Authors: Schätzing Frank
La idea encerraba cierta dosis de enfado; un enfado que diluyó el miedo al instante e hizo aflorar, en su lugar, una rabia glacial. Sucesivamente emergieron, a toda velocidad, los mecanismos de supervivencia, se consumó de nuevo aquella metamorfosis que lo convirtió en el insecto que había sido la mayor parte de su vida. Su coraza de quitina pasaba bajo la puerta en dirección a la contigua sala de Pérgamo. Alerta, hacía girar las antenas, descomponía lo que veía en múltiples facetas de la percepción, gracias a sus ojos compuestos: frente a él, en el enorme recinto, el equivalente de la puerta por la que había cruzado, minúsculo, casi tímido a causa de sus escasas dimensiones, pero al mismo tiempo valiente, muy valiente, como un
bypass
muy estrecho que seguía bombeando su corriente, incansablemente, hacia el flujo sanguíneo de la cultura. A la izquierda, las partes visibles del friso sobre estelas y zócalos; a la derecha, el templo con la escalinata; arriba, la galería de columnas, el paso hacia la sala de Télefo, donde Jericho y la joven esperaban obtener el dossier, un dossier que jamás recibirían y que tampoco necesitarían ya. Sin embargo, todo podría haber sido tan sencillo, tan rápido... Él habría acabado con cien mil euros más en su bolsillo, y les habría entregado el segundo dossier. El duplicado cuya existencia, aparte de él, sólo conocía Nyela...
¿Conocía?
¿Cómo podía estar tan seguro de que ella estaba muerta?
Simplemente porque lo estaba.
Pensar en lo ideal no era cosa de insectos.
Las mandíbulas de Vogelaar molían. Entre la columnata y el suelo se apiñaban los turistas como si fuesen tropas, algunos se habían instalado en los escalones, como si pensaran sacar allí su almuerzo. Vogelaar vio a un grupo de jóvenes con blocs y lápices, los rostros congelados por la concentración, absortos en la pugna de los inmortales. Algunos interesados los observaban por encima del hombro. El ojo compuesto de Vogelaar tanteó a los estudiantes, uno a uno, y se quedó prendado de una joven pálida de nariz respingona que aún no había atraído en torno a sí a ningún admirador. Sin prisa, el sudafricano se detuvo junto a ella. Sobre la superficie blanca del papel, Zeus luchaba contra el cabecilla de los gigantes, Porfirión, y ambos batallaban contra la incapacidad de la chica para insuflarles vida. El número de lápices junto a ella —que debían de ser unos veinte— estaba en una visible proporcionalidad inversa con su talento, del mismo modo que todo su equipamiento causaba la impresión de que la joven sacrificaba cada euro que recibía de propina en su trabajo nocturno de camarera a la ilusión de que el equipo garantizaba la mitad del arte.
Él se inclinó sobre ella y le dijo en tono amable:
—Perdone, ¿podría tomar prestado uno de sus lápices?
La joven parpadeó, alarmada.
—Será sólo un momento —se apresuró a añadir Vogelaar—.
Quiero tomar un apunte rápidamente y, como siempre, he olvidado traer algo para escribir.
—Hum... Pues sí —dijo la chica, alargando su respuesta. Por lo visto, la inquietaba la idea de que los lápices también sirvieran para la producción de escritura. Al instante siguiente, aún no parecía haberse reconciliado con ese pensamiento—. ¡Sí, claro! Coja alguno.
—Es usted muy amable.
Vogelaar escogió un lápiz largo con la punta bien afilada que le parecía más sólido que los demás y se incorporó. Justo entonces, Xin debía de estar mirándolo, de eso no cabía duda. Xin lo veía todo, y sacaría conclusiones de todo cuanto viera, de modo que sólo le quedaban unos segundos.
Rápido como el rayo, se dio la vuelta.
