Authors: Schätzing Frank
—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?
—El texto al que se debe tal alarma está bastante mutilado. Es sólo un fragmento, pero lo poco que nos ha enviado no se interpreta precisamente como una historia con final feliz.
—¿Qué es exactamente?
—Se lo enviaré.
Unas líneas aparecieron en una pantalla aparte. Lynn leyó el texto una primera vez, una segunda y una tercera, con la esperanza de que el nombre de Orley desapareciera de él, pero cada vez que lo leía, el nombre sólo parecía agrandarse más y más. Como paralizada, miró fijamente el documento y sintió acercarse la oleada negra del pánico, como si la charla con
Island-II
jamás hubiese tenido lugar.
«Nadie allí sospecha todo.»
—¿Y bien? —quiso saber Hoff—. ¿Cuál es su opinión?
—Es un fragmento, como usted bien ha dicho. —No debía dejar que se le notara ningún síntoma de inseguridad—. Es un enigma. En tanto que no conozcamos el contenido completo, es probable que interpretemos más cosas de lo que dice el texto propiamente dicho.
—Tu teme que se produzca un ataque contra el Gaia.
—Eso es un poco exagerado, estamos bastante lejos, ¿no le parece?
—Depende de cómo se lo tome uno.
—En ninguna parte dice cuándo tendrá lugar esa operación.
—Eso también se lo dije yo. Pero, por otro lado, no deberíamos ignorar el incidente.
—¿Qué incidente, Edda? Para decidir si se ignora o no, primero debemos saber qué es, ¿no? Sin embargo, no sabemos absolutamente nada. Orley tiene instituciones por todo el mundo, si hay alguien que quiere hacernos daño realmente, no tiene por qué afectar al Gaia. ¿Cómo se le ocurrió la idea a ese empresario chino?
—Por las noticias actuales.
—Ah, entiendo. —Su razonamiento volaba a toda velocidad. Los perfiles de la habitación parecían difuminarse—. Bueno, es cierto, el hotel goza de un máximo de novedad, pero eso no significa al mismo tiempo el mayor potencial de peligro. En cualquier caso, en estos momentos no sería conveniente que tengamos aquí arriba ningún tipo de inquietud. Eso usted lo entiende, ¿verdad, Edda? ¡No con estos huéspedes! No podemos arriesgarnos, de ningún modo, a asustar a unos inversionistas potenciales con esa historia.
—Yo no pretendo asustar a nadie —dijo Hoff, ligeramente indignada—. Sólo hago mi trabajo.
—Por supuesto.
—Además, no pretendía importunarla a usted con este asunto, sino a Dana Lawrence, pero ha sido usted quien ha respondido a mi llamada. Y yo no soy tonta, Lynn. Sé que están ustedes rodeados de inversionistas, gente muy importante, superrica y superfamosa. Pero ¿acaso no es esa constelación la que habla en favor de la tesis de un peligro para el hotel?
Lynn guardó silencio.
—Sea como sea —dijo finalmente—, ha hecho usted lo correcto al informarnos tan rápidamente. Mantendremos los ojos bien abiertos aquí arriba, y usted debe hacer exactamente lo mismo. Extreme la vigilancia. ¿Ha hablado ya con Norrington y con Shaw?
—No. Lo primero que hice fue investigar al tal Tu.
—¿Y?
—Es un millonario de la primera hora que se ha hecho a sí mismo. Extremadamente exitoso. Tiene una fragua de alta tecnología para holografía y entornos virtuales en Shanghai. He encontrado algunas entrevistas y artículos que se ocupan de él. Definitivamente no es ningún chiflado.
—Bien. Manténgase al tanto. Infórmeme si puedo hacer algo en relación con esto. Ah, ¿Edda?
—¿Sí?
—Si averigua algo más, hable conmigo antes que con nadie.
—Bueno, también están Norrington y Shaw, por supuesto, tendría que...
—Sí, claro que sí. Hasta luego, Edda.
