Authors: Schätzing Frank
Aquello no era un ojo de cristal, imposible.
—El ojo quedó fragmentado —explicó la doctoranda, y caminó hasta la mesa de los órganos, situada entre la mesa de autopsias y el lavabo, donde, en un cuenco, yacía una bolsa de plástico transparente.
Con prisa, Yoyo sacó los dedos de la órbita ocular, justo antes de que la doctora Maas le echara una ojeada ocasional, y creyó oír un ruido hueco, húmedo, enjuiciador y traicionero. Tu se apresuró a colocarse en un lugar que protegiera a su compañera de las miradas. Yoyo sintió un escalofrío. ¿Acaso la mujer podía haber oído algo? ¿Se habría oído algo en realidad o había sido sólo producto de su fantasía, pues le pareció que algo, al salir de un globo ocular, debía de sonar hueco y resbaladizo?
El mar de su tranquilidad se encrespó. Tenía los dedos algo pegajosos. ¡Jericho se había equivocado! Mientras el interés de Tu por el trabajo de la doctora daba sus frutos, Yoyo hundió sus dedos en el globo ocular izquierdo de Vogelaar. De inmediato se dio cuenta de que allí la cosa era bien distinta. La superficie era más dura, claramente artificial. Introdujo más los dedos, torciendo el dedo del medio y el pulgar. Mientras tanto, Tu hacía preguntas eruditas sobre las propiedades armamentísticas de los utensilios de dibujo. La señora Maas opinó, con conocimiento de experta, que cualquier cosa podía convertirse en un arma, y dio un paso hacia la izquierda. Tu le dijo que tenía toda la razón, y dio un paso a la derecha. Los patólogos de la mesa del medio estaban sumidos en su trabajo en Nyela.
Yoyo respiró profundamente, colocada con el mentol.
«¡Ahora!»
Casi con confianza, el ojo de cristal salió y se pegó a la palma de su mano. La joven lo dejó caer en su chaqueta, cerró el maltratado párpado de Vogelaar y comprobó que ella lo había dañado aún más a posteriori. Demasiado tarde. Rápidamente, cubrió el rostro del cadáver con la tela y dio dos pasos para situarse al lado de Tu.
—En relación con Andre Donner, todas las dudas están despejadas —dijo ella en inglés.
Tu se interrumpió en medio de una pregunta.
—Oh, bien —asintió—. Muy bien. Creo que, en ese caso, podemos irnos.
—¿Para cuándo necesita usted mi informe, comisario?
—¡Qué pregunta, compañera comisaria! Tan pronto como pueda. Tenemos al fiscal encima de nosotros.
«Telón, aplausos», pensó Yoyo.
—¿Han acabado ustedes? —preguntó Svenja Maas mirándolos a ambos, irritada por la abrupta desatención a su persona.
—Sí, no queremos seguir siendo un estorbo para usted —sonrió afectuosamente Tu.
—No son un estorbo para mí.
—Bueno. Tiene usted razón. Ha sido un placer. Hasta la vista, y nuestros saludos a la doctora Voss.
Svenja Maas se encogió de hombros y los acompañó a la antesala, donde los despidió. Tu caminó delante, apretó el paso cuando estaban en la escalera y pasó como un bólido por el pasillo. Yoyo lo seguía con paso torpe. Había perdido su última dosis de tranquilidad. Para llegar afuera, no necesitaban ninguna autorización. Salieron al aparcamiento y, ya se dirigían al Audi, cuando una dominante voz resonó desde el edificio:
—Señor Tu. ¡Señora Chen!
Yoyo se quedó petrificada. Lentamente se volvió y vio a la doctora Marika Voss de pie en los escalones, con el mentón alzado.
«Se han dado cuenta —pensó Yoyo—. Hemos sido demasiado lentos.»
—Perdone nuestra salida apresurada —dijo Tu, alzando los brazos a modo de disculpa—. Queríamos despedirnos, pero no la encontramos.
—¿Han quedado ustedes satisfechos?
