Authors: Schätzing Frank
Jericho no dio crédito a lo que vieron sus ojos.
Sobre la entrada destacaba, con el tamaño duplicado de un hombre, una enorme A, y debajo, en letras ostentosas, había una sola palabra: «Andrómeda.»
Haciendo chirriar los neumáticos, Jericho detuvo el coche delante del camión, saltó afuera y retrocedió unos pasos. De repente comprendió qué significaba aquel anillo deshilachado que sustituía la raya transversal de la A.
Diana
había hecho cuanto había podido con el material gráfico que tenía a su disposición, pero sólo viendo el original cobraba sentido todo. El anillo era la representación de una galaxia, y Andrómeda o, mejor dicho, la nebulosa de Andrómeda, era una galaxia en espiral en la constelación de Andrómeda.
«Hola a todos. Desde hace un par de días estoy de nuevo en nuestra galaxia.»
¡Yoyo estaba allí!
O tal vez ya no estaba. Daxiong le había dado una dirección falsa a fin de que la joven tuviera tiempo para desaparecer. Jericho maldijo y parpadeó con la mirada puesta en el sol. La niebla tóxica embadurnaba su luz, convirtiéndola en un resplandor opaco que se clavaba en los ojos. De mal humor, el detective cerró el COD y entró en el universo crepuscular del Andrómeda. ¡Vaya cosa! Chen Hongbing temía que su hija estuviera en alguna comisaría de policía sin ninguna inculpación oficial. Por lo menos Jericho podía quitarle esa preocupación. Por otra parte, Chen no era quien le había hecho el encargo, por lo menos no explícitamente. Jericho podía irse a casa. Había cumplido con su trabajo.
Al menos, todo parecía hablar en favor de que había encontrado el rastro de Yoyo.
Pero sólo para perderlo otra vez de inmediato.
Era una situación enojosa.
Jericho miró a su alrededor. El vestíbulo era espacioso. Más tarde, al anochecer, sería el lugar destinado a la venta de entradas, bebidas y cigarrillos. La pared situada enfrente de la caja desaparecía tras carteles, instrucciones, murales informativos y un tablón de anuncios lleno de papelitos. Por lo visto, era una especie de bolsa de contactos. Jericho se acercó. Sobre todo se buscaban trabajos o posibilidades de pernoctación o de hacer viaje en calidad de acompañante, se ofrecían o se buscaban instrumentos musicales y programas de ordenador. Había ofertas sobre toda clase de artículos usados, o también de parejas: por una noche, por más tiempo, algunas con detallada enumeración de preferencias. Lo que unos buscaban lo ofrecían otros. La mayoría de los anuncios estaban escritos a mano, lo que arrojaba un cuadro bastante inusual. Jericho entró en la sala de conciertos propiamente dicha, una nave sin adornos, con altos ventanales que daban todos a la plaza. La mayoría de los cristales estaban empañados o pintados, de modo que, a pesar de la intensa luz exterior, dentro la iluminación era escasa. En algún que otro Punto, unos cartones sustituían los cristales que faltaban. El extremo trasero de la nave estaba ocupado por un escenario en condiciones de ofrecer sitio a dos orquestas sinfónicas. A ambos lados se amontonaban los altavoces. Dos hombres encaramados a unas escaleras ponían las bombillas, otros pasaban por su lado, cargando el equipo. A lo largo de la pared sin ventanas, una escalera de acero conducía a una balaustrada.
Jericho pensó en Chen Hongbing y en la desesperación que había en sus ojos.
Le debía a Tu algo más que una suposición.
Dos jóvenes pasaron junto a él empujando una enorme maleta con ruedas. Uno de ellos levantó la tapa y sacó varios pies de micrófono que le fue alcanzando a alguien en el escenario. El otro regresó en dirección al recibidor, se detuvo, volvió la cabeza y miró a Jericho.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó, si bien, por el tono, parecía decir: «Lárgate.»
—¿Quién toca esta noche?
—Los Pink Asses.
—Me han recomendado el Andrómeda —dijo Jericho—. Dicen que aquí se celebran los mejores conciertos de Shanghai.
—Puede ser.
—A los Pink Asses no los conozco. ¿Valen la pena?
El joven le arrojó una mirada despectiva. Era un tipo musculoso y atractivo, con unos rasgos faciales proporcionados y casi andróginos; llevaba el pelo a la altura de los hombros. La camiseta de color naranja, puesta sobre unos pantalones de cuero arrugado, le quedaba tan pegada al cuerpo como una segunda piel, y parecía salida de un pulverizador. No llevaba las aplicaciones obligatorias de ese ambiente ni ningún otro adorno.
—Eso depende de lo que a usted le guste.
—Todo lo que sea bueno.
—¿El
mando-prog,
por ejemplo?
—Por ejemplo.
—Entonces ha venido al lugar equivocado —sonrió el joven—. La música suena exactamente igual que el nombre de la banda.
—¿Como culos rosados?
—Como culos follados hasta sacarles sangre, culos de ambos sexos. ¿No ha escuchado nunca el llamado
ass metal?
