Límite (11 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Condujo de nuevo hasta las proximidades de la fábrica y esperó.

Poco después de la una, Ma ya había abierto el archivo, y de inmediato el troyano empezó a transmitir. El detective conectó su móvil con pantalla desplegable y comenzó a recibir, con absoluta nitidez y en todo detalle, las imágenes de las dos cámaras de vigilancia. Éstas abarcaban su entorno en el modo de gran angular, pero por desgracia no transmitían sonido. En cambio, poco después tuvo la confirmación de que la cámara número dos, en efecto, vigilaba la habitación separada por aquella cortina de cuentas, y lo supo cuando Ma desapareció de una de las ventanas y reapareció de inmediato en la otra, arrastró los pies hasta un aparador y empezó a trastear una tetera.

Jericho examinó el mobiliario. Un escritorio macizo, con sillón giratorio y varias sillas de aspecto raído que obligaban a cualquier visitante a adoptar una posición agachada y mendicante; algunos armarios ladeados, paquetes de papel apilados sobre un suelo de tablones sobrecargado, archivadores, tallas y todo tipo de cosas horrorosas como, por ejemplo, flores de tela y estatuas de Buda de fabricación industrial. Nada hacía concluir que Ma otorgara valor alguno a darle un toque personal a su despacho. Ningún cuadro rompía la encalada monotonía de las paredes, por ninguna parte había señales de esa alianza simbiótica que surge cuando un matrimonio tiene que estar mirándose cara a cara durante las horas de trabajo.

Ma Liping, ¿felizmente casado? Era ridículo.

La mirada de Jericho se posó entonces en una pequeña puerta cerrada situada frente al escritorio. Era algo interesante, pero cuando Ma dejó el té sobre la mesa y la abrió, pudo ver solamente, de pasada, unos azulejos, un lavabo y un pedazo de espejo. No había transcurrido todavía ni un minuto cuando el hombre apareció de nuevo, con las manos en la bragueta, y a Jericho no le quedó más remedio que aceptar que ese supuesto acceso era un servicio.

Pero ¿por qué Ma vigilaba aquel maldito cuarto? ¿A quién esperaba o temía encontrar allí?

Jericho suspiró. Durante una hora se mantuvo paciente y fue testigo del momento en que Ma, con la foto del colgante delante de los ojos, juntó una variedad de pendientes más o menos adecuados y aprovechó la inesperada aparición de una clienta para endosarle una vajilla de notable fealdad. Observó a Ma mientras sacaba brillo a sus garrafas de cristal y comía guindillas secas de una bolsa, hasta que la lengua empezó a quemarle. Hacia las tres entró en la tienda la llamada «esposa». Supuestamente no observados, en el estado de familiaridad de un matrimonio en que ambos estaban, uno habría esperado verlos intercambiar algún beso, un pequeño gesto de intimidad. Sin embargo, se trataron como dos desconocidos, hablaron durante un par de minutos y, a continuación, Ma cerró la puerta de entrada, le dio la vuelta al cartel de «Abierto/Cerrado» y ambos pasaron a la habitación trasera.

Lo que vino a continuación no necesitaba sonido.

Ma abrió la puerta del lavabo, dejó entrar a su mujer y echó otra ojeada vigilante en todas direcciones antes de cerrar de nuevo a sus espaldas. Jericho esperó en suspense, pero la pareja no volvió a salir. No lo hizo pasados dos minutos, ni cinco ni diez. Sólo media hora después, Ma irrumpió de repente en la habitación y en el recinto delantero, donde, al otro lado de la entrada de cristal, pudo verse la silueta de un hombre. Como hechizado, Jericho observó fijamente la puerta semiabierta del retrete e intentó distinguir algún reflejo en el espejo del baño, pero aquel cuarto destinado a las necesidades siguió ocultándole su secreto. Entretanto, Ma había dejado pasar al recién llegado, un tipo con cuello de toro, rapado, que vestía una chaqueta de cuero; luego volvió a correr el cerrojo y caminó delante del hombre en dirección a la habitación trasera, donde ambos se dirigieron al retrete y se esfumaron en su interior.

