Authors: Schätzing Frank
Lo que tenía que funcionar funcionaba.
Además, nadie vería que no habían acabado a tiempo. A menos que los huéspedes abrieran alguna de las puertas tras las cuales no se les había perdido nada. En la mayoría de las habitaciones había desorden de herramientas, se amontonaban los sacos de cemento y las labores de pintura sólo se habían terminado a medias. A sabiendas de que no podrían acabar para el día de la inauguración oficial, Lynn había puesto todo su orgullo profesional en la terminación de las suites que necesitaban. Solamente una parte de la cocina estaba en funcionamiento, suficiente para mimar a aquel grupo de invitados, pero en ningún modo para satisfacer las necesidades de los trescientos huéspedes para los que estaba realmente concebido el hotel.
Lynn se detuvo brevemente y contempló el vapor centelleante que había crecido entre el basalto. Como si su inmovilidad constituyera una señal, centenares de aves marinas alzaron el vuelo desde un acantilado cercano, con chillidos hambrientos y agudos, y formaron en el aire una tupida nube que se desplazó tierra adentro. Lynn se estremeció. Se imaginó a los pájaros cayendo en picado sobre las instalaciones, llenándolas de heces, picoteando y arañándolo todo, persiguiendo a las pocas personas presentes hasta que éstas se despeñaran en el mar. Vio cuerpos flotando en la piscina, vio la sangre mezclarse con el agua. Los supervivientes corrían hacia ella y le preguntaban a gritos por qué no había impedido el ataque y, de todos, el que más le gritaba era Julian, su propio padre. También los empleados del hotel se detuvieron. Sus miradas, inseguras, alternaban entre Lynn y el hotel, ya que de repente su jefa parecía hallarse en el mismísimo Juicio Final.
Tras un minuto de total rigidez, Lynn reaccionó y continuó avanzando por el sendero de la costa en dirección al puerto.
Andrew Norrington la vio continuar. Desde aquella altura situada por encima de la piscina, donde se había apostado, tenía una vista panorámica sobre amplias zonas de la orilla oriental de la isla. En el puerto, una bahía natural ampliada a golpe de dinamita, estaban anclados varios pequeños barcos, sobre todo botes patrulla y algunas Zodiac, todas marcadas con la característica O de Orley Enterprises. El puerto podría haberle ofrecido sitio al yate de Rebecca Hsu, pero ni en sueños pensaba Norrington en darle un trato especial a la taiwanesa. Todos los demás invitados se habían atenido al acuerdo de hacerse llevar a la isla en los helicópteros de la empresa. ¿Por qué no ella? Hsu podía darse por satisfecha de haber podido entrar con su yate en las aguas territoriales de la isla.
Mientras bajaba hasta la piscina, pensó en la hija de Julian. Aunque Lynn no le caía especialmente bien, sentía respeto por su autoridad y su competencia. Ya en sus años jóvenes, había tenido que asumir un exceso de responsabilidades y había conseguido, a pesar de todos los envidiosos y los escépticos, poner Orley Travel a la cabeza de las empresas turísticas. No cabía duda de que el hotel Stellar Island estaba entre sus obras más brillantes, aun cuando todavía quedaran algunas cosas por hacer. De todos modos, ¡se quedaba muy corto comparado con el OSS Grand y el Gaia! Nadie había construido algo comparable jamás. Con casi cuarenta años, Lynn se había convertido con ello en la leyenda del consorcio, y esos dos hoteles
sí
que estaban terminados.
Norrington alzó la cabeza y parpadeó ante los rayos del sol. Ensimismado, se sacudió del hombro una araña del tamaño de una mano, entró al área de la piscina por un camino lateral cubierto de helechos y coníferas y sacó a patrullar su mirada. Entretanto, casi la totalidad de los integrantes de aquel grupo de viajeros se había reunido al borde de la piscina. Se repartían bebidas y canapés, y la gente se presentaba en voz alta. Julian había escogido a los participantes de manera inteligente. En conjunto, aquel grupo tan variopinto valdría unos cuantos centenares de miles de millones de dólares: había allí idealistas como Mukesh Nair, oligarcas de la calaña de Rogachov y personajes como Miranda Winter, que por primera vez veía su cerebro de guisante ante la tarea de invertir su dinero de un modo razonable. A todos pensaba Orley aligerarlos de una parte de su fortuna. En ese momento hacía su entrada Evelyn Chambers, quien mostró a todos una sonrisa radiante. A Norrington le parecía que aún tenía una figura notable. Tal vez había engordado un poquito con los años, pero nada comparable a la progresiva forma esférica de Rebecca Hsu.
Norrington continuó, preparado para cualquier cosa.
—¡Mimi! ¡Marc! Qué alegría veros.
Chambers había conseguido controlar su fobia y era capaz otra vez de establecer una comunicación. A Mimi Parker la unía algo parecido a una amistad, y Marc era sencillamente un buen tipo. Le dirigió una señal de saludo a Momoka Omura e intercambió unos besitos con Miranda Winter, que saludaba a cada recién llegado con un «Guauuuuu» digno de una señal de alarma, al que luego añadía un animado «Oh,
yeah!».