¿Todavía le quedan ganas de venir?
Jericho sonrió.
—Ya veremos.
El otro entornó los ojos y se marchó afuera.
Por un instante, Jericho se sintió desorientado. ¿Debería haberle preguntado al chico por Yoyo? En lugares como ése la gente podía volverse fácilmente paranoica. Todos allí parecían formar parte de un ejército en la sombra, un ejército con la misión de espantarles a las personas como él su curiosidad por Yoyo.
—Chorradas —murmuró el detective—. Esa chica es una disidente, no la reina de Quyu.
Tu había hablado de seis activistas. Seis, no sesenta. El comentario colgado por Yoyo en la red hacía suponer que los seis pertenecían a los City Demons. Aparte de eso, puede que tuviera en Andrómeda algunas personas que la ayudaran. Pero lo más seguro era que la mayoría de la gente de allí ni siquiera supiera quién era Yoyo ni que la chica estaba escondida en la zona. El problema consistía en que los habitantes de barrios como el de Quyu no mostraban, por principios, ninguna disposición a responder preguntas.
Mientras contemplaba cómo tendían los cables y alzaban los instrumentos a la tribuna, Jericho hizo balance de sus posibilidades. Daxiong había alertado a Yoyo de que había alguien interesándose por el Andrómeda. Debió de creer que Jericho perdería el último atisbo de orientación en el interior de Quyu, con lo que estaría neutralizado durante las próximas horas. Yoyo sería de la misma opinión.
El tiempo todavía jugaba a su favor.
Jericho dejó vagar la mirada. El espacio del escenario estaba cubierto por una especie de alcoba, tenía dos ventanas que en alguna ocasión habían tenido una vista panorámica sobre la nave, pero que ahora estaban tapiadas con ladrillos. A su alrededor, todos continuaban con su trabajo. Nadie se interesaba por él. Sin prisa, trepó por la escalera de metal y pisó la balaustrada, que terminaba en una puerta pintada de gris. El detective accionó la manija de la puerta hacia abajo. Casi había contado con que la puerta estuviera cerrada con llave, pero ésta se abrió hacia el interior sin hacer ruido y le permitió ver un oscuro pasillo. Jericho entró rápidamente, recorrió el pasillo en dirección a la derecha y se encontró en un recinto iluminado por luces de neón, con una única ventana que miraba a la plaza.
Estaba directamente encima del escenario.
Aunque la habitación apenas estaba amueblada y su aspecto era frío y poco acogedor, de ella emanaba cierta vida, la típica de los lugares que han sido abandonados muy poco tiempo antes. Un rescoldo energético, una memoria inconsciente almacenada en las moléculas, en los objetos palpados, en el aire respirado. El detective se acercó a una mesa rodeada de sillas de formica con las patas oxidadas; debajo había una papelera llena hasta la mitad. Algunos armarios abiertos, colchones en el suelo, de los cuales sólo uno había sido usado, a juzgar por las sábanas revueltas y las almohadas. Había también varios ordenadores portátiles en los armarios, una impresora, una pila de papel en parte impreso, montones de cómics, revistas y libros. Como joya del mobiliario, un prehistórico equipo estéreo con radio y tocadiscos. Los discos se encontraban alineados a lo largo de la pared y, por lo visto, eran ejemplares de la época en que los CD eran todavía de escasa circulación, los mismos CD que luego desaparecieron también del mercado. En cambio, en la era de las descargas de Internet, todavía había vinilos en venta, nuevos discos de grupos nuevos.
Algunos de ellos, sin embargo, eran viejos, según comprobó Jericho al agacharse. Desplegó las fundas y leyó los nombres de las carátulas. Entre representantes de la música pop china y la vanguardia, como Top Floor Circus, Shen Yin Sui Pian, SondTOY y Dead J, había también obras de Génesis, Van der Graaf Generator, King Crimson, Magma y Jethro Tull. Apenas faltaba nada de la época de los sesenta y los setenta, cuando se inventó el rock progresivo. Luchando por una causa perdida en los ochenta frente al punk y el
new wave,
convaleciente en los noventa y aparentemente muerto en los primeros años del milenio, el resurgir del rock progresivo no se debía a los pinchadiscos europeos, sino a los chinos, que hacia el año 2010 habían comenzado a combinarlo con música
beat
bailable. Desde entonces estaba en lo más alto el
mando-prog,
como se le llamaba a una rechinante mezcla de rock concertante, música disco y ópera pequinesa, cada día brotaban del suelo nuevas bandas. Músicos muy populares como Zhong Tong Xi, Thirdparty, IN3 y B6 sacaban a los complejos álbumes conceptuales de la era
prog
nuevas experiencias auditivas, y las superestrellas locales Mu Ma y Zuo Xiao Zu Zhou organizaban proyectos
alistar
con señores tan talentosos como Peter Hammill, Robert Fripp, Ian Anderson y Christian Vander, que llenaban los clubes y las salas de conciertos.
Era la música de Yoyo.
