Libros de Sangre Vol. 3 (24 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Jerome quería tocarle el corazón, quería ver cómo le salpicaba la cara, bañarse en él. Le puso la mano en el pecho y sintió los latidos bajo la palma.

—Te gusta, ¿eh? — dijo la prostituta cuando él le apretó el pecho—. No eres el primero.

Le arañó la piel.

—Despacio, cariño —le dijo burlona, y echó un vistazo por encima del hombro para comprobar si había señales de Isaiah—. No seas brusco. Es el único cuerpo que tengo.

No le hizo el menor caso. Los arañazos la hicieron sangrar.

—No hagas eso —le ordenó.

—Quiere salir —repuso, hundiendo más los dedos.

De repente, la mujer se dio cuenta de que aquello no era un juego amoroso.

—¡Basta! — le dijo cuando comenzó a lacerarla.

Esta vez la mujer gritó.

Abajo, no muy lejos, en la calle, Isaiah dejó caer la porción de
tarte française
que acababa de comprar y corrió a la puerta. No era la primera vez que la gula lo había tentado y había abandonado su puesto, pero —a menos que reparara el daño rápidamente— muy bien podría ser la última. Del rellano le llegaron unos ruidos tremendos. Subió la escalera a toda velocidad. La escena con la que se toparon sus ojos era peor que la conjurada por su imaginación. Simone se encontraba atrapada contra la pared, junto a su puerta, con un hombre pegado ávidamente a ella. De alguna parte, entre los dos, manaba sangre, pero no logró precisar de dónde.

Isaiah lanzó un grito. Con las manos ensangrentadas, Jerome interrumpió su labor y se volvió justo cuando un gigante muy bien vestido se abalanzaba sobre él. Jerome tardó unos segundos vitales en retirarse de la mujer, y en ese tiempo el hombre se le lanzó encima. Isaiah lo aferró y a rastras lo apartó de la mujer. Sollozando, ella se refugió en su cuarto.

—Maldito hijo de puta —dijo Isaiah, descargando sobre él una andanada de puñetazos.

Jerome se tambaleó. Pero estaba ardiendo, y por lo tanto no tenía miedo. En una pausa, saltó sobre el hombre como un mandril enfurecido. Isaiah, cogido por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó contra una de las puertas, que se abrió hacia adentro bajo su peso. Se desplomó en el interior de un escuálido lavabo y su cabeza fue a golpear contra la taza del retrete. El impacto lo desorientó; quedó tendido sobre el manchado linóleo, gruñendo y con las piernas abiertas. Jerome oyó la sangre fluir ávidamente por las venas del hombre, y olió el azúcar de su aliento. Sintió la tentación de quedarse, pero su instinto de conservación le aconsejo lo contrario; Isaiah intentaba incorporarse otra vez. Antes de que lograra ponerse en pie, Jerome se dio media vuelta y huyó escalera abajo.

En el escalón de la puerta se encontró con la canícula; le sonrió. La calle lo quería más que la mujer del rellano, y él ansiaba complacerla. Corrió por la acera; la erección continuaba empujando contra los pantalones. A sus espaldas, oyó al gigante bajar ruidosamente la escalera. Echó a correr, riéndose. El fuego continuaba ardiendo en él, y dio velocidad a sus pies; corrió calle abajo sin importarle si Aliento Azucarado lo seguía o no. Los peatones, en esta era desapasionada, no quisieron demostrar más que un interés casual en el sátiro salpicado de sangre y le cedieron el paso. Unos cuantos lo señalaron, suponiendo que seria un actor. La mayoría ni se percató de su presencia. Avanzó por una maraña de callejones; sin necesidad de mirar atrás era consciente de que Isaiah lo seguía.

Tal vez fue la casualidad la que lo condujo a la calle del mercado, o tal vez, lo más probable, era que el calor bochornoso llevó el aroma entremezclado de carne y fruta hasta su nariz, y quiso bañarse en él. El estrecho pasaje estaba atestado de compradores, visitantes y puestos colmados de mercancías. Se zambulló alegremente en la multitud, restregándose contra nalgas y muslos, encontrándose por todas partes con la mirada contagiosa de la carne. ¡Qué día! Ni él ni su pene podían creer en semejante fortuna.