Mickey, que estaba a pocos metros de él, lo observaba con ojos de gran danés, y a continuación hizo el precario intento de ocultarse detrás de un grupo de jubilados que hablaban español. Con unos pocos pasos, Vogelaar se situó junto a él. La mano derecha del irlandés se movió hacia la cadera. Por lo visto, Xin no había alcanzado a instruirlo sobre lo que ahora iba a pasar, pues Mickey parecía totalmente atónito. Sus mejillas vibraron nerviosas, su mirada se disparó de un lado a otro, la calva se le cubrió de sudor.
Vogelaar le rodeó la nuca, tiró de él y le clavó el lápiz en el ojo derecho.
El irlandés dejó escapar un grito escalofriante. El hombre se retorció, la sangre brotó de la herida. Vogelaar aumentó la presión de la palma de su mano sobre el extremo plano del lápiz, lo empujó aún más adentro de la cavidad ocular y sintió cómo la punta chocaba con el hueso y penetraba en la masa cerebral. Mickey perdió fuerza, el intestino y la vejiga se vaciaron. Vogelaar palpó el arma del asesino y la sacó de la funda.
—¡Jericho! —gritó.
Jericho había preferido esperar la llegada del sudafricano frente al templo, oculto tras una falange de esculturas, con la posibilidad en mente de que Vogelaar quisiera jugársela. Pero lo que ahora vio lo horrorizó aún más. Era peor que todos los escenarios que su calenturienta imaginación había concebido durante las últimas horas, porque significaba, simple y llanamente, que la entrega había sido descubierta.
Todo iba muy mal.
Con la Glock en ristre, se precipitó fuera de su escondite. Desde el escenario del ataque se generó una onda expansiva que arrastró consigo todo objeto de espanto a la deriva, gritos, gemidos, gargarismos, sonidos que se resistían a cualquier descripción. Los testigos habían sido lanzados hacia atrás, creando una especie de pequeño ruedo en cuyo centro podía verse a Vogelaar y al calvo, como dos gladiadores de la era moderna. A otros, la cabeza de gorgona del terror los había dejado paralizados, con lo que adoptaron una especie de equivalencia marmórea con los dioses y los gigantes que había alrededor. A los que dibujaban se les cayeron los lápices de las manos. La chica de nariz respingona se puso en pie de un salto y rebotó en el sitio como una pelota de goma, cubriéndose la boca con las manos, como si quisiera atrapar los breves chillidos que se les escapaban a sus labios abiertos con la regularidad de una llamada de auxilio automatizada. Desde todas partes la gente volvía las cabezas, los ojos se salían de las órbitas, los pasos se aceleraban, los grupos perdían su sostén y se activaban programas de huida salidos de los tiempos primitivos del hombre.
En medio de la dispersión de todas las estructuras, Jericho vio al ángel de la muerte.
Corría hacia donde estaba Vogelaar, cuyas fuerzas parecían agotarse bajo el peso de su víctima. El moribundo se desplomaba al suelo y arrastraba consigo al sudafricano. Desde el ala norte se aproximaba el ángel funesto con pasos de gigante: llevaba el pelo blanco, una perilla, y los ojos ocultos tras unas gafas de cristal tintado, pero su paso, la manera de moverse, la pistola —que parecía brotarle del antebrazo—, no dejaban dudas acerca de su identidad.
También Vogelaar lo vio acercarse.
Con un alarido, consiguió alzar el torso del calvo hacia arriba. Al instante siguiente, el pecho de Mickey reventó, cuando la carga destinada a él lo atravesó. Jericho se arrojó al suelo. Vogelaar, esforzándose por alzar al muerto y arrojarlo a un lado, también abrió fuego contra Xin, que se cubría entre la gente que corría de un lado a otro, sin rumbo. Una mujer fue alcanzada en el hombro por un disparo y se desplomó al suelo.
—¡Esto no tiene sentido! —le gritó Jericho—. Salgamos de aquí.
