Authors: Schätzing Frank
No obstante, debería haberse deshecho antes de sus huéspedes. A pesar de todo el empeño, no había podido llevarse a todo el grupo a la piscina y arriesgarse a que llegaran allí antes que Hanna y empezaran a divulgar historias sobre bombas atómicas. ¡Nadie del grupo debía llegar a la base!
¿Quién había sobrevivido?
«Lynn —pensó Lawrence—. Y Tim.» Por lo menos ellos dos. Estarían en cualquier parte del hotel, posiblemente en la central.
Era hora de establecer contacto con ellos.
El comportamiento de los cuerpos en el vacío gozaba de una animada capacidad para crear leyendas. Algunas de ellas se correspondían con los hechos como, por ejemplo, que los objetos de consistencia blanda con entradas de aire tendían a hincharse como una masa de levadura, ya que el gas se abría paso violentamente hacia afuera. El vacío no absorbía, lo atmosférico ejercía presión. Algunas cosas se deformaban, otras reventaban. Los bombones de chocolate rellenos de espumosa crema se inflaban hasta alcanzar cuatro veces su volumen normal. Cuando se restablecía la presión original del entorno, se transformaban en una masa amorfa, lo que indicaba profundos destrozos estructurales. Por el contrario, un condón anudado, después de una existencia efímera como globo, recuperaba su forma original, independientemente de que, después de ello, lo mejor fuera no usarlo. Un pulmón de res se hacía jirones, el queso agujereado y las berenjenas no mostraban ningún cambio visible, y mucho menos los huevos de gallina. La cerveza soltaba espuma como loca, las patatas fritas secretaban grasa por un tubo y se enfriaban, mientras que las bolsitas de ketchup se abombaban ligeramente.
En lo que atañía a las personas, se había difundido con obstinada frecuencia el rumor de que éstas reventaban en el vacío. Por su naturaleza, los seres humanos están más cerca de los bombones de chocolate rellenos que de los condones: son blandos, porosos, están llenos de gases y de líquidos. Pero cuando Hanna le quitó el casco a Locatelli, sucedió algo mucho más complejo. Del mismo modo que el agua, bajo presión —por ejemplo, en las fosas abisales—, sólo alcanza el punto de ebullición entre los doscientos y los trescientos grados (en el aire de alta montaña, por ejemplo, en el monte Everest, empieza a hervir, por el contrario, a los setenta grados), los componentes líquidos del cráneo de Locatelli, sometidos a una absoluta descompresión, se cocinaron en una fracción de segundo, y casi al mismo tiempo, debido a la pérdida de energía inducida, se enfriaron de nuevo. Lo que se evapora en el vacío genera un vapor frío, de modo que la parte líquida de Locatelli, en cuanto hirvió, se congeló de nuevo rápidamente. Su cráneo no reventó, pero su fisonomía fue sufriendo veloces cambios, hasta dejar una máscara deforme cubierta por una fina capa de hielo. Y como estaba a la sombra de un saliente de roca, el hielo perduraría hasta que los rayos de sol incidieran sobre él y lo evaporaran. Por último, Locatelli sufriría una terrible insolación, pero lo bueno del asunto era que él no sentiría nada de ello. Murió tan rápidamente que lo último que vivió fue la belleza de un cielo estrellado.
Hanna se incorporó.
Era como él había dicho. Ni lo agobiaba ni lo complacía el acto de matar. Sus víctimas no poblaban sus sueños. Si hubiera llegado al convencimiento de que Locatelli representaba algún peligro para él, le habría pegado un tiro. Pero en algún momento, en el transcurso de las últimas dos horas, se había hecho a la idea de no tener que hacerlo. El coraje de Locatelli le había infundido respeto, y aunque el tipo era un engreído y un arrogante hijo de puta, Hanna había desarrollado por él algo parecido a la simpatía, unida al deseo de perdonarlo. La perspectiva de salvarle la vida a Locatelli le hacía bien de un modo indeterminado.
Ahora, por lo menos, le había evitado numerosos sufrimientos.
Hanna se volvió y borró al muerto de su memoria. Debía acabar con su misión.
El
buggy
estaba volcado de lado, después de que el
Ganímedes
lo hubiese empujado contra el saliente de roca. Hanna empujó con fuerza el vehículo, lo colocó de nuevo sobre sus ruedas y lo inspeccionó. De inmediato le llamó la atención que uno de los ejes se había dañado de tal manera que la cuestión ahora no era si se iba a partir, sino cuándo lo haría. Sólo podía confiar en que el
buggy
aguantara hasta la estación de extracción.
Sin echar un vistazo más a Locatelli o al transbordador, partió.
«Insólita —pensó O'Keefe—, la palidez sepulcral de Nair. Que alguien con una pigmentación cutánea parecida a la del
espresso
italiano pueda tener, al mismo tiempo, un aspecto tan pálido.» Tan falto de vida como las palabras que él ahora usaba para transmitir confianza.
—Vendrán a recogernos, Sushma. No te preocupes.
—¿Quiénes vendrán?
—Nuestro amigo Funaki...