Asombroso. O bien a aquel «trío infernal» le gustaba reunirse en un espacio más que reducido, o el retrete era más grande de lo que pensaba.

¿Qué hacían allí esos tres?

Transcurrió más de hora y media. A las cinco y diez, el de la chaqueta de cuero y la mujer se materializaron de nuevo en el despacho y salieron a la parte delantera. Esta vez fue ella la que quitó el cerrojo a la tienda, dejó salir al calvo y lo acompañó, para lo cual cerró de nuevo la puerta cuidadosamente. Ma no se dejó ver. A partir de las seis, según estimó Jericho, su empeño estaría dedicado a los clientes y a las ventas y, más explícitamente, se concentraría en hallar los pendientes que sirvieran de complemento al colgante, pero hasta entonces era imposible saber las monstruosidades que estaría haciendo aquel tipo. Entretanto, el detective creía haber comprendido a qué propósito servía aquella segunda cámara que vigilaba la oficina. Confiado en que nadie lo observaba cuando se sumergía en el maravilloso mundo del retrete, Ma quería evitar, igualmente, que alguien lo estuviera esperando a su regreso. Probablemente la cámara emitiera su imagen también dentro del servicio.

Jericho ya había visto suficiente. Tenía que pillar al tipo por sorpresa, pero ¿estaría Ma desprevenido? ¿Lo estaba alguna vez?

Rápidamente, deslizó el móvil en el bolsillo de su chaqueta, bajó del coche y venció en pocos minutos el camino a pie hasta el edificio de la fábrica, al tiempo que trazaba un plan de combate. Tal vez habría hecho mejor en llamar a las autoridades locales para que le sirvieran de refuerzo, pero éstas se cerciorarían antes. Si bloqueaban sus pesquisas, podría irse de regreso a Shanghai, y Jericho estaba firmemente decidido a ir hasta el fondo del misterio del cuarto trasero. Su arma era una Glock extraplana, y reposaba a buen recaudo sobre el lado de su corazón. Esperaba no tener que hacer uso de ella. Tenía a sus espaldas demasiados años de existencia salpicada de sangre y sudor, demasiado trabajo operativo en el frente, en cuyo transcurso tanto él como sus enemigos, o ambos, habían tenido que ser tratados de urgencia. El pómulo junto a la calle adoquinada, el regusto de la suciedad y de la sangre en la boca, todo eso había acabado. Jericho no tenía deseos de volver al frente de combate. No otorgaba ningún valor a la sonrisa huesuda de aquel jovencito que había participado hasta entonces en todos los tiroteos, que había allanado cada edificio junto a él, metiéndose en todos los nidos de serpientes imaginables, sin estar nunca nadie del lado de los que recogían la cosecha. Por última vez, en ese «paraíso de los pequeños emperadores» se dejaría mezclar con aquel calavera, con la esperanza de ganárselo como aliado, a pesar de su escasa fiabilidad.

Entró al patio de la fábrica, lo atravesó con paso decidido y subió la rampa. Como había esperado, el cartel de la tienda de compraventa anunciaba que estaba cerrada. Jericho tocó el timbre larga e insistentemente para ver si Ma se dignaba salir del lavabo o se hacía el muerto. En efecto, la cortina de cuentas se partió en dos tras el tercer timbrazo. Ma rodeó el enorme mostrador con elegancia minusválida, abrió y clavó su mirada desfigurada por las dioptrías en el aguafiestas.

—Sin duda es un error mío —dijo en tono reprimido—. Pensé que le había dicho a las seis de la tarde, pero probablemente...

—Eso fue lo que me dijo —le aseguró Jericho—. Lo siento, pero necesito esos pendientes más temprano de lo que habíamos acordado. Le ruego perdone mi insistencia. Ya sabe, las mujeres... —Jericho extendió los brazos en un gesto de indefensión—. Ya me entiende.

Ma mostró una sonrisa forzada, se apartó a un lado y lo dejó entrar.

