, toma el nudo.

Antes de que lograra respirar, por el rabillo del ojo notó un movimiento y algo caliente le agarró la muñeca. Pope lanzó un grito de rabia, y Karney se volvió para ver a la bestia escarlata a su lado, mirándolo con ojos fantasmales. Karney forcejeó para soltarse, pero la bestia meneó su enloquecida cabeza.

—¡Mátala! ¡Mátala! — aulló Pope.

La bestia observó a Pope y, por primera vez, Karney vio en aquellos ojos pálidos una mirada inequívoca: un odio muy puro. Brendan lanzó un grito agudo y Karney miro en su dirección: el cuchillo de desollar se deslizó en su mejilla. Pope retiró la hoja y dejó que el cadáver de Brendan cayera hacia adelante. Antes de que este tocara el suelo, el anciano se dirigió hacia Karney; cada una de sus zancadas revelaba unas intenciones asesinas. Atemorizada, la bestia soltó a Karney justo a tiempo para que éste evitara el primer ataque de Pope. Hombre y bestia se separaron y echaron a correr. Karney resbaló en las cenizas y por un instante sintió cernirse sobre el la sombra de Pope, pero logro esquivar el segundo cuchillazo por milímetros.

—No podrás salir —se jacto Pope al verle correr. El viejo se mostraba tan confiado de su trampa que ni siquiera se molestó en perseguirlo—. Estás en mi territorio, muchacho. No hay modo de salir.

Karney se ocultó entre dos vehículos y comenzó a volver sobre sus pasos en dirección al portón, pero sin saber cómo, había perdido el sentido de la orientación. Una hilera de mastodontes herrumbrados conducía a otra, tan parecida que no lograba distinguirlas. Ignoraba dónde lo conduciría aquella maraña, pero al parecer no había escapatoria; no volvería a ver la farola del portón, ni el fuego de Pope, en el extremo del cementerio. Aquello se había convertido en un coto de caza, y él en la presa; adondequiera que lo llevaba el sendero, la voz de Pope lo seguía tan de cerca como sus propios latidos.

—Entrégame el nudo, muchacho —le decía—, entrégamelo y no te obligaré a comerte tus propios ojos.

Karney estaba aterrorizado, pero presentía que a Pope le ocurría otro tanto. La cuerda no era una herramienta asesina, como Karney había creído siempre. Fuera cual fuese la razón de su existencia, el viejo no ejercía sobre ella dominio alguno. En ese hecho basaba las escasas posibilidades de supervivencia. Había llegado el momento de desatar el último nudo; lo desataría y esperaría las consecuencias. ¿Podrían ser peores que morir a manos de Pope?

Karney encontró un refugio adecuado al lado de un camión incendiado; se puso en cuclillas y abrió el puño. Incluso en la oscuridad logró sentir que el nudo se movía para deshacerse; lo ayudó lo mejor que pudo.

—No lo hagas, muchacho —le sugirió Pope, fingiendo una humanidad impropia en él—; sé lo que estás pensando, y créeme, será tu fin.

Era como si a las manos de Karney les hubieran brotado dedos adicionales: ya no estaban a la altura de solucionar el problema. Su mente era una galería de retratos de muerte: Catso tirado en la calzada del camino; Red en la alfombra, Brendan soltándose de las manos de Pope mientras el cuchillo se deslizaba de su cabeza. Se esforzó por apartar de si esas imágenes, guiando como podía su sitiado intelecto. Pope había concluido su monólogo. El único sonido que se oía en el cementerio de coches era el murmullo lejano del tráfico; provenía de un mundo que Karney dudaba en volver a ver. Manoseó desmañadamente el nudo como si fuera un hombre ante una puerta cerrada con un manojo de llaves, probando una, luego la siguiente, y la siguiente, con la certeza de que la noche se cernía sobre su cabeza. «De prisa. de prisa». se dijo. Pero su anterior destreza lo había abandonado por completo.

Entonces oyó un siseo que cortaba el aire; Pope había dado con el, vio su cara triunfante al lanzar el golpe asesino. Karney se echó a rodar desde la postura en la que se encontraba, pero la hoja le alcanzo en la parte superior del brazo, abriéndole una herida desde el hombro hasta el codo. El dolor le dio velocidad, y el segundo golpe fue a dar contra la cabina del camión, sacando chispas en vez de sangre. Antes de que Pope lograra acuchillarlo otra vez, Karney se alejó sangrando copiosamente. El viejo salió en su persecución. pero Karney fue más veloz. Se metió detrás de un autocar y, mientras Pope iba tras él resollando, se agachó y se ocultó debajo del vehículo. Pope paso de largo justo cuando Karney sofocaba un sollozo de dolor. La herida que acababan de infligirle le había incapacitado la mano izquierda. Apretando el brazo contra el cuerpo para reducir al mínimo el esfuerzo sobre el musculo destrozado, intento concluir el maldito trabajo que había comenzado en el nudo, utilizando los dientes como segunda mano. Ante él aparecieron destellos de luz blanca: no tardaría en desmayarse. Respiró profundamente y con regularidad a través de las fosas nasales, mientras sus dedos tiraban febrilmente del nudo. Ya no veía ni lograba sentir el nudo en la mano. Trabajaba a ciegas, como lo había hecho en el sendero, y ahora, como entonces, sus instintos empezaron a suplir sus fuerzas. El nudo comenzó a bailar ante sus labios, ansioso por soltarse. Se encontraba a escasos momentos de la solución.

Tan concentrado estaba que no vio el brazo que se tendía hacia él hasta que se sintió arrastrar de su santuario y se quedo mirando hacia arriba los ojos brillantes de Pope.

—Basta de juegos —dijo el viejo, y soltó a Karney para arrancarle la cuerda de los dientes.

Karney intentó moverse un poco para evitar que Pope lo agarrara, pero el dolor del brazo era tan agudo que no pudo. Cayo hacia atrás lanzando un grito al tocar el suelo.

—Te sacare los ojos —dijo Pope, y el cuchillo descendió.

Sin embargo, el golpe cegador jamás llegó. Una silueta malherida salió de su escondite, detrás del viejo, y tironeó de las dos puntas de su gabardina. Pope recuperó el equilibrio en pocos momentos y se dio la vuelta. El cuchillo alcanzó a su contrincante, y Karney abrió los ojos nublados de dolor para ver a la bestia desollada retroceder con la mejilla abierta hasta el hueso. Pope fue tras ella para rematarla, pero Karney no se quedó a mirar. Tendió la mano para sujetarse del camión y se incorporó con el nudo apretado aún entre los dientes. A sus espaldas, Pope maldecía; Karney supo que había abandonado la matanza para seguirlo. Sabía también que lo alcanzaría, pero tambaleándose salió de entre los dos vehículos. ¿En qué dirección se encontraba el portón? No tenía idea. Sus piernas pertenecían a un comediante, y no a él; tenían articulaciones de goma, no servían para otra cosa que para hacerlo caer de nalgas. Avanzó dos pasos y las rodillas cedieron. Del suelo se elevó un olor de cenizas empapadas de gasolina.

Other books

Cibola Burn (The Expanse) by James S. A. Corey
Fantasy Man by Barbara Meyers
Cultural Cohesion by Clive James
Backstage Pass: All Access by Elizabeth Nelson
13 Treasures by Michelle Harrison
Death in Sardinia by Marco Vichi