La última vez que Chambers había visto a Winter, ésta llevaba el pelo largo y teñido de color azul acero; hoy lo llevaba corto y teñido de rojo chillón, lo que incitaba a asociarla con una señal de alarma de incendios. La frente de la ex modelo estaba adornada con una afiligranada aplicación. Los senos habían sido metidos a la fuerza en un vestido que cubría precariamente el abultamiento planetario de su trasero, y tenía un corte tan estrecho en la cintura que uno temía que la señora Winter fuera a partirse en dos mitades de un momento a otro. Con veintiocho años, era la más joven del grupo, pero tenía tal historial de operaciones de cirugía estética que sólo una documentación de las mismas ofrecía salario y manutención a cientos y cientos de reporteros del corazón, por no hablar de sus divagaciones, sus excesos y las repercusiones de su proceso.
Chambers señaló el detalle ornamental de la frente.
—Es bonito —dijo, esforzándose fervientemente por no sucumbir a la masiva constelación doble del escote de Winter, que parecía tirar de su mirada con violencia hacia abajo. Todos sabían que el apetito sexual de Chambers se dirigía tanto a los hombres como a las mujeres. Haber hecho pública su vida íntima, que se supiera que vivía en un
ménage à trois
con su marido y su amante mujer, le había costado la candidatura en Nueva York.
—Es de la India —respondió Winter, complacida—. Ya sabes que la India está en las estrellas, ¿no?
—¿Ah, sí?
—¡Sí! ¡Imagínate! Las estrellas dicen que avanzamos hacia una era india. Es maravilloso. En la India se iniciará la transformación. La humanidad cambiará. Primero la India y luego el resto del mundo. Jamás volverá a haber guerras.
—¿Quién afirma eso, corazón?
—Olinda.
Olinda Brannigan era una inmemorial actriz hollywoodiense radicada en Beverly Hills, tan seca como un bacalao. Miranda la usaba para que le tirara las cartas y le predijera el futuro.
—¿Y qué más nos dice Olinda?
—No debemos comprar ningún artículo chino. China se hundirá.
—¿A causa del déficit comercial?
—No, de Júpiter.
—¿Y qué clase de vestido es ese que llevas?
—Oh, ¿éste? Es bonito, ¿verdad? Es de Dolce & Gabbana.
—Deberías quitártelo.
—¿Cómo? ¿Aquí? —Winter miró furtivamente a su alrededor y bajó la voz—. ¿Ahora?
—Es chino.
—¡Venga ya! Son italianos, ellos...
—Es chino, corazón —repitió Chambers, disfrutando el momento—. Rebecca Hsu compró Dolce & Gabbana el año pasado.
—¿Es que esa mujer tiene que comprarlo todo? —repuso Winter, quien por un momento pareció sentirse sinceramente afectada. Pero entonces su naturaleza radiante volvió a tomar el control—. Tal vez Olinda se equivocase —dijo extendiendo los dedos y sacudiéndolos—. ¡En cualquier caso, me alegra muchííííísimo hacer este viaje! ¡Me pasaré todo el tiempo chillando!
Chambers no dudó ni por un momento de la seriedad de la amenaza. Hizo entonces un planeo con la mirada y vio a los Nair, a los Tautou y a los Locatelli inmersos en una charla. Olympiada Rogachova se unió al grupo, mientras que Oleg Rogachov la observaba. A continuación, el ruso le hizo un gesto de asentimiento y se dirigió al bar. Poco después regresó con una copa de champán en la mano, se la entregó y puso su habitual sonrisa de esfinge.
—De modo que también en el espacio estaremos a merced de su juicio —dijo en un inglés marcado por un fuerte acento eslavo—. Todos tendremos que prestar mucha atención a lo que decimos.
—He venido en un viaje privado —repuso ella, dirigiéndole un guiño al ruso—. De todos modos, si tuviera usted la apremiante necesidad de confiarme alguna cosa...
Rogachov rió en voz baja sin que el frío cortante de su mirada cambiara un ápice.
—Lo haré, sin duda, sólo por contar con el privilegio de su compañía —dijo mirando hacia la plataforma. Entretanto, el sol estaba muy por debajo de la giba del volcán e iluminaba la isla artificial con colores cálidos—. ¿También tuvo que vencer usted un entrenamiento preparatorio? La gravedad no es cosa para todo el mundo.
—Sí, en el Orley Space Center —dijo Chambers, y bebió un trago—. Vuelos parabólicos, simulaciones en la piscina de buceo, todo el programa. ¿Y usted?
—Hice un par de vuelos suborbitales.
—¿Está nervioso?
—Curioso.
—Ya sabe lo que se propone Julian con este espectáculo.
El comentario se quedó flotando en el aire, listo para que alguien lo retomara. Rogachov volvió la cabeza hacia ella.
—Y a usted le interesa saber qué opinión me merece el asunto.
—No estaría usted aquí si no lo hubiera pensado seriamente.
—¿Y usted?
Chambers rió.
