Authors: Schätzing Frank
Y encontró algo.
Como la pieza de un puzle, apareció la imagen en la pantalla, explicó al detalle los sucesos del museo y respondió de inmediato, de paso, media docena de preguntas: tres habitaciones habían sido reservadas en el hotel Grand Hyatt, en la plaza Marlene Dietrich, a nombre de una compañía llamada Tu Technologies, con sede en Shanghai; habían sido reservadas y confirmadas personalmente con una firma, la del dueño de la empresa: Tu Tian.
La misma empresa donde trabajaba Yoyo.
¡Por eso conocía el nombre!
Abrió la página web de la empresa y encontró una foto del fundador. Corpulento, casi calvo, con el cráneo como una bola de billar y tan feo en su conjunto que eso lo hacía parecer atractivo. Los labios abultados eran los adecuados para sacarle al rostro de cualquier batracio una envidia verde de reptil. Al mismo tiempo, tenían cierta sensualidad deliciosa. Tras las diminutas gafas brillaban unos ojos que daban fe de un buen sentido del humor y, al mismo tiempo, no entendían de bromas. Aunque el tipo irradiaba la serenidad de un buda, no dejaba espacio a dudas sobre su capacidad para imponerse. Tu Tian —y eso Xin lo vio desde el principio— era un guerrillero, un inconformista con atuendo de necio, alguien a quien no se podía subestimar en absoluto. Con su ayuda, Yoyo y Jericho tenían movilidad, y con la misma rapidez con que habían aparecido en Berlín, podían desaparecer.
Los Vogelaar estaban muertos. Así que desaparecerían de Berlín.
Y muy pronto. De inmediato.
Xin se armó, escogió una peluca de cabellos largos y una máscara con la barba adecuada, se cubrió la frente y las mejillas de aplicaciones, se metió en una gabardina de color verde esmeralda, se puso unas pequeñas gafas holográficas refractantes y se detuvo unos segundos delante del espejo para dar el visto bueno a su obra. Parecía una estrella del pop. Como un típico adepto del
mando-prog
que no había adquirido muy buen gusto que dijéramos, pero sí mucho dinero.
Salió del hotel apresuradamente, le hizo señas a un taxi y se hizo llevar al Grand Hyatt.
El rostro de Tu apareció en el monitor. A Jericho apenas lo asombró oírlo decir:
—Recoge a
Diana.
Nos largamos.
—¿Y qué hay del ojo de cristal?
Los dedos de Yoyo aparecieron por un costado de la pantalla. El ojo artificial de Vogelaar lo miró. Despojado de sus párpados superiores e inferiores, parecía algo sorprendido y un poco indignado.
—Es claramente un cristal de memoria —oyó decir Jericho a la voz de la joven—. Ya le he echado un vistazo. Es un modelo típico. Date prisa. La poli está a punto de aparecer.
—¿Dónde estáis ahora?
—Vamos hacia donde tú estás —dijo Tu—. Tienen la matrícula del coche. En otras palabras, saben que es un coche alquilado, quién lo alquiló, dónde se aloja, etcétera. A mí llegarán a través del desagradable suceso de esta mañana.
—Y también sabrán de tu jet —añadió Jericho.
—De mi...
—¡Mierda! —se oyó exclamar a Yoyo—. ¡Tiene razón!
—En cuanto sepan con certeza que alquilaste el coche en el aeropuerto, ya estarán enterados —dijo Jericho—. Nos arrestarán antes de que podamos devolverlo.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Es difícil de decir. Primero repasarán las listas de pasajeros de todos los vuelos que hayan aterrizado antes de que aparecieras por la agencia de alquiler de vehículos. Eso les llevará algún tiempo. No encontrarán nada, pero de algún modo tienes que haber llegado aquí, así que comprobarán los vuelos privados.
—Con el Audi llegaremos al aeropuerto, a más tardar, dentro de una media hora.
—Eso podría ser demasiado tarde.
—Olvídate del maldito Audi —gritó Yoyo—. Si todavía tenemos alguna oportunidad, entonces necesitamos un
skycab,
un aero taxi.
—Puedo pedir uno —propuso Jericho.
—Hazlo —le confirmó Tu—. Dentro de diez minutos estaremos en el hotel.
—A la orden.
Jericho puso fin a la conexión y salió rápidamente al pasillo. Mientras sus pasos lo llevaban hasta el ascensor, imaginó a los eficientes policías berlineses desenrollando la madeja sobre las circunstancias de su llegada, rápidamente, de manera eficaz, y sospechando algo malo. Jericho subió hasta la azotea y vio que el aeródromo estaba vacío. Un empleado de librea le sonrió desde el borde de su ordenador. La aparición del detective parecía haberle dado un nuevo sentido a su existencia en la solitaria vastedad de aquella azotea.
—¿Quiere pedir un aerotaxi? —preguntó el empleado.
—Sí, exacto.
—Un momento. —Los dedos del hombre se deslizaron laboriosamente por la consola del ordenador—. Dentro de diez o quince minutos podría llegar el siguiente.
—¡Tan rápidamente como sea posible!
