Authors: Schätzing Frank
—Vayamos rápidamente al hotel —decidió Xin—. Luego acabaremos con esto. —El chino parpadeó bajo la luz del sol y se apartó el largo mechón de pelo de la frente—. Berlín debe de ser muy bonito. No obstante, a más tardar esta noche quiero haberme largado de aquí.
Jan Kees Vogelaar, sin embargo, no dormía.
No había pegado ojo en toda la noche, lo que podía atribuirse sin duda al dolor de cabeza que le había causado el golpe propinado por Yoyo con la pata de antílope. Había coincidido con Nyela en que lo mejor era establecerse primero en Francia, donde tenía contactos con jubilados de la Legión Extranjera. Mientras Nyela empezaba a hacer las maletas, él fue fabricando sus nuevas identidades. Lucy Nadine Bombard, descendientes de colonialistas franceses de Camerún, llegarían a París hacia el atardecer.
A las siete y media, Vogelaar llamó a Leto, un amigo medio gabonés que se había mudado a Berlín hacía unos años para estar al lado de su padre blanco en su batalla contra el cáncer. Con él se había encontrado Nyela un día antes en Unter den Linden. Leto había pertenecido a Mamba antes de que la empresa fuera absorbida por la recién fundada African Protection Services, también los había ayudado a inaugurar el Muntu. Era su único hombre de confianza en suelo alemán, si bien no conocía las circunstancias exactas por las que Vogelaar había tenido que huir de Guinea Ecuatorial. Para Leto, la eliminación de Mayé era, en esencia, obra de Ndongo, financiada por algunas potencias extranjeras. Vogelaar había evitado corregir su punto de vista.
—Tendremos que desaparecer —le dijo escuetamente.
Leto, al que por lo visto había sacado de la cama, se olvidó hasta de bostezar a causa de la sorpresa.
—¿A qué te refieres con «desaparecer»?
—A cambiar de país. Han hallado nuestro rastro.
—¡Mierda!
—Eso, una mierda. Y ahora escúchame. ¿Puedes hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Dentro de dos horas, cuando abran los bancos, voy a vaciar nuestras cuentas y tendré que conseguir un par de cosas. Mientras tanto, Nyela bajará al Muntu y recogerá lo que podamos llevarnos de allí. Estaría bien que le hicieras compañía mientras tanto, sólo por si acaso, hasta que yo esté de vuelta.
—Claro.
—Lo mejor será que la recojas arriba, en el piso.
—Lo haré. ¿Cuándo pensáis partir?
—Inmediatamente después del mediodía.
Leto guardó silencio por un instante.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué no te dejan en paz de una vez? Ndongo ya tiene nuevamente el mando desde hace un año. Tú no representas ningún peligro para él.
—Probablemente no haya conseguido superar todavía que yo lo sacara del poder entonces —mintió Vogelaar.
—Eso es ridículo —resopló Leto—. Fue Mayé. A ti sólo te pagaban, no fue nada personal.
—Me basta con que esos tipos hayan aparecido por aquí. ¿Vendrás para acompañar a Nyela hacia las ocho y media?
—Claro, ningún problema.
Una hora y media después, Vogelaar se sumergía en el tráfico matutino. Las fases de los semáforos le parecieron de una lentitud hostil. Cruzó Französische Straße y consiguió llegar hasta Taubenstraße, logró meter su Nissan en la diminuta plaza de aparcamiento y entró en el vestíbulo de su banco. La catedral del capital estaba a tope de gente. Delante de las zonas con los ordenadores y de las ventanillas donde estaban los gestores reinaba el tumulto, como si medio Berlín estuviera planeando largarse junto con él y Nyela. Vio a su gestor enfrente de una anciana de cara sonrosada que daba énfasis a sus disquisiciones con unos golpes de su mano abierta sobre el mostrador de la ventanilla, le hizo una seña de que aguardaría al lado, y fue al trote hasta la sala de espera contigua, se dejó caer en uno de los elegantes sillones de cuero y se enfadó consigo mismo.