—Olvídelo. Yo, en este grupo, soy la cenicienta, la pariente pobre. Poco debe de haberse fijado él en mis ahorros.
—Si todas las cenicientas pudieran mostrar el estado de su fortuna, Evelyn, el mundo estaría gobernado por sirvientas.
—La riqueza es relativa, Oleg, eso no hace falta que se lo explique. Julian y yo somos viejos amigos. Me agrada repetirme a mí misma que esa circunstancia lo movió a acogerme en este grupo, pero, por supuesto, tengo claro que yo administro un capital mucho más valioso que el dinero.
—La opinión pública —asintió Rogachov—. Yo, en su lugar, también la habría invitado.
—¡Usted, en cambio, sí que es rico! Casi todos los aquí presentes lo son, verdaderamente ricos. Si cada uno de ustedes arroja una décima parte de su fortuna en el bote, Julian podrá construir un segundo ascensor y una segunda OSS.
—Orley no le permitirá a ningún inversionista influir de manera considerable en los destinos de su empresa. Además, yo soy ruso, y los rusos tenemos nuestros propios programas. ¿Por qué iba yo a apoyar a la industria aeroespacial estadounidense?
—¿Lo dice en serio?
—Dígamelo usted misma.
—Porque es usted un hombre de negocios. Puede que Estados Unidos tenga ciertos intereses, pero ¿de qué sirven esos intereses cuando carecen del dinero y del
know-how?
Julian Orley ha sacado de la ruina el programa espacial estadounidense y, con ello, ha conseguido también sellar su fin. Él es ahora el jefe. Los programas espaciales que merecen mención hoy en día están todos, casi exclusivamente, en manos privadas, y la ventaja de Julian en ese sector es astronómica. Incluso en Moscú debe de haberse difundido ya el rumor de que a él se la refanfinflan los intereses nacionales de nuestro gobierno. Él, sencillamente, anda en busca de gente que piense de forma parecida.
—También podría decirse que a Julian se la refanfinfla la lealtad.
—La lealtad de Julian responde a ciertos ideales, lo crea usted o no. El hecho es que él puede arreglárselas perfectamente sin la NASA, pero la NASA no puede salir adelante sin él. El año pasado presentó un plan a la Casa Blanca sobre cómo los estadounidenses podrían financiar un segundo ascensor, con lo cual, en su condición de proveedor de
know-how
se habría colocado voluntariamente en una fuerte situación de dependencia. Pero, en lugar de aprovechar la ocasión, de atarlo a ellos, el Congreso vaciló y expresó sus dudas. Estados Unidos aún no ha comprendido que, para Julian, el país no es más que un inversionista.
—Y puesto que actualmente el poder de ese inversionista parece ser escaso, Julian amplía el círculo de sus posibles socios.
—Exacto. A él le da igual que los socios sean rusos o marcianos.
—No obstante, ¿por qué no iba yo a invertir en el programa espacial de mi país?
—Porque primero tendría usted que preguntarse si pretende confiarle su dinero a un Estado que, sí, representa a su patria, pero que tecnológicamente se encuentra desesperadamente a la zaga.
—El programa espacial ruso también ha sido privatizado y tiene la misma capacidad de funcionar que el estadounidense.
—Pero ustedes no tienen a un Julian Orley. Ni tampoco hay ninguno a la vista. No lo hay en Rusia, ni en la India ni en China. Ni siquiera los franceses o los alemanes tienen uno. Japón no avanza. Si usted, sólo por orgullo nacional, invierte su dinero en el intento de inventar algo que hace mucho tiempo que ha sido inventado por otros, entonces no podrá decirse de usted que sea un hombre leal, sino un sentimental —dijo Chambers, mirándolo—. Y no es usted alguien que tienda a los sentimentalismos. Usted sólo se atiene a las reglas del juego en Rusia, eso es todo. Pero, aparte de eso, se siente tan poco atado a su país como Julian a cualquier otra cosa.
—Cuántas cosas cree usted saber acerca de mí.
Chambers se encogió de hombros.
—Yo sólo sé que Julian no le paga a nadie el viaje más caro del mundo por mera filantropía.
—¿Y usted? —le preguntó Rogachov a un hombre de complexión atlética que se les había unido en el transcurso de la conversación—. ¿Por qué está usted aquí?
—Por culpa de una desgracia. —El hombre se acercó y le tendió la mano a Evelyn Chambers—. Carl Hanna.
—Soy Evelyn Chambers. ¿Se refiere usted al atentado a Palstein?
—Era él quien debería haber volado en mi lugar. Sé que no debería alegrarme teniendo en cuenta esas circunstancias...
—Pero ha dado usted el paso al frente y de todos modos se alegra. Ningún problema.
—En cualquier caso, es un placer conocerla. Veo «Chambers» siempre que puedo. —La mirada del hombre se dirigió al cielo—. ¿Va a producir algún programa desde ahí arriba?
—No se preocupe, permaneceremos en un plano privado. Julian quiere rodar un
spot
publicitario conmigo en el que yo alabe las bellezas del universo, a fin de atraer al turismo espacial. ¿Conoce ya a Oleg Alexéievich Rogachov?