—¿Necesita mientras tanto que lo ayuden con el equi...?
«...paje», habría dicho seguramente el hombre, pero Jericho ya estaba de nuevo en el ascensor. Regresó a toda prisa a su habitación y metió a
Diana,
con todo el
hardware,
en su mochila. La ropa desperdigada la colocó encima del ordenador, examinó la Glock y la guardó en la sobaquera. Luego corrió a lo largo del pasillo y le hizo llegar un mensaje a Tu: «Estoy en la azotea.»
—No, no está —dijo la voz al teléfono.
La doctora Marika Voss cambiaba su postura de una pierna a la otra mientras Svenja Maas, con la tez pálida, se retorcía las manos de pie a su lado.
—Malchow —repitió con terquedad—. Hel-ge Mal-chow.
—Ya se lo he dicho...
—Pero mi colega lo llamó.
—Puede ser, pero...
—Primero la hicieron esperar, luego una de sus empleadas la pasó con... Con Malchow. Con Hel...
—¡Esa persona no existe!
—Pero...
—Escúcheme —dijo la voz, con trazas de perder la paciencia, ya que la conversación volvía a caer en el mismo bucle—. ¡Me encantaría poder ayudarla, pero en todo el Ministerio de Asuntos Exteriores no hay nadie con ese nombre! Y la extensión que usted me ha mencionado tampoco existe.
La doctora Voss frunció los labios, indignada. A esas alturas, hasta ella ya se había enterado, desde que el contestador automático le había hecho saber que aquella extensión no existía. No obstante, eso no le parecía motivo suficiente para darse por vencida.
—Pero esa señora...
—Y dale con la señora. —Hubo un breve silencio, un suspiro—. ¿Cómo dice que se llamaba esa señora?
—¿Cómo se llamaba la mujer que te atendió? —dijo entre dientes la doctora Voss.
—Algo como Schill o Schall —masculló Maas, encogiéndose.
—Schill o Schall, dice mi colega.
—No.
—¿No?
—Tenemos una Scholl. La señora Scholl.
—¿Y Scholl? —preguntó la doctora Voss.
Maas negó con la cabeza.
—Era más bien Schill.
—Más bien Schill.
—Lo siento, no hay ninguna Schill, ninguna Schall, ningún Malchow. Les recomiendo que llamen a la policía con urgencia. Por lo visto alguien les ha tomado el pelo.
La doctora Voss capituló. Dio las gracias fríamente y marcó el número de la policía criminal. A su lado, Svenja Maas se marchitaba.
No transcurrieron ni cinco minutos hasta que los agentes de la comisión especial investigaron la matrícula. Segundos después ya conocían el nombre del tipo que había alquilado el coche. Compararon el acta de la empresa de alquiler de vehículos con los datos de las autoridades migratorias y se enteraron de que Tu Tian había pisado suelo berlinés por la mañana temprano el día anterior y que había dado como dirección el hotel Grand Hyatt de la plaza Marlene Dietrich.
Dos minutos después, un equipo de la policía recibió la orden de hacer una visita al establecimiento.
A la manera temeraria de conducir de Tu tenían que agradecer el haber llegado al hotel más rápidamente de lo esperado, con lo que tenían más razones aún para desaparecer cuanto antes, pues el número de delitos de tráfico cometidos entre Turmstraße y la plaza Marlene Dietrich debía de ascender a varias docenas. Tu bajó del coche, le lanzó las llaves al portero y le pidió que llevara el vehículo al aparcamiento soterrado.
—¿Vamos al bar? —preguntó Yoyo en voz alta, para que el hombre lo oyera. Tu le hizo un guiño, comprendió el plan de la joven y le siguió el juego.
—Para serte sincero, me apetecería algo dulce.
—En el Sony Center hay un Starbucks. Está una calle más arriba.
—Vale. Nos encontraremos allí. Se lo diré a Owen.
Era toda una comedia, pero eso, tal vez, los ayudase a ganar tiempo. Con prisa contenida atravesaron el vestíbulo, subieron hasta la séptima planta y enfilaron rumbo a sus habitaciones.
—Deja todo lo que no necesites —le aconsejó Tu—. Coge sólo lo imprescindible.
—Eso puede hacerlo cualquiera —resopló Yoyo—. ¡Yo no tengo nada! A ver si procuras no enamorarte tú de la maleta.
—Yo no tengo ningún apego por las cosas de la moda.
—Es cierto, tendremos que trabajar un poco en eso. Hasta dentro de dos minutos, en la azotea.
Siete pisos por debajo de ellos, Xin saltaba de un taxi. Para entonces ya conocía la planta y los números de habitación, sólo le faltaba averiguar quién de ellos ocupaba cada cual. Todas estaban reservadas a nombre de Tu Technologies, y ni a Yoyo ni a Jericho se los había registrado por su nombre. Xin entró en el vestíbulo del hotel con actitud belicosa. El personal se acordaría de un hombre alto y pelirrojo, con una larga melena y barba de Gengis Kan, que había entrado en el Hyatt hacia las tres y media y que tenía todas las trazas de ser un artista. Las gafas holográficas ocultaban los rasgos asiáticos de sus ojos. Sin más, podría tomárselo por un europeo. El mejor camuflaje era llamar la atención.