A sus espaldas oyó gritar a Isaiah. Apuró el paso, dirigiéndose a las zonas más concurridas del mercado, en donde podría confundirse entre la cálida presión de la gente. Cada contacto le producía un doloroso éxtasis. Cada orgasmo —se sucedían uno tras otro mientras avanzaba entre la apretada multitud— le producía en el cuerpo un espasmo seco. Le dolían la espalda y los testículos, pero ¿qué era su cuerpo? Sólo una peana para el monumento singular de su pene. La cabeza no era nada, la mente no era nada. Sus brazos habían sido hechos simplemente para acercar el amor al cuerpo; las piernas para conducir la exigente espada a cualquier parte donde hallara satisfacción. Se imaginó a sí mismo como una erección andante, en un mundo que le miraba embelesado por todas partes: carne, ladrillo, acero, le daba igual, los violaría a todos.

De repente, sin que él lo buscara, la multitud se apartó, y se encontró en una callejuela estrecha, alejado del pasaje principal. El sol caía entre los edificios con un ardor magnificado. Se disponía a reunirse otra vez con la multitud, cuando olió un aroma y vio una escena que lo obligaron a continuar. Un poco más adelante, en la calle bañada por el calor, tres muchachos con el torso desnudo estaban de pie entre una pila de cajas de fruta, llenas de canastillas de fresas. Ese año había habido una excesiva producción de fresas, y con el calor despiadado habían comenzado a ablandarse y a pudrirse. El trío de trabajadores revisaba las canastillas, clasificando las buenas y las malas, y arrojando las fresas pasadas al borde de la calzada. El aroma que se elevaba de aquel estrecho espacio era sobrecogedor: una dulzura de una fuerza que habría asqueado a cualquier otro intruso que no fuera Jerome, cuyos sentidos habían perdido la capacidad de rechazo o asco. El mundo era el mundo, y el lo tomaría, como en el matrimonio, para bien y para mal. Embelesado, se quedó mirando el espectáculo; los sudorosos obreros brillaban bajo los rayos del sol, sus manos, sus brazos y sus torsos estaban salpicados de jugo escarlata; en el aire pululaban cientos de insectos en busca del néctar; la fruta desechada se apilaba en la calzada formando montículos que desprendían zumo. Entretenidos en su pegajosa labor, al principio los obreros no se percataron de su presencia. Pero luego, uno de los tres levantó la vista y vio la extraordinaria criatura que los observaba. La sonrisa se le heló en el rostro al ver los ojos de Jerome.

—¿Qué diablos hace ése?

Los otros dos interrumpieron su trabajo y miraron en dirección a Jerome.

—Dulce —dijo Jerome; lograba oír el temblor de sus corazones.

—Fijaos en ése —dijo el más joven de los tres, señalando la entrepierna de Jerome—. Exhibiéndose en público en ese estado.

Quedaron inmóviles bajo el sol, él y ellos, mientras las avispas revoloteaban alrededor de la fruta y, por la estrecha tajada del veraniego cielo azul que se veía entre los tejados, pasaban unos pájaros. Jerome deseó que aquel momento se perpetuara para siempre; su mente desnuda saboreaba en aquel paraje el Edén.

Entonces el sueño se rompió. Sintió una sombra a sus espaldas. Uno de los obreros dejó caer la canastilla que estaba clasificando; la fruta podrida quedó estampada contra el asfalto. Jerome frunció el ceño, y se dio media vuelta. Isaiah había encontrado la calle; el arma era de acero y brillaba. Cruzó el espacio que lo separaba de Jerome en un segundo. Jerome sintió un dolor en el costado cuando el cuchillo lo atravesó.

—¡Jesús! —dijo el hombre joven, y echó a correr.