—Le enseñaré lo que he encontrado —dijo—. Perdone que haya tenido que esperar tanto, pero...

—Soy yo el que tiene que disculparse.

—No, de ningún modo. Es culpa mía. Estaba en el baño. Bueno, veamos.

«¿En el baño?» Perplejo, Jericho se dio cuenta de que Ma acababa de darle la palabra clave.

—Me resulta embarazoso pedírselo —dijo el detective, balbuceando—, pero...

Ma lo miró fijamente.

—¿Podría utilizarlo?

—¿Utilizarlo?

—Sí, su baño —añadió Jericho.

Las manos del hombre cobraron vida propia; inquietas, empujaron los pendientes sobre el ralo terciopelo de la base. Una tosecilla subió por su garganta, luego otra. Era como un conjunto de pequeños animales viscosos y huidizos. De repente, Jericho tuvo la horrenda visión de un saco de forma humanoide lleno de bichos pululantes, irisados y quitinosos que movían la envoltura de Ma Liping e imitaban los gestos humanos.

Animal Ma.

—Por supuesto. Venga.

Ma apartó la cortina de cuentas, y Jericho entró en la trastienda. La segunda cámara clavó su oscuro ojo en él.

—Por cierto, tengo que... —Ma se interrumpió—. No suelo estar preparado para esto, ya sabe. Si me espera un segundo, le buscaré una toalla limpia —dijo indicándole a Jericho el escritorio. Abrió la puerta del lavabo, pero sólo una rendija que le permitiera entrar—. Un instante, por favor —dijo, y cerró la puerta a sus espaldas.

Jericho agarró el pomo de la puerta y la abrió de golpe.

Como un rayo, examinó el escenario. Un lavabo, efectivamente, un recinto alto y estrecho. Vio las siluetas de insectos muertos en el cristal ahumado de la lámpara del techo. En algunos puntos, los azulejos se habían desprendido, había ranuras mohosas, un espejo empañado y lleno de manchas, cierto resto de óxido amarillento en el lavamanos, y el váter no era más que un agujero en el suelo. En la pared trasera, una percha para ropa, si es que podía llamársele pared a algo que estaba semiabierto; se trataba de una puerta camuflada que Ma había olvidado cerrar con las prisas por atender a Jericho.

Y en medio de todo aquello, Animal Ma Liping, que en ese instante pareció consistir únicamente en un par de ojos —con aquella mirada aumentada artificialmente—, y una suela de zapatos que se abalanzó sobre el detective a toda velocidad y lo golpeó en el pecho.

Algo crujió. La patada le sacó todo el aire de los pulmones y lo arrojó al suelo. Jericho vio al chino aparecer en el marco de la puerta, mostrando los dientes, sacó la Glock de la sobaquera y apuntó. El otro retrocedió, se volvió. Jericho se puso en pie, pero no fue lo suficientemente rápido para evitar que su rival se le escapara a través de la oscuridad del pasillo. La pared trasera se movió de un lado a otro. Sin detenerse ni un instante, Jericho irrumpió al otro lado, se paró en el inicio de la escalera y vaciló. Un olor peculiar le golpeó la cara, una mezcla de moho y dulzor. En lo profundo, se oyó el eco de los pasos de Ma, pero luego todo quedó en silencio.

No debía bajar allí. Fuera lo que fuese lo que se ocultara en ese sótano, ya había resuelto el misterio del lavabo. Ma estaba en la trampa. Era mejor llamar a la policía, dejarla que hiciera el resto, la parte sucia del trabajo, y permitirse un buen trago.

Pero ¿y si Ma no estaba en la trampa?

¿Cuántas entradas y salidas tenía el sótano?

Jericho recordó el «paraíso». Distribuido a través del organismo de la World Wide Web, las páginas de pedófilos se multiplicaban como heridas ulcerosas que contagiaban a la sociedad sin perspectivas de cura. La perfidia con la que se vendía la «mercancía» no tenía parangón. Y precisamente ahora, desde aquel sótano, le llegó un ruido fantasmalmente tenue. Un gimoteo que se interrumpió de manera abrupta.