Lynn puso fin a la conversación y se quedó mirando fijamente hacia adelante. A los pocos minutos, Lawrence subió de nuevo desde el «inframundo». Lynn se incorporó, sonrió y le deseó buenas noches a la gerente del hotel, sin gastar una sola palabra sobre la llamada de marras. Con paso lento, abandonó la central de control, subió en el ascensor hasta los redondos senos de Gaia, se metió en su suite apenas la escotilla se abrió un tramo, se precipitó dentro del cuarto de baño, sacó el paquete de pastillas verdes y se metió tres de ellas en la boca, esforzándose, mientras tragaba, por abrir un frasco de color oscuro lleno de unas cápsulas con forma y aspecto larvario.
El frasco se le resbaló de las manos y cayó.
Con rápidos movimientos, extendió la mano hacia el frasco y lo tocó. Dos de aquellas larvas subieron arrastrándose convulsivamente hasta la temblorosa palma de su mano. Con prisa, se las llevó a los labios y las tragó con un poco de agua. Cuando alzó la cabeza, vio de frente, con la vista clavada en ella, el desolado rostro de una gorgona, con los cabellos rizados de serpientes, y a Lynn no la habría asombrado en absoluto si, de pronto, hubiera quedado petrificada por el efecto de aquella mirada, la suya propia. Seguía percibiendo aquella sensación de estar despeñándose en un abismo sin fondo. Las pastillas no surtían efecto, por lo menos no lo suficientemente rápido; Lynn seguía cayendo, sumergiéndose en un estado de locura, porque si aquello no hacía efecto, perdería la razón, se volvería loca, loca...
Fuera de sí, corrió al salón; olvidándose por un instante de la escasa gravedad, se golpeó con violencia contra la pared y cayó de espaldas, casi justo en el sitio al que pretendía llegar, aunque no de esa manera. En fin, daba igual. Allí, delante de sus narices, estaba el minibar. Cola, agua, zumo, lo sacó todo, detrás tenía que haber una botella de vino tinto o, aún mejor, el whisky, la pequeña dosis de emergencia que había introducido de contrabando, aunque en la Luna, en realidad, el alcohol no se debía... Blablablá... De modo que, venga, de un solo trago...
El bourbon se vertió en su esófago, causándole dolor. A cuatro patas, se arrastró de vuelta al cuarto de baño mientras su pecho se estremecía debido a la erupción inminente; no obstante, Lynn consiguió llegar hasta el retrete, se inclinó sobre la tapa y lo devolvió todo en un surtidor con forma de arco: el whisky, las pastillas, todo el contenido de su estómago. Debido a la presión, el vómito golpeó contra las paredes de cerámica y unas porciones de él retornaron a su cara. ¿Dónde estaban las pastillas? Un olor agrio y punzante le hirió la nariz, sacándole lágrimas a los ojos. No podía ver nada. Continuó sintiendo arcadas, aunque ya no quedaba nada por vomitar, hasta que por fin pudo liberarse de la maldición de la taza del retrete y se vino abajo a un lado. Gimiendo e inmóvil, quedó tumbada sobre el sudor y el vómito, mirando fijamente al techo..., y de pronto pudo tomar aire de nuevo.
«Tim.»
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había dicho que debía hablar con Tim. ¿Dónde estaba su hermano? ¿En la cena? ¿Habrían empezado ya? Eran las ocho y veinte, estúpida, claro que habían empezado. Un breve saludo desde la cocina, parafernalia de espumas y esencias hechas a partir de cualquier porquería..., a fin de cuentas, eso también lo vomitaría, pero ahora tenía que ir, no podía quedarse allí eternamente, hasta que alguien fuera a derribar la puerta.
«El miedo es un fenómeno físico.»
Exacto, máquina sabelotodo. ¡Oh, Sócrates!
«Ese retraimiento físico, Lynn, es la razón por la que concedes una importancia tan desmedida a tus pensamientos, hasta el punto de que éstos pueden arrastrarte a un verdadero infierno.»
Con cautela, Lynn se incorporó. Le retumbaba el cráneo. Se sentía como si hubiera estado todo un año secándose bajo el sol del Sahara, pero su mente funcionaba de nuevo, y las cuerdas desgarradas de sus nervios empezaban a vibrar otra vez lentamente. Como una anciana, se levantó a duras penas y se miró al espejo.