Sus hermanos no querían ser testigos de aquel ataque y dudaron un solo momento antes de seguirlo.

El dolor hizo gritar a Jerome, pero en el ruidoso mercado nadie oyó su grito. Isaiah retiró el cuchillo; estaba caliente. Hizo ademán de volver a atravesarlo, pero Jerome fue demasiado rápido para el aguafiestas; se apartó de su alcance y cruzó la calle tambaleándose. El pretendido asesino, temeroso de que los gritos de Jerome atrajesen demasiada atención, lo persiguió rápidamente para acabar su trabajo. Pero el pavimento estaba resbaladizo por la fruta podrida, y sus finos zapatos de gamuza no se agarraban tan bien como los pies desnudos de Jerome. La distancia que los separaba aumentó.

—No te irás —dijo Isaiah, decidido a no permitir que escapara su mortificador.

Empujó una torre de cajas de fruta; las canastillas cayeron al suelo, esparciendo su contenido en el camino de Jerome. Jerome se detuvo un instante a aspirar el aroma de la fruta machacada. Esa indulgencia casi acaba con él. Isaiah se acercó, dispuesto a rematarlo. Los estímulos del dolor llevaron su cuerpo al borde de la erupción, y observó cómo la hoja del cuchillo estaba a punto de abrirle el vientre. Con la mente conjuró la herida: el abdomen se partía, y el calor emanado se unía a la sangre de las fresas de la calzada. La idea fue tan tentadora… Casi la deseaba.

Isaiah había matado en dos ocasiones anteriores. Conocía el vocabulario inefable del acto, y vio la invitación reflejada en los ojos de su víctima. Contento de complacerlo, se acercó con el cuchillo preparado. En el último instante posible, Jerome se hizo a un lado y en vez de presentar el cuerpo al arma blanca, lanzó un golpe al gigante. Isaiah se agachó para esquivarlo y sus pies resbalaron en la papilla. El cuchillo salió disparado de su mano y cayo entre las canastillas y la fruta. Jerome se alejó mientras el cazador, perdida toda ventaja, se agachaba a buscar el cuchillo. Su presa se escabulló antes de que su mano regordeta encontrara el arma; Jerome se había perdido otra vez entre las calles atestadas de gente. No tuvo oportunidad de guardarse el cuchillo en el bolsillo antes de que de la multitud surgiera el uniforme y se acercara a él por el caluroso pasaje.

—¿Cómo me lo va a explicar? —le preguntó el policía mirando el cuchillo.

Isaiah siguió su mirada. La hoja ensangrentada estaba llena de moscas.

En su oficina, el inspector Carnegie bebía chocolate caliente a pequeños sorbos; era el tercero en la última hora, y mientras bebía, observaba los procesos del anochecer. Siempre había querido ser detective, desde sus más tempranos recuerdos; y en esos recuerdos, esa hora siempre había estado cargada de magia. La noche descendiendo sobre la ciudad, miríadas de demonios vistiendo sus mejores galas para salir a jugar. Era la hora de la vigilancia, la hora de un nuevo rigor moral.

Pero de niño no había logrado imaginar la fatiga que el crepúsculo traería invariablemente. Estaba cansadísimo, y si en las proximas horas lograba dormir un poco, sabia que sería allí, en la silla, con los pies apoyados en el escritorio, en medio del clamor de los vasos de plástico.

Sonó el teléfono. Era Johannson.

—¿Trabajando todavía? —inquirió, impresionado por la dedicación al trabajo de Johannson.

Pasaba de las nueve. Tal vez Johannson tampoco tuviera una casa a la que llamar, ni a la que valiera la pena volver.

—Me he enterado de que nuestro sospechoso ha tenido un día muy ocupado —comento Jobannson.

—Así es. Una prostituta del Soho, y luego lo acuchillaron.

—Supongo que logró saltarse el cordón policial.

—Suele ocurrir —repuso Carnegie, demasiado cansado como para irritarse—. ¿En qué puedo servirle?