Había perdido tiempo. ¿Por qué no había sacado el dinero el día anterior por la tarde?
Entonces recordó que en el momento en que Jericho y su amiga china se hubieran marchado, los bancos, probablemente, ya habrían cerrado. Ello, sin embargo, no apaciguó su enfado. En el fondo, era algo prehistórico tener que estar allí de pie, esperando. Las operaciones bancarias eran cosa de ordenadores, sólo para llevarse consigo a casa la cuenta en efectivo era necesaria su presencia física. Malhumorado, pidió un capuchino. La esperanza de que su asesor bancario lo llamase en los próximos minutos para pedirle que regresara al salón principal del banco parecía amenazada por la verbosidad incontrolable de aquella mujer de cara roja. Además, las otras ventanillas también estaban rodeadas de colas, sobre todo personas mayores y ancianos. La senilización de Berlín parecía estar en pleno apogeo, e incluso en los bulevares más lujosos predominaban las aguas salobres de la preocupación por una vejez a medias asegurada.
Para su sorpresa, su teléfono móvil sonó apenas su labio superior se sumergió en la blanca espuma del café. Balanceando la taza, a fin de llevársela consigo a la sala contigua, se puso de pie, echó una ojeada a la pantalla y comprobó que la llamada no provenía del banco. Era el número de Nelé. Vogelaar se sentó de nuevo, pulsó la tecla «Aceptar» y se comunicó con la esperanza de ver el rostro de su mujer.
En su lugar, apareció Leto, que lo miraba fijamente.
De inmediato comprendió que algo andaba mal. Leto parecía curiosamente consternado. Pero, al mismo tiempo, no. Era más bien como si se hubiese resignado a aquella circunstancia, la de su consternación, y decidido mantener esa expresión facial hasta el final de sus días. Entonces Vogelaar comprendió que ese final ya había llegado hacía rato.
Leto estaba muerto.
—¿Nyela? ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
Fuera quien fuese la persona que sostenía el móvil de Nelé, ésta dio un paso atrás y dejó ver el torso de Leto. El gabonés estaba apoyado contra la barra, en posición torcida. Un rastro de sangre corría delgado por su cuello, casi con timidez.
—No temas, Jan. Lo liquidamos sin hacer ruido. Para que no tengas problemas con tus vecinos.
El que hablaba hizo girar el móvil hacia sí.
—Kenny —susurró Vogelaar.
—¿Te alegras de verme? —Xin le sonrió—. En fin, yo te echaba de menos. Durante todo un año me he devanado los sesos preguntándome cómo conseguiste escapar de mí.
—¿Dónde está Nyela? —se oyó preguntar Vogelaar con una voz que parecía desaparecer en el hueco de un ascensor.
—Espera, te la pasaré. O, mejor dicho, te la mostraré.
Una vez más varió la perspectiva y la cámara abarcó la zona del restaurante. Nyela estaba sentada en una silla, como una escultura de miedo. El brazo de un hombre pálido y calvo se tensaba sobre su torso y la comprimía contra el respaldo de la silla. En la otra mano, el hombre sostenía un bisturí. La punta flotaba inmóvil en el aire, a menos de un centímetro del ojo izquierdo exageradamente abierto de Nelé.
—Esto es lo que hay —dijo la voz de Xin.
Vogelaar se oyó soltar un sonido parecido a un estertor. No podía recordar haber emitido un sonido como ése en toda su vida.
—No le hagas nada —dijo entre jadeos—. Déjala en paz.
—Yo no exageraría la situación —dijo Xin—. Mickey es muy profesional, tiene una mano precisa. Sólo se pone nervioso cuando me pongo nervioso yo.
—¿Qué debo hacer? Dime lo que tengo que hacer.
—Tomarme en serio.