Xin subió a uno de los ascensores y pulsó el botón del séptimo piso.
No pasó nada.
El chino frunció el ceño, pero entonces sus ojos se posaron en la superficie del escáner para tomar las huellas del dedo pulgar. Claro. Era preciso recibir una autorización, como en la mayoría de los hoteles internacionales. Resignado, regresó al vestíbulo justo en el momento en que un grupo de compatriotas suyos se abalanzaban sobre la recepción. De repente, reinaba el tumulto. Tras el mostrador, el personal se preparaba para traducir el inglés de los recién llegados de lo dicho a lo que se quería decir y enriquecer el maravilloso mundo de los malentendidos idiomáticos por medio de los propios conocimientos del chino. Con un objetivo claro a la vista, Xin se dirigió a la única miembro del personal que estaba ocupada en otra cosa, hablando por teléfono. Se plantó delante de ella y meditó sobre lo que debía preguntarle.
«¿Cómo puedo llegar al séptimo piso?»
«¿Desea registrarse?» «No, unos amigos se hospedan aquí y quería hacerles una visita.» «Puedo darle la autorización y llamar a esos señores para decirles que usted está aquí.» «Ya, pero ¿sabe una cosa? En realidad quería darles una sorpresa.» «¡Entiendo! Si me espera un momento, subiré con usted. Ahora hay un poco de barullo, como puede ver, pero dentro de unos pocos minutos...» «¿No podría ser antes?» «En realidad, no puedo... A decir verdad, sólo los huéspedes pueden...»
Xin se volvió. Todo aquello era demasiado complicado. No quería dejar la huella de su pulgar en el sistema del Hyatt ni correr el riesgo de que alguien alertara a Tu, a Jericho o a Yoyo. Entonces se mezcló con los chinos.
Jericho vio aparecer el
skycab
por encima de Tiergarten y dirigirse hacia el Hyatt. Era un aparato robusto que despegaba en vertical, equipado con cuatro turbinas. Se acercaba con rapidez, luego hizo girar las turbinas y se fue posando lentamente sobre la plataforma.
—Su taxi está aquí —le dijo el empleado, sonriendo.
Por la vibración de su voz, se notaba la gran alegría que sentía por la ampliación de la red de transporte aéreo, y por que hubiera personas que hicieran uso de ella. Un instante después, Yoyo salió a toda prisa de la terminal con una arrugada bolsa de la compra bajo el brazo; a remolque llevaba a Tu, quien arrastraba su maleta tras de sí como un niño remolón.
El taxi terminó de tocar suelo.
—Ni que lo hubiéramos llamado —dijo, contento, Tu.
—Yo lo he llamado —le aclaró amablemente Jericho.
—Ahorraos vuestras peleas de gallos —replicó Yoyo, caminando hacia la escotilla de entrada—. ¿Tu jet está listo?
Aquellas palabras se deslizaron bajo los pies de Tu y ejercieron el efecto de un frenazo en seco. El chino se detuvo, se llevó la mano a la despejada superficie de su cráneo e intentó hacer unos rizos con unos cabellos de cinco milímetros de largo.
—¿Qué pasa?
—He olvidado algo —dijo.
—No puede ser —repuso Yoyo, mirándolo fijamente.
—Pues lo es. He olvidado mi móvil. Estaba pensando justamente que bastaba con que llamara al aeropuerto desde el taxi, y entonces recordé...
—¿Tienes que volver a la habitación?
—Pues... sí. —Tu dejó su maleta en el suelo, dio media vuelta y avanzó pesadamente en dirección al ascensor—. Regreso enseguida. enseguida.
Cuando Xin oyó que la pareja de chinos de cierta edad que estaba delante de él iba a ocupar una de las suites más elegantes y caras del Grand Hyatt, sintió una alegría sincera. Aquel sentimiento no se basaba en ningún desvarío altruista, sino en la circunstancia de que la suite estaba en la séptima planta. Es decir, justo el piso al que quería ir.
El chino dejó que le escanearan el pulgar. Un joven empleado del hotel se ofreció para mostrarle sus aposentos a la pareja, y juntos marcharon hacia el ascensor. Xin se unió a ellos. Mientras esperaban el ascensor, la cabeza de la china, como atraída por la cinta elástica de la curiosidad, se volvió hacia él. Su mirada quedó prendada de la revuelta cabellera de rizos y luego chocó contra la superficie reflectante de sus gafas holográficas. Indecisa, la mujer contempló la punta de sus botas de piel de serpiente, visiblemente irritada por tener que convivir con alguien así en el mismo hotel. Su marido estaba pegado a ella, era pequeño y corpulento, y miraba fijamente la ranura que había entre las puertas del habitáculo, hasta que éstas, por fin, se abrieron. Juntos, subieron al ascensor. Nadie le preguntó si formaba parte del grupo. La joven le dedicó una sonrisa amistosa y él se la devolvió con igual amabilidad.