Luego no se oyó nada más.

Estaba decidido.

Con el arma en ristre, Jericho fue bajando lentamente. Lo más extraño era que, a cada paso que daba, el silencio parecía condensarse más, un medio enriquecido químicamente por el moho y la podredumbre a través de la que ahora se movía, un éter que se tragaba todo ruido. El olor ganó en intensidad. La escalera se torcía en una curva, seguía bajando y desembocaba en un sótano en penumbra, sostenido por varias columnas de ladrillo. Tan silenciosamente como le fue posible, Jericho puso un pie en el suelo manchado de penumbra, aguardó y aguzó la vista. Una tela metálica rodeaba algunas de las columnas, otras estaban unidas por tablones y eran, por su apariencia, como cobertizos provisionales. Desde el borde de la escalera no podía distinguirse lo que contenían; sin embargo, al final del recinto Jericho percibió algo que acaparó su atención.

Un plató de rodaje.

Sí, eso era exactamente. Cuanto más se acostumbraban sus ojos a la penumbra, tanto más claro veía que allí se rodaban películas. Falanges de focos apagados, colgados de atriles o del techo, iban disociándose de la oscuridad. Había sillas plegables, una cámara sobre un trípode. El plató parecía estar dividido en secciones; algunas de ellas estaban provistas de utensilios, otras estaban vacías, probablemente fueran algo así como una
green box
destinada a crear ciertos ambientes virtuales. Jericho continuó avanzando, cubriéndose hacia todos los lados; identificó camas pequeñas, muebles, juguetes, un paisaje artificial con una casita para niños, céspedes y árboles, una camilla de quirófano como la de una sala forense. Algo en el suelo mostraba un inquietante parecido con una sierra. Unas jaulas colgaban del techo, rodeadas por infinidad de aparatos y una cosa que muy bien podía ser una pequeña silla eléctrica; en la pared había herramientas en sus fundas o, mejor dicho, más que herramientas, se trataba de cuchillos, tenazas y ganchos... En fin, una cámara de torturas.

En algún punto de toda aquella locura se escondía Ma.

Jericho continuó andando con el corazón latiéndole frenéticamente, colocando un pie delante del otro con cuidado, como si atravesara una superficie de hielo que amenazara con romperse. Entonces llegó a la altura de la mazmorra. Volvió la cabeza.

Un niño lo miró.

Estaba sucio y desnudo, tendría unos cinco años. Sus dedos se habían aferrado a la tela metálica, pero sus ojos parecían apáticos, casi sin vida, como los que uno puede ver en gente que se ha sumergido en lo más hondo de sí misma. Jericho volvió la cabeza hacia el otro lado y vio, en la jaula situada enfrente, a dos niñas cubiertas únicamente con escasa ropa. Una de ellas, muy pequeña, yacía en el suelo, al parecer dormía, mientras la otra, de mayor edad, estaba sentada con la espalda apoyada contra la pared y sostenía entre los brazos un animalito de tela. Con expresión de letargo, le mostró su rostro hinchado al detective y le clavó unos ojos oscuros y tristes. Entonces pareció comprender que aquel hombre no pertenecía al círculo de personas que frecuentaban el lugar.

La niña abrió la boca.

Jericho negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. La niña asintió. Con el arma apuntando hacia adelante cuan largo era su brazo, miró en todas direcciones, cerciorándose una y otra vez, y se aventuró cada vez más en aquel infierno de pequeños emperadores. Aparecieron más niños, pero fueron pocos los que notaron su presencia. A los que alzaban la cabeza, el detective les indicaba que guardaran silencio. De jaula en jaula, las cosas se iban poniendo cada vez peor. Suciedad, abandono, apatía, miedo. Sobre una de aquellas mantas mugrientas yacía un lactante. Algo oscuro golpeó contra uno de los barrotes y le ladró; Jericho retrocedió instintivamente, se volvió y contuvo el aliento. El olor dulzón parecía tener su origen justo delante de él. El detective oyó el zumbido de las moscas y vio algo que se arrastraba rápidamente por el suelo...

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