—¡Nos ha sido de gran ayuda!
—Eso me alegra —dijo ella, y sonrió—. En fin, espero que puedan avanzar en sus investigaciones.
—Gracias a su ayuda lo haremos mejor que nunca esta vez.
—Que tengan un buen día.
La doctora Voss se retiró de nuevo al interior, y Yoyo se sintió como mantequilla derritiéndose al sol. Entonces se deslizó dentro del Audi y terminó de licuarse en su asiento.
—¿Lo tienes? —preguntó Tu.
—Lo tengo —respondió con sus últimas fuerzas.
Si bien Svenja Maas no estaba verdaderamente ofendida, sí que se sentía un poco molesta. Cuando regresaba a la sala de autopsias, empezó a corroerla la sospecha de que el interés del chino tenía menos que ver con su persona, y más con las normas de cortesía asiáticas en el trato con los demás. Entonces se dirigió a las mesas traseras y notó que la joven china había cubierto de nuevo el cadáver de Donner con la tela, pero lo había hecho de un modo chapucero. Enojada, tiró de varios puntos de la tela, pero comprobó que siempre quedaba torcida. Fue entonces cuando la levantó.
De inmediato se dio cuenta de que algo no andaba bien. El ojo derecho de Vogelaar había sido cerrado con compasión, pero el izquierdo tenía un aspecto horrible.
Siguiendo un oscuro presentimiento, subió el párpado.
El ojo de cristal no estaba.
enseguida sintió frío y calor ante la idea de que la harían responsable de la pérdida. Ellos habían dejado el ojo artificial en su cavidad, pero sólo para luego sacarlo y entregárselo a un experto en prótesis. Había algo en aquel ojo que les había llamado la atención. Parecía como si ocultara algo, algún elemento mecánico, algo que le habría permitido ver a su portador, aunque también podría tratarse de otra cosa. En realidad no les había parecido que aquello fuera importante.
Y, por lo visto, se habían equivocado.
Como electrizada, salió de la sala y subió a toda prisa la escalera. En el pasillo se encontró con la doctora Marika Voss.
—¿Están todavía ahí los investigadores chinos? —preguntó sin aliento.
—¿Los chinos? —La doctora Voss enarcó las cejas—. No, acaban de marcharse. ¿Por qué?
—Mierda. ¡Mierda y mierda!
—¿Qué sucede? —exigió saber la mujer entrada en años.
—Se han llevado algo —se lamentó Maas—. ¡Malditos bastardos, tomarme el pelo de esa forma!
—¿Que se han llevado algo? —repitió Voss como si fuese la pared de una montaña.
—El ojo. El ojo de cristal.
La doctora no había formado parte del equipo que le había practicado la autopsia a Donner. No podía saber nada acerca del ojo, pero sí comprendió que los chinos las habían engañado a ambas.
—Llamaré al portero —dijo.
El coche se deslizó por la calle principal de los terrenos de la institución, pasando junto a edificios de ladrillo de corte evangélico, junto a apacibles senderos y prados cubiertos por las sombras de los árboles.
—Eh —dijo Yoyo, frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa ahí delante?
Alguien salió corriendo de la portería. El guardia uniformado alzó los brazos, como si le hiciera señas a un avión. Al mismo tiempo, la barrera bajaba. Estaba claro que aquella excitación tenía que ver con ellos.
—Creo que nos han descubierto.
—Estupendo. ¿Y ahora qué?
—Eso depende de ti —dijo Tu, mirando a la joven—. ¿Qué te parece Berlín? ¿Quieres quedarte más tiempo?
—No necesariamente.
—Eso pensaba —dijo él, acelerando y cruzando por debajo de la barrera, tan pegadito a ella que Yoyo se maravilló de no oírla golpear contra el techo.
Tras ellos, los gritos del portero se perdieron en el aire saturado con el polen de la primavera.
En el monitor centelleaba el icono de los cuellos de reptiles entrelazados, todos salidos de un mismo cuerpo. Eran nueve cabezas. El símbolo de Hydra.