—Creí que le gustaría saberlo. Los monos han empezado a morirse.

La noticia sacó a Carnegie del estupor en que lo tenía sumido la fatiga.

—¿Cuántos han muerto? — preguntó.

—Hasta ahora tres, de los catorce que son. Pero imagino que el resto habrá muerto al amanecer.

—¿Qué los está matando? ¿El cansancio?

Carnegie recordó las desesperadas saturnales de las jaulas. ¿Qué animal, humano o no, podía aguantar semejante juerga sin venirse abajo?

—No es algo físico —le informó Johannson—. Al menos no en la forma en que usted lo insinúa. Tendremos que esperar al resultado de las disecciones, antes de conseguir una explicación detallada…

—¿Qué supone usted?

—A mi juicio, se están volviendo majaras.

—¿Qué?

—Se produce una sobrecarga cerebral de algun tipo. Los cerebros de estos animales ceden. La sustancia no se elimina, sino que se alimenta a sí misma. Cuanto más ardor tienen, más droga se produce, y cuanta más droga hay, más ardor tienen. Es un círculo vicioso. Cada vez más y más ardor, cada vez más y más locura. Con el tiempo, el cuerpo no lo resiste, y de golpe, me encuentro con cadáveres de monos hasta los sobacos. — La sonrisa volvio a reflejarse en la voz fría y amarga—. Claro que los que siguen vivos no han dejado que eso les estropeara la diversion. Por aquí está de moda la necrofilia.

Carnegie espió la taza de chocolate, que se enfriaba. se le había formado una fina película, que se reventó cuando tocó el vaso.

—¿Entonces es sólo cuestión de tiempo?

—¿Antes de que su sospechoso reviente? Sí, creo que sí.

—Está bien. Gracias por mantenerme al corriente. Siga informándome.

—¿Quiere venir a ver los restos?

—Puedo pasar sin cadáveres de monos, gracias.

Johannson se echó a reír. Carnegie colgó. Cuando se volvió hacia la ventana, ya se había hecho de noche.

En el laboratorio, Johannson fue hasta el interruptor, junto a la puerta; mientras hablaba con Carnegie, se había ido el resto de luz. Vio venir el golpe que lo derribó un instante antes de que lo alcanzara; le dio en el costado del cuello. Se le quebró una vértebra y las piernas se le doblaron. Se desplomó sin tocar el interruptor de la luz. Cuando llegó al suelo, la distinción entre el día y la noche fue una mera cuestión académica.

Welles no se molestó en comprobar si el golpe había sido letal o no; el tiempo apremiaba. Saltó por encima del cuerpo y se dirigió al banco en el que Johannson había estado trabajando. Allí, tendido en el círculo de luz de la lámpara, como para un acto final de tragedia simiesca, había un mono muerto. Se veía claramente que había perecido presa del frenesí; tenía la cara crispada: la boca abierta, manchada de saliva, los ojos fijos en la última mirada de alarma. En los esfuerzos penosos de las cópulas, había perdido el pelo a mechones; su cuerpo, gastado por el cansancio, era una masa de contusiones. En un examen de medio minuto, Welles reconoció las sugerencias del cadáver y las de los otros dos cuerpos que vio en un banco cercano.

—El amor mata —murmuro filosóficamente.

Y comenzó su sistemática destrucción de
Niño Ciego.

«Me estoy muriendo —pensó Jerome—, me estoy muriendo de dicha extrema.» La idea le divirtió. Era la única idea que tenía algún sentido. Desde su encuentro con Isaiah y su huida de la policía, apenas lograba recordar algo con coherencia. Las horas que pasó ocultándose y curando sus heridas, sintiendo crecer nuevamente el fuego para apagarse otra vez, se habían fundido en un sueño de verano; una placentera certeza le decía que solo la muerte lo despertaría de ese sueño. La hoguera lo devoraba por completo, desde las entrañas hacia afuera. Si lo destriparan en ese mismo instante, ¿qué encontrarían los testigos? Sólo cenizas y ascuas.

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