El sudafricano se situó detrás del cadáver e intentó liberarse. Jericho tiró de él a fin de levantarlo. Con un ruido parecido al de un trozo de carne golpeando sobre una superficie de mármol, el muslo izquierdo de Vogelaar se elevó. Tropezó contra Jericho y se aferró a él.
—Vayamos al restaurante —dijo, jadeante—. Nyela...
Jericho lo cogió por debajo de los brazos sin soltar la Glock. El herido pesaba mucho, pesaba demasiado. Alrededor de ellos se desataba un infierno.
—Aguanta —le dijo entre jadeos—. Tienes que...
Vogelaar clavó sus ojos en el detective. Lentamente, fue cayendo al suelo, y entonces Jericho comprendió que Xin le había acertado con otro disparo. El pánico se apoderó de él. Escudriñó la multitud en busca del asesino y entonces vio su blanca cabellera. Al cabo de unos instantes Xin tendría otra vez plena visibilidad.
—Levántate —gritó Jericho—. ¡Vamos!
Vogelaar se le resbaló de las manos. Con una rapidez aterradora, su rostro se fue transformando en una máscara de cera. El sudafricano cayó de espaldas y escupió un torrente de sangre roja y brillante.
—Nyela... No sé si..., probablemente muerta pero... tal vez...
—No —susurró Jericho—. No puedes mo...
Unos pocos metros más allá, un hombre era alzado por los aires como accionado por un puño gigantesco. Voló un trecho y fue a dar de bruces contra el suelo.
Era Xin, que se abría paso.
«Vogelaar —pensó Jericho, desesperado—, no te me puedes morir aquí, sin más. ¿Dónde está el dossier? Tú eres nuestra última esperanza, levántate, por lo que más quieras. Levántate. ¡Levántate!»
Entonces el detective dio media vuelta y huyó tan rápidamente como pudo.
Vogelaar miró fijamente a la luz.
Jamás había sido una persona creyente, e incluso ahora, la idea de un reino de los cielos, en el que cualquier idiota encontraba una purificación astral, le parecía una burda promesa de mercadillo de feria. La religión era una de esas grietas a través de las cuales el insecto jamás había pasado. Le resultaba incomprensible el temor tardío de un Cyrano de Bergerac que había abjurado de la fe durante toda su vida para luego, en el lecho de muerte, pedir disculpas para el caso de que, en efecto, existiera un dios. La vida pasaba. ¿Para qué iba a malgastar el tiempo que le quedaba en un paraíso cualquiera? El hecho de que ese paraíso existiera se le debía exclusivamente a aquel radiante cielo de neón que cubría la sala con una luz artificial similar a la del día. Era ese color blanco del que hablaba alguna gente que había experimentado la muerte clínica y había retornado luego a la vida. Era la experiencia de la muerte próxima, del más allá, supuestamente. Sin embargo, en realidad no eran más que secreciones cerebrales de un alcaloide alucinógeno, la triptamina.
¡Cuánto lamentaba no haberle entregado el dossier a Jericho! Todo había acabado, era el fin. Débilmente, titilaba la llama de la esperanza de que se hubiera equivocado respecto del destino de Nelé. La esperanza de que todavía viviera, de que el detective pudiera hacer algo por ella, en caso de que lograra salir de allí. No se le ocurrió nada más en aquella situación, pero, para él, lo peor no era poder dedicar su último pensamiento al único ser humano al que había amado más que a sí mismo.
Era la redención por su existencia de insecto. ¿Era verdaderamente el final?
Xin apareció en su campo visual.
Con un estertor, Vogelaar alzó el arma, o más bien tensó todos los músculos con el fin de hacerlo. También podría haber intentado lanzarle al chino una pesa de doce kilos. Pesada como el plomo, la pistola reposaba en su mano. Los restos de fuerza que le quedaban, sin embargo, bastaron para fulminar a Xin con la mirada.