Un zumbido omnipresente hacía cosquillas a Jericho en el oído. El detective levantó la vista, vio una nevera situada al fondo de la habitación, fue hasta allí y la abrió: estaba llena hasta la mitad, en su mayor parte comida rápida sin empezar. Había botellas llenas y medio llenas: de agua, de zumo, de cerveza, y hasta una botella de whisky chino. El detective aspiró el aire frío que salió del aparato. La nevera traqueteó. Una bocanada de aire le rozó la nuca.
Jericho se quedó tieso.
No era la nevera la que había traqueteado.
Un instante después, el detective se vio volando a través de la habitación y aterrizando con un sonido seco sobre uno de los colchones. El golpe le había sacado el aire de los pulmones. Rápidamente, rodó hacia un lado y encogió la rodilla. El agresor se abalanzaba sobre él. Jericho le soltó una patada. El tipo saltó hacia atrás, lo agarró por los tobillos y lo arrojó por la habitación, de modo que el detective cayó boca abajo. Jericho intentó incorporarse, pero vio cómo el otro se abalanzaba sobre él, así que empezó a soltar golpes a ciegas hacia atrás, con la esperanza de darle a algo que fuera sensible al dolor.
—Tranquilo —dijo una voz que le sonó familiar—. De lo contrario, el colchón será lo último que veas en tu vida.
Jericho se retorcía. Le comprimían el rostro contra el enmohecido colchón. De pronto ya no tuvo aire. El pánico acalambraba su cabeza y su bajo vientre. Movía las manos hacia todos lados y pataleaba, pero el tipo seguía comprimiéndolo implacablemente contra el colchón.
—¿Nos hemos entendido?
—Mmmm —dijo Jericho.
—¿Es eso un sí?
—¡Mmmm!
Su torturador le quitó entonces la mano de la nuca. Un momento después, el peso de sus hombros había desaparecido. Tratando de coger aire, Jericho rodó y se colocó de espaldas. Sobre él estaba el joven con el que había hablado antes en la nave, que ahora le mostraba una sonrisa afilada desde arriba.
—Los Pink Asses no tocan aquí arriba, tontaina.
—Tampoco se lo recomendaría.
—¿Qué se le ha perdido aquí?
En cualquier caso, ya lo trataban otra vez de usted. Jericho se sentó y señaló los muebles a su alrededor.
—¿Sabes una cosa? Adoro el lujo. Quería que mis vacaciones...
—Preste atención, amigo. No quiero oír nada que me haga enfadar.
—¿Puedo enseñarle algo?
—A ver, inténtelo.
—Está en mi ordenador. —Jericho hizo una pausa—. Con ello quiero decir que tengo que meter la mano en mi chaqueta y sacar un aparato. Usted podría tomarlo por un arma y hacer cualquier cosa sin pensar.
El chico lo miró. Luego sonrió.
—Cualquier cosa que haga, puede usted estar seguro de que me divertiré de lo lindo.
Jericho cargó la imagen de Yoyo en el ordenador y la proyectó en la pared contigua.
—¿La ha visto alguna vez?
—¿Qué quiere de ella?
—Eso se lo diré cuando haya respondido usted a mi pregunta.
—Es usted muy atrevido, pequeñajo.
—Mi nombre es Jericho —dijo el detective con paciencia—. Owen Jericho, detective privado. Un metro setenta y ocho, así que no me venga con eso de pequeñajo. Y deje ya todo el teatro, no puedo concentrarme cuando alguien intenta matarme. Así que, dígame, ¿conoce a la joven, sí o no?
El tipo vaciló.
—¿Qué quiere usted de Yoyo?
—Gracias —dijo Jericho, apagando la proyección—. El padre de Yoyo, Chen Hongbing, me ha encargado buscarla. Está preocupado. Para ser más exactos, diría que la preocupación se lo está comiendo.
—¿Y qué le hace pensar que su hija está aquí?
—Entre otras cosas, la manera afectuosa en que usted me ha tratado. Por cierto, ¿con quién tengo el placer...?
—Aquí soy yo el que hace las preguntas, amigo.
—De acuerdo —asintió Jericho, alzando las manos—. Hagamos un trato. Yo le digo a usted la verdad y, a cambio, usted no me aburre con sus diálogos de películas policíacas. ¿Estamos de acuerdo en eso?
—Hum.
—¿Se llama usted Hum?
—Mi nombre es Bide. Zhao Bide.
—Gracias. Yoyo vive aquí, ¿es correcto eso?
—Vivir sería demasiado decir.
—De acuerdo. Mire usted, Chen Hongbing tiene miedo. Hace días que Yoyo no da señales de vida, no acudió a una cita con él, el hombre está fuera de sí. Mi misión es encontrarla.
—¿Para qué?
—Para nada. —Jericho se encogió de hombros—. Bueno, la convencería para que llamase a su padre. ¿Trabaja usted aquí?
—En el sentido más amplio de la palabra.
—¿Pertenece usted a los City Demons?
—¿A los...? —En los ojos de Zhao brilló algo parecido a la irritación—. ¿Cómo se le ocurre pensar eso?