—Te tomo en serio.
—Yo no digo que no lo hagas. —El tono de Xin cambió sin previo aviso, cobró un matiz oscuro, como el de una serpiente—. Por otro lado, sé de lo que eres capaz, Jan. No puedes hacer otra cosa. En este momento, miles de planes se suceden en tu cabeza sobre cómo hacerme una jugarreta. Pero yo no quiero que me la juegues. No quiero siquiera que lo intentes.
—No lo intentaré.
—Eso me asombraría.
—Tienes mi palabra.
—No. La única manera de que no lo intentes es que comprendas la importancia elemental que tiene salvar la vista de tu mujer.
La cámara hizo un zum y se acercó. El rostro de Nelé, desfigurado por el miedo, llenó la pantalla.
—Jan —lloriqueó Nyela.
—Kenny, escucha —dijo Vogelaar en un susurro—. ¡Te he dicho que tienes mi palabra! Deja eso ya, yo... —Con un solo ojo se puede ver de maravilla.
—Kenny...
—Cuando hayas comprendido lo importante que es salvar la visión que le queda, entonces...
—¡Kenny, no! —Vogelaar se levantó de un salto.
—Lo siento, Jan. Me estoy poniendo nervioso.
El alarido de Nelé cuando el escalpelo la cortó retumbó en el altavoz del móvil. Por su parte, el grito de Vogelaar hizo que el aire se coagulara.
Jericho parpadeó.
Algo lo había despertado. Se volvió de costado y echó una ojeada a la hora. ¡Eran casi las diez! No pretendía dormir tanto. Entonces saltó de la cama, oyó sonar el teléfono de la habitación y respondió.
—Tengo tu dinero —dijo Tu—. Cien mil euros, tal y como desea el señor mercenario, en billetes no muy pequeños, para que puedas pasar por la puerta del museo.
—Bien —asintió Jericho.
—¿Bajas a desayunar?
—Sí, creo que sí.
—Pues hazlo pronto. Yoyo no para de comer huevos revueltos. Pediré que te calienten un poco antes de que ella se lo coma todo.
«Yoyo.»
Jericho colgó, fue al cuarto de baño y observó a aquel hombre rubio, con barba de dos días, que perseguía el crimen a través de todos los medios posibles, excepto con el peine y la máquina de afeitar, y que tenía la indecencia de decir claramente «no», aun cuando, en realidad, querría decir «sí». Algo se le había quedado de la noche anterior, una vaga sensación de haberlo estropeado todo, fuera lo que fuese. Una Yoyo completamente borracha y tanto más comunicativa, que tal vez había ido a parar a su habitación por descuido, una Yoyo que tenía ganas de hablar, una idea que el jovencito con acné detestaba, si bien, acaso, el hecho de hablar no era más que un pretexto ceremonial con un resultado incierto. Era una sensación física y maleable. Podría haber sucedido cualquier cosa, pero él lo hizo fracasar con su atormentada autocomplacencia, por lo que siguió mirando obstinadamente hasta el final la película
Kill Bill,
un filme tan malo como el que él se merecía en ese momento. Sobre el lecho de clavos de su incapacidad para hacerse adulto, había tenido un sueño parecido a un desmayo, un sueño poco reparador, lleno de imágenes de estaciones ferroviarias y trenes que iba perdiendo uno tras otro, condenado a vagar eternamente por una oscura tierra de nadie berlinesa, en cuyos espacios habitables, parecidos a cuevas, acechaban insectos de patas crepitantes. Desde todos los portales, desde cada paso a nivel, desde cada garita, lo saludaban las antenas de aquellos insectos, se retiraban unas extremidades blindadas, en un burdo juego del escondite.
Trenes..., qué penosamente simbólico. ¿Cómo se podía soñar de un modo tan burdo? Jericho miró al rubio a los ojos y se imaginó apartándose de él, saliendo del cuarto de baño y dejándolo allí, en el espejo, harto ya de sus insuficiencias, las insuficiencias del adolescente picado de acné.