El asesino torció los labios en un gesto de desprecio.
—¡Condición límite, idiota! —dijo.
Xin le disparó a Vogelaar en el pecho y continuó con pasos largos, sin dedicar una sola mirada al muerto. ¿Tenía acaso algo que reprocharse? ¿Había sido un error enviar a Mickey al museo en el último minuto, a fin de que esa vez no hubiera ningún tipo de fallo? Vogelaar había descubierto al irlandés y había sacado las conclusiones erróneas; sin embargo, Nyela estaba colgada de un par de esposas en el sótano del Muntu. Intacta, tal y como Xin había prometido.
¿No había estado de acuerdo en dejarla vivir?
¡Lo había estado, maldita sea!
¡Sí, la habría dejado vivir! ¡Hasta le habría gustado hacerlo! Vogelaar, ese estúpido primate, no había comprendido nada, absolutamente nada. Ahora ya todo había acabado, la ley exigía su tributo. Ahora tendría que matar a la mujer. Eso también lo había prometido.
Xin echó a correr, azuzando frente a sí a un rebaño jadeante que, en su embotamiento, intentaba pasar apretujado por la estrecha puerta, todos a la vez. Una chica tropezó delante de él y cayó al suelo. Él le saltó por encima, empujó a otra a un lado, le pegó el cañón del arma a un anciano en el cráneo, y se abrió paso a trompicones, se encajó como un ariete entre la multitud que huía y salió por el otro lado, con la vista puesta en la Puerta del Mercado de Mileto, bajo la que Jericho, en ese instante, desaparecía en el ala contigua del museo. Su arma abrió una cicatriz en una piedra de dos mil años de antigüedad. La gente gritó, corrió, se arrojó al suelo: nada, el mismo espectáculo de siempre. Blandiendo la pistola como una porra, Xin siguió al detective, lo vio confundirse con los transeúntes que poblaban la Vía Procesional y, en su lugar, aparecieron dos hombres uniformados desde un pasillo lateral, con las armas en alto, preguntándose, desconcertados, quién era el verdadero enemigo. Xin los derribó sin detener su carrera. La onda expansiva del pánico, que marchaba por delante de él, entró en tierras de Babilonia.
¿Dónde estaba ese miserable detective?
Jericho corrió a lo largo de la Vía Procesional.
¡Qué absurdo era huir con un arma cargada en la mano, en lugar de darle uso! Sin embargo, también pensaba que, en cuanto se detuviera, Xin lo pillaría antes de que él pudiera volverse y tener al chino en el punto de mira. Aquel asesino estaba entrenado para acertar a objetivos pequeños y aprovechar cualquier fisura que se le abriera. Por eso Jericho blandía la Glock como si se tratase del bastón de Moisés, gritando «¡Fuera!», «¡Apartaos!», separando las aguas del mar y corriendo en dirección al negro cuerpo de Hadad, pasando junto a extrañas estatuas de leones que sonreían y hacían germinar la sospecha de que sus ancestros lo habían hecho con mastines y pugs, lo que, a su vez, hacía que uno acabara preguntándose si los felinos de esa especie realmente poblaban las civilizaciones de la antigüedad o sólo habitaban en la imaginación de escultores fumados o, sencillamente, sin talento, pues a fin de cuentas, no todo lo que llegaba a los museos tenía que ser necesariamente bueno... Aun así, ¡qué clase de ideas eran ésas en una situación como la que estaba viviendo!
Por delante de él, una familia se fragmentaba hacia ambos lados.
A la espalda de Hadad se alineaban varias columnas altas y estrechas, despojadas de su sentido, pues les faltaba lo que antes habían sostenido. Siguiendo un impulso interior, Jericho se lanzó a la derecha, oyó retumbar, bajo los impactos, la sorda descarga de la pistola sobre el dios de las tormentas, y corrió en dirección al ala acristalada...