Xin se pegó el móvil al oído.
—Le hemos pasado los datos de los principales hoteles de Berlín —dijo la persona que llamaba—. En el caso de los más pequeños, no hemos tenido suerte. Hay muchísimos; en general, Berlín parece estar formada únicamente por hoteles. El problema, naturalmente, es que con tales prisas no hemos podido entrar en todos y cada uno de los ordenadores...
—He comprendido. ¿Y entonces?
—Nada.
—Pero es que tienen que haberse alojado en alguna parte —insistió Xin.
—Pero no en alguno de los hoteles pertenecientes a cadenas internacionales. No hay ninguna Chen Yuyun, ni ningún Owen Jericho. En cambio, puedo proporcionarle detalles de la advertencia que llegó a Londres ayer. Le envío el texto completo. ¿O quiere oírlo primero?
—Adelante.
Xin escuchó los fragmentos de aquellas líneas que ya conocía de memoria y reflexionó sobre el peligro que podía emanar de la frase más candente descifrada por Yoyo y Jericho. En realidad, no podía hablarse de fragmento. Habían descodificado casi un noventa por ciento del mensaje. Aun así, lo más importante, lo decisivo, seguía estando oculto para ellos. Y no había sido ni Jericho ni la joven, sino un hombre llamado Tu quien había llamado a Edda Hoff, número tres en el aparato de seguridad del imperio Orley, sobre la que Xin apenas sabía nada, salvo que era una criatura sin imaginación y, por tanto, poco dada a tener ataques de histeria o a restarle importancia a nada.
—Estando sola, Hoff decidió informar al grupo empresarial de la eventualidad de un posible ataque, sin ocultar que no tenían nada concreto —dijo la persona que hablaba con Xin—. Como cualquier otra instancia en el tejido del consorcio, también informaron al Gaia, pero allí no vieron en la noticia ningún motivo para alterar el programa. Hoff parece haber transmitido a los canales apropiados. —El interlocutor de Xin jamás se atrevía a decir nombres al teléfono, aunque era prácticamente imposible que alguien estuviera escuchando esa línea. Por otra parte, nadie había esperado que aquel mensaje cifrado, que viajaba de polizón en los archivos adjuntos de inofensivos mails pudiera ser descifrado.
—Tu —reflexionó Xin.
—Así se llama. Le envío su número de móvil. No sabemos desde dónde pudo haber telefoneado.
A diferencia de la variedad de nombres de pila, el registro de apellidos chinos era una lectura casi pobre. Un número mayoritario de chinos se repartía un par de docenas de denominaciones monosilábicas de clanes, los llamados cien nombres, de modo que no constituía ninguna rareza que toda una aldea se llamara Zheng, Wang, Han, Ma, Hu o Tu. No obstante, Xin no podía librarse de la sensación de haber oído el nombre de Tu en relación con Yoyo.
—¿Ha sacado usted esas páginas de la red? —preguntó, ya que no conseguía recordar.
—La comunicación se interrumpió.
Xin conocía el contenido de esa decisión, y con ello también conocía el motivo del mutismo de su interlocutor, que había propuesto e implementado en alguna ocasión el método del correo polizón. Durante tres años habían trabajado de maravilla con él. Los cabezas de Hydra mantenían un intercambio simultáneo y funcionaban como un único y gran cerebro.
—Lo superaremos —dijo, e intentó que su voz sonara amable—. La red ha cumplido con creces su cometido, ¡y ese mérito es suyo! Todos le mostramos nuestro respeto por ello. Todo el mundo entenderá también que, por razones de seguridad, hayamos decidido, estando ya tan cerca de nuestra meta, suspender el contacto simultáneo. Llegó el momento en que ya no había nada más que decir. Sólo esperar.