Tenía que librarse de ese chico. De algún modo tenía que hacerlo. Aquello ya pasaba de castaño oscuro.
Con fuerza casi atómica, su grito se extendió por toda la sala de espera, haciendo trizas toda conversación, todo pensamiento. Un jazz adormilado chapoteó en el agujero dejado por la charla interrumpida. Sobre la baja mesa de cristal situada frente a él, una moderna pintura de café con leche destacaba en torno a un centro de añicos de porcelana.
Se quedó mirando la pantalla.
—¿Me has entendido? —preguntó Kenny Xin.
Sus rodillas se aflojaron. Con los ahogados sollozos de Nelé en el oído, Vogelaar se desplomó de nuevo en el sillón de cuero. Nada había sucedido. El bisturí no se había clavado en el globo ocular de su mujer, no había cortado la pupila ni el iris. Se había limitado a dar una sacudida y luego había vuelto a quedarse quieto.
—Sí —susurró Vogelaar—. Te he entendido.
—Bien. Si te atienes a las reglas del juego, a ella no le pasará nada. En lo que a ti respecta...
—Eso está claro —dijo Vogelaar, y tosió—. ¿Por qué tantos aspavientos, Kenny?
—¿Qué aspavientos?
—Podrías haberme matado hace rato, cuando salí de casa, durante el trayecto hasta aquí, en el propio banco...
La imagen se borró; a continuación pudo verse de nuevo a Xin.
—Muy sencillo —dijo él, como quien dilata una charla—. Porque tú nunca has trabajado sin red y sobre un doble fondo. Crees en una vida después de la muerte, en la que los fiscales abren un cajón para pasarle cierto contenido a la prensa, todo autorizado por tu violento deceso.
—¿Necesita ayuda?
Vogelaar alzó la cabeza. Era uno de los empleados del banco. Expresión asustada, con cierto matiz de enfado: en un banco no se alzaba la voz. En todo caso, uno se hacía una idea sobre la manera de suicidarse dignamente. Vogelaar negó con la cabeza.
—No, yo... sólo he recibido una mala noticia.
—Si podemos hacer algo por usted...
—Es de carácter privado.
El alivio hizo al hombre sonreír. No se trataba de dinero. Alguien había muerto, o tenido un accidente.
—Como le digo, si podemos...
—Gracias.
El empleado se alejó. Vogelaar lo siguió con la mirada, se puso de pie y abandonó rápidamente la sala.
—Sigue hablando —dijo por el móvil.
—Tu concepto de prevención se basa en la idea de que quien quiere hacerte daño te amenazará directamente —continuó Xin—, de modo que puedas decir: «Aparta los dedos de ahí.» En caso de que mañana yo no aparezca para tomar el té, en plena posesión de mis extremidades, una bomba explotará en alguna parte. Es la estrategia del individualista, cosa que tú has sido la mayor parte de tu vida. Sin embargo, ya no estás solo. De modo que tal vez quieras pensar de nuevo algunas cosas.
—Ya lo he hecho.
—No, no lo has hecho. La mecha de la bomba sigue igualita, y está acoplada a tu bienestar personal.
—Al mío y al de mi mujer.
—No del todo. Has cambiado tu postura, pero no tus métodos. Antes habrías dicho: «Kenny, métete de nuevo en el avión, no tienes ningún poder», o «Por mí, puedes matarme ahora mismo y ser testigo de lo que va a pasar». Hoy el texto es: «Deja a Nyela en paz, o te mando al infierno.»
—¡Eso puedes apostarlo!
—De modo que podrías revelarlo todo en cualquier momento. —Xin hizo una pausa—. Pero ¿qué haríamos entonces con tu pobre e inocente mujer? O, hagamos la pregunta de otro modo: ¿cuánto tiempo se lo estaríamos haciendo?