—No, Mukesh, ahí no hay nadie, ¡él no puede localizar a nadie! —Sushma empezó a sollozar—. ¡En la central no responde nadie, y hay fuego, ahí abajo todo está envuelto en llamas!
«Asombroso.» O'Keefe no podía dejar de observar a Nair, sobre todo su nariz. Como muerta, era como un rábano blanco lo que Mister Tomato llevaba en la cara. El objeto de su interés rodeó con su brazo protector los hombros de Sushma.
—No podrá localizar a nadie, querido. Eso seguro.
—¿Ya ha aumentado la temperatura? —preguntó Rebecca Hsu, frunciendo alarmada el ceño—. ¿En algunos grados?
—No —dijo Eva Borelius.
—Pues yo creo que sí.
—A
ti
te ha aumentado probablemente la temperatura, Rebecca. —Karla Kramp caminó hasta el inicio de la escalera y miró hacia abajo—. Secreción de hormonas del estrés, aumento de la presión sanguínea. Climaterio. Es algo normal a tu edad.
O'Keefe la siguió. Dos plantas más abajo, la escalera de caracol acababa en una barrera de acero.
—Tal vez deberíamos intentar abrir las escotillas —propuso el actor.
Funaki miró en su dirección y negó con la cabeza.
—Mientras el indicador del campo de control esté en rojo, se recomienda que nadie lo toque. De lo contrario, correríamos un grave peligro.
—¿Y por qué? —dijo Winter, pescando una fresa de su daiquiri y chupando la pulpa de la fruta hasta separarla de la estrellita verde—. El mecanismo automático lo ha cerrado todo herméticamente; ahora podemos mirar, ¿no? —Su piel recordaba el color de un bogavante hervido. El rostro y el escote parecían de fuego. El cabello, saturado de productos químicos, se había chamuscado hasta por encima de la frente, y también las cejas habían sufrido daños. Aparte de eso, ponía de manifiesto esa confianza que sólo pueden mostrar aquellas personas que son muy independientes o muy limitadas.
—No es tan sencillo —dijo Funaki.
—Chorradas —repuso ella, las comisuras de sus labios rezumando jugo de fresa—. Sólo queremos echar un breve vistazo. Si todavía hay fuego, cerramos otra vez rápidamente.
—En primer lugar, no podrían abrir la escotilla.
—Finn tiene buenos músculos, y Mukesh...
—No hay nada que se pueda hacer ahí con la fuerza física. No cuando la presión parcial del oxígeno ha disminuido.
—Entiendo. —Miranda Winter enarcó con expresión de interés las pocas cejas que le quedaban—. El tal Parcial, ¿no era un caballero famoso?
—¿Cómo dice? —Sí, Parcial...
—Es Parsifal —dijo Olympiada Rogachova con voz cansada.
—Ah, cierto. ¿Y qué tiene que ver él con nuestro oxígeno?
—Michio, viejo samurai —dijo O'Keefe, volviéndose—. ¿Sería usted tan amable de hablar de tal modo que esta multimillonaria, tan normal, pudiera entenderlo? Creo que lo que usted quiere decirnos es que, del otro lado, se ha producido una disminución de la presión, ¿no es así? Lo que significa que debemos pensar en otra forma de salir de aquí.
—Sí, pero ¿cómo? —preguntó Borelius, mirándolo desconcertada—. Sin ascensores...
Habían bajado hasta el Selene para inspeccionar el ascensor del personal, el único de los tres aparatos que llegaba hasta la zona de los restaurantes, pero Funaki había intervenido enérgicamente: «¡No mientras el sistema o la central no nos indiquen que ya no hay peligro! No sabemos cuál es el aspecto de la caja del ascensor. Si no quieren que las llamas los ataquen de frente, aparten sus manos de esas puertas.» Pero la central no se había comunicado hasta ese momento. «En caso de necesidad, bajaremos por las cajas de los ascensores —había añadido él—. No es nada cómodo, pero es seguro.»
Desde entonces había transcurrido un buen rato. Kramp volvió a mirar hacia abajo, hacia el caparazón de babosa de la escalera en espiral.
—En cualquier caso, no me quedaré aquí para tostarme —dijo ella.
—¿Tostarte? —Los ojos de Rebecca Hsu se abrieron, desorbitados—. ¿Es que te refieres a...?
—Karla —susurró Borelius—. ¿Es necesario esto?
—¿Por qué lo preguntas? —le respondió Kramp en alemán, también en un susurro—. Por encima de nosotros están únicamente las estrellas. No podemos llegar a la terraza mirador sin los ascensores, y debajo de nosotros todo está en llamas. El fuego tiende a subir. Si Funaki no consigue comunicar de inmediato con la central, mi estancia aquí habrá terminado, eso puedo asegurártelo.
—Todos queremos salir de aquí, pero...
—¡Michio! —Una voz distorsionada sonó a través de los altavoces del bar—. Michio, ¿me oye? ¡Soy Tim! ¡Tim Orley!