—Dios santo, qué aspecto tan horrible —murmuró.
«Una vez logres relajarte, romperás ese círculo vicioso. Cuanto más intensa sientas tu persona, menos tormento podrán causarte tus pensamientos.»
En fin. En realidad, ya debían de haber comido el primer plato sin ella. Lo que ahora veía en el espejo no podía arreglarse con un poco de maquillaje. En cierto modo, tendrían que hacerle una renovación completa, pero eso también lo conseguiría. Puntualmente para el plato principal, aparecería Selene, con una belleza radiante, la reina de toda simulación.
Un súcubo disfrazado de ángel.
Después de haber enviado mensajes a toda clase de gente con la esperanza de obtener informaciones de dentro sobre el grupo, Tu insistió en que dispusieran de un programa nocturno. A esa hora, algunos de los destinatarios yacían todavía en sus camas en Shanghai o en Pekín; con otros, residentes en Estados Unidos, habló por teléfono o les pidió que le devolvieran la llamada. Bajo cuerda, anunció que prefería cualquier información sobre Zheng proveniente de Estados Unidos, no de China.
—¿Y eso por qué? —preguntó Jericho cuando les sirvieron unos
Wiener Schnitzel
enormes, los típicos filetes empanados estilo vienes, en el legendario restaurante Borchardt.
—¿Por qué? —dijo Tu enarcando las cejas—. ¡Porque Estados Unidos es nuestro mejor amigo!
—Es cierto —confirmó Yoyo—. Cuando los chinos queremos saber algo sobre China, les preguntamos a los americanos.
—Bonitos amigos —comentó Jericho—. El mundo entero tiembla ante vuestra amistad.
—Ah, Owen, venga ya. ¿En serio?
—¡En serio! ¿No has oído hablar de la crisis lunar, parecida a la crisis de los misiles?
Con la punta del cuchillo, Tu levantó el borde de su filete, que se salía del plato, y miró con recelo, como si allí fuera a encontrar la explicación de por qué los europeos no cortaban la carne en trozos que cupieran en la boca. Él habría preferido ir a un restaurante chino, pero había tenido que capitular ante la exclamación a dúo con la que los otros dos le dijeron: «¡No me lo puedo creer!»
—Sí he oído hablar —dijo el chino—. Y me sentí tan mal como tú. Pero tenemos que recordar que China y Estados Unidos no pueden enfrascarse en una guerra. Son gemelos de la economía mundial, están enemistados, pero son como siameses. Tradicionalmente, los archienemigos son los que mejores negocios hacen entre sí, tiene algunas ventajas no simpatizar mucho con tu socio. La simpatía es una tintura que ablanda a la gente a la hora de firmar un contrato; la aversión aguza los sentidos, por eso China practica el comercio de manera extraordinaria con aquellas naciones con las que menos simpatiza, es decir, Estados Unidos y Japón. Si yo, a su vez, quisiera saber algo sobre Estados Unidos, contactaría con el Zhong Chan Er Bu, por supuesto.
—Eso es un lugar común —dijo Jericho, al tiempo que empezaba a comer—. Eso de que la mayoría de los ciudadanos de los regímenes totalitarios se enteran de más cosas sobre sí mismos cuando indagan con aquellos cuyo trabajo es espiarlos. Pero aquí se trata de otra cosa. Tampoco los estadounidenses pueden adivinar lo que piensa Zheng Pang-Wang.
—Correcto. No obstante, sería inteligente preguntar a la CÍA y a la Agencia de Seguridad Nacional, si quieres averiguar algo sobre él. Por mí, también podemos preguntarle al servicio de inteligencia alemán, al SIS, al Sluschba Wneschenei Raswedki, al Mossad, a la inteligencia india. Tú eres detective, Owen, tu filosofía es la infiltración. La de ellos también. Sin embargo, se ha comprobado entretanto que es más fácil infiltrar a los gobiernos que a las corporaciones. —Tu vertió unas gotas de limón sobre su
Wiener Schnitzel.
