Límite (171 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Suena razonable —dijo Nair.

—Sí —convino Kramp, soltando una risotada nerviosa—. Es mejor que esos conductos de ventilación llenos de humo.

—Bien —decidió Funaki—. Lo haremos así.

—A mí ya no hay nada que pueda asustarme —soltó Winter con voz aflautada.

El elemento vivificador de un plan se fue filtrando hacia el sistema circulatorio del pequeño grupo, motivando a sus integrantes a bajar unidos al Selene, donde predominaban temperaturas claramente más elevadas. Funaki echó un vistazo a las escotillas del suelo para inspeccionarlas. Nada indicaba que el humo o las llamas se hubieran abierto paso hacia arriba.

Aguardaron. Al cabo de un rato oyeron que se aproximaba el ascensor. Durante un tiempo que a todos les pareció una eternidad, las puertas permanecieron cerradas, hasta que finalmente se deslizaron a ambos lados.

La cabina tenía el mismo aspecto de siempre