Tal vez había establecido ciertas prioridades equivocadas. Ignorando el lamentable estado de Lynn, debería haber contactado de inmediato con los demás, pero el hecho de verse obligado a presenciar su sufrimiento le resultó insoportable a Tim. Por sus sollozos, creyó inferir que tras la ingestión de cierto medicamento su hermana estaría mejor. Al instante, había llamado el ascensor para que bajara desde lo más alto y subir con ella hasta el piso trece, donde estaba su suite. El hecho de que hiciera un calor inusual en la cabina fue algo que sólo llegó hasta su subconsciente. No fue hasta alcanzar el puente de cristal cuando recordó los aterradores ruidos llegados desde el cuello del Gaia, el fantasma de humo en la cúpula del atrio, una arquitectura que se había puesto en movimiento de una manera curiosa. Entonces levantó la cabeza y miró al techo.
Por encima de él se extendía un macizo blindaje.
Perplejo, Tim se preguntó de dónde habían salido de repente todas aquellas placas y escotillas de acero. Deberían haber estado ocultas entre los pisos, fuera del alcance de la vista.
¿Qué estaba ocurriendo allí arriba?
Por último, en el baño, Lynn había temblado tanto que se había visto obligado a meterle él mismo en la boca, una tras otra, las pastillas verdes y la cápsula blanca que su hermana le había pedido, y le había sostenido el vaso para que bebiera, jadeando como una niña pequeña. A continuación, un ataque de tos lo hizo temer que devolviera, pero de inmediato los medicamentos empezaron a hacer su efecto. Un cuarto de hora más tarde ya estaba tan recuperada que ambos pudieron abandonar la suite, y en ese momento se tropezaron con Heidrun y Walo Ögi.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó el suizo con tono de preocupación, mirando a su alrededor—. ¿Dónde están los demás?
—Arriba —susurró Lynn. Por el color de su piel, podría haber sido hermana de Heidrun.
—Nosotros venimos de arriba —dijo Ögi—. Queríamos asistir a esa reunión, pero las escotillas están atrancadas.
—¿Atrancadas?
—Creo que es mejor que vengan con nosotros —dijo Heidrun.
Sólo al subir Tim se dio cuenta del alcance del blindaje. Toda una pared de acero, sin fisuras de ninguna clase, se extendía a lo largo de la galería. Las puertas del E2, uno de los dos ascensores de huéspedes, habían desaparecido tras ella, al igual que el pasillo de la izquierda que daba acceso al cuello del hotel. La única escalera de caracol restante acababa en una escotilla cerrada. Y sólo entonces le llamó la atención que la visibilidad estaba ligeramente enturbiada, como si una película muy fina cubriera su retina. De manera aislada, pasaban flotando algunas pelusas por el aire. Tim extendió la mano hacia una de ellas, la cogió y ésta se deshizo entre las yemas de sus dedos.
—Es hollín —dijo.
—¿No lo oléis? —Ögi husmeó en todas direcciones meneando el bigote—. Es como si algo se hubiera quemado.
El horror lo sobrecogió. ¿Qué otra cosa podía significar que las escotillas estuvieran herméticamente cerradas sino que algo se estaba quemando todavía? Llenos de inseguridad, fueron hasta abajo y oyeron en el vestíbulo los gritos apremiantes de Funaki. Lynn caminó hasta los controles, activó la función de respuesta, le hizo una seña apática a su hermano y se hundió en uno de los sillones con ruedas.
—¡Michio! —gritó Tim sin aliento—. Michio, ¿me oye? ¡Soy Tim! ¡Tim Orley!
—¡Señor Orley! —El alivio de Funaki podía palparse con ambas manos—. Pensábamos que ya no nos respondería nadie. Desde hace media hora estoy intentando localizar a alguien.
—Lo siento, tuvimos... Tuvimos que resolver un par de problemas.
—¿Dónde está la señorita Lawrence?
—Aquí no está.
—¿Y Sophie?
—Tampoco, no hay nadie del personal. Sólo los Ögi, mi hermana y yo.
Funaki guardó silencio por un momento.
—Entonces me temo que tendrá usted que seguir resolviendo problemas, Tim. Estamos aquí arriba, atrapados.
—¿Qué es lo que ha pasa...?
—¡Aquí la central! —Era la voz de Lawrence—. Por favor, contesten.
—Perdone, Michio. —Con el ceño fruncido, Tim intentó orientarse entre todos aquellos indicadores—. Estaré con usted enseguida, tengo a Dana Lawrence, un momento. Maldita sea, ¿cómo se cambia de canal?
Su hermana se incorporó con la mirada vacía, lo hizo a un lado y tecleó con el dedo en un campo que parpadeaba.
—¿Dana? Soy Lynn.
—¡Lynn! Por fin. Hace media hora que estoy intentando...
—Esa frase puede guardársela, ya nos la ha dicho Funaki.
—Estoy encerrada en el hombro derecho.
—Bien, ya la llamaremos. Manténgase en contacto.
—Pero debo...
—Cierre el pico, Dana. Sencillamente espere a que alguien quiera jugar con usted.
—¿Qué ha dicho? —explotó Lawrence.
—Ah, y otra cosa... Está usted despedida. ¿Michio? —Lynn, sin más, dejó a la enfurecida directora del hotel en
stand-by—.
Soy Lynn Orley. Descríbame la situación.