Xin puso fin a la conversación, se miró los pies y los colocó en posición paralela, hasta que los nudillos y los empeines estuvieron a una distancia idéntica, sin tocarse. Lentamente, movió su rodilla hacia el centro. ¡Cuánto odiaba las confusiones del azar! Cuando se dio cuenta de que el vello de sus pantorrillas entraba en contacto, corrigió la posición de sus pies, colocó los muslos, los brazos y los antebrazos, las manos y los hombros en un eje simétrico, hasta que quedó sentado como en un reflejo concéntrico. La mayoría de las veces, conseguía poner orden en sus pensamientos de esa forma; sin embargo, en esa ocasión el ejercicio fracasó en su propósito. Lo sobrecogió el frenesí de las dudas sobre sí mismo, de haberlo empezado todo del modo equivocado y haber empeorado las cosas con su persecución de Yoyo.
Pensamientos, pensamientos en cadena.
Pérdida de control.
Su corazón latía a toda máquina. Le pareció que bastaba una mínima cosa para que se rompiese en mil pedazos. No, él no. Su envoltorio. Ese disfraz humano llamado Kenny Xin. Sentía que su cuerpo era el hospedero de sí mismo, como si viviese dentro de un capullo, un muñeco, el estado intermedio de una metamorfosis, y tenía un miedo espantoso a esa cosa que lo devoraría desde su interior. Cada vez que ésta afloraba, cuando se extendía y le robaba el aliento, no siendo él ya capaz de domesticarla, cuando la presión se hacía insoportable, tenía que darle de comer para apaciguarla, o para, como él mismo se decía, derribar con fuego la choza del que lo atormentaba, entregando a las llamas la infamia, la enfermedad y la miseria. Y sólo en ese preciso instante se sentía liberado, purificado de toda desdicha y con la mente despejada de nubarrones. Desde entonces lo inquietaba la pregunta sobre si aquel día había sufrido un arrebato de locura o si, por el contrario, se había curado de toda demencia. De todos modos, apenas recordaba el tiempo transcurrido. Recordaba, en cualquier caso, el asco de formar parte del mundo, la sensación de odio hacia sus padres por haberle dado el nacimiento, aun cuando, de niño, poco sabía de las circunstancias de su llegada al mundo y sólo percibía esa sensación de que su familia era la responsable de su existencia, lo que era suficiente para odiarla, pues ella había convertido su vida en un infierno.
Sabía que estar allí no tenía ningún sentido.
Sólo después del incendio descubrió el sentido. ¿Podía uno estar loco cuando todo, de repente, cobraba un significado? ¿Cuántos de los llamados mentalmente sanos hacían cosas sin sentido las veinticuatro horas del día? ¿Cuántas cosas de las que eran apreciadas como correctas y morales se basaban en ritos y dogmas que prescindían de cualquier sentido? El fuego había ampliado sus horizontes, de modo que, de pronto, pudo identificar el plan, las sendas laberínticas de la Creación, su belleza abstracta. Ya no había vuelta atrás. Se había desplazado hacia un nivel superior, al que, tal vez, quisieran llamarle locura, pero que únicamente significaba el enfrentarse a la presión de un conocimiento tan abarcador que todo intento por dar participación a otros en él tenía que considerarse inútil. ¿Cómo podía explicárseles a los hombres que todo cuanto emprendían era el resultado de un criterio superior? El precio que él pagaba haciendo que pagaran otros.
No. Él no había empeorado las cosas.
¡Había tenido que cerciorarse!
Xin se imaginó su cerebro. Un universo de Rorschach. La pureza de la simetría, la confianza, la paz, el control. Lentamente fue sintiendo cómo recuperaba la tranquilidad. Se puso de pie, conectó el móvil con la consola del ordenador de su habitación, se descargó en el monitor las listas de reservas de los hoteles y las fue repasando por orden. Por supuesto que no esperaba ver aparecer a Chen Yuyun ni a Owen Jericho en los registros. Los
hackers
de Hydra, que se habían colado en los sistemas de los hoteles, habían examinado esas listas varias veces. En el fondo Xin no sabía lo que esperaba encontrar, sólo lo movía la intuición de encontrarlo.