Al hacerlo, puso una cara como si la carne, al ser tratada de esa manera, fuera a saltar del plato y salir corriendo hacia afuera—. Antes has dicho que Orley Enterprises y Estados Unidos van en pos de la misma cosa, y es cierto. Pero eso sólo ocurre en la medida en que Orley les dicta a los americanos los Parámetros de su programa espacial. Y eso, por supuesto, no quieren oírlo. Detestan esa idea, pero, en realidad, Estados Unidos tiene una situación de total dependencia de Orley. Su programa espacial, todo su concepto en temas energéticos dependen del suero que les inocula el consorcio tecnológico más grande del mundo o, para decirlo con mayor exactitud, dependen del dinero de Julian Orley y
know-how
de sus empleados más capaces. En ese sentido, tal vez Orley sea igual que decir «programa espacial estadounidense», pero Washington no es exactamente lo mismo que Orley. Aunque lo sepas todo sobre los planes del gobierno de Estados Unidos, no por ello lo sabrías todo sobre Orley Enterprises. La empresa es una fortaleza. Un universo paralelo. Un Estado más allá de toda frontera.
—¿Y Zheng?
—En su caso, las cosas son diferentes. Puede que los presidentes estadounidenses tengan ciertos compromisos con los
lobbies
del petróleo, de la industria metalúrgica y armamentística, pero en realidad nunca fueron lo mismo. Por la sencilla razón de que las grandes corporaciones, en los países democráticos, son, por su esencia, privadas. En China, por el contrario, esas corporaciones estuvieron históricamente dentro del aparato del Estado, si bien hacían lo que les venía en gana.
—¿Quiere eso decir que el Partido ha ido perdiendo su poder frente a esos grupos? —preguntó Jericho—. Eso debería sorprenderme.
—Tonterías —dijo Yoyo, negando con la cabeza—. Pérdida de poder significa que alguien te desplaza de tu sitio para gobernar en tu lugar. No obstante, tú sigues ahí, en la oposición. En China, sin embargo, no ha tenido lugar ningún desplazamiento, sino una transformación al cien por cien, una metamorfosis. Por cada comunista veterano que ha muerto, ha venido alguien que lleva obedientemente el carnet de militante en el bolsillo, pero que, a su vez, tiene un puesto clave en una gran empresa orientada según los beneficios.
—Bueno, en Estados Unidos las cosas no son muy distintas.
—Claro que lo son. Washington ha perdido poder frente a Orley Enterprises, un motivo para que el gobierno se enfurezca cuando el clima no es bueno, pero por lo menos hay alguien que se enfurece. En China ya no existen las instituciones estatales que podrían enojarse por una situación así. Se le sigue llamando comunismo a todo, pero se trata de un consorcio corporativo con un mandato de gobierno que se ha otorgado él mismo.
—También puedes verlo desde otra perspectiva —dijo Tu, como si estuvieran moderando juntos un programa de debate político—. China es gobernada por ejecutivos empresariales que, a su vez, tienen un segundo empleo en la política. En el mundo occidental todavía quedan algunos mandatarios aislados que dicen «no» cuando los sectores de la economía privada dicen «sí». Tal vez muy pronto el sonoro «no» se convierta en un «no» por lo bajo, débil y desolado, pero por lo menos se mantiene el rudimento de una postura. En China, sencillamente, tienes que imaginarte un «no» que se compone de muchos «sí». Cuando Deng Xiaoping decidió permitir ciertos amagos de privatización, algunos se preguntaron cuánta privatización estaría permitida a partir de entonces. La pregunta es ahora obsoleta, porque al final lo que quedó privatizado fue el comunismo. —Tu dejó a un lado el tenedor y el cuchillo, cogió el filete empanado entre los dedos y le propinó un mordisco—. Y por eso, Owen, es mucho más sencillo obtener información sobre una corporación china en el extranjero que en la propia China. Para averiguar detalles internos de la empresa de Zheng, basta con conectarse a las labores rutinarias de los servicios de inteligencia de todas las naciones que espían a Pekín. Y, casualmente, conozco a un par de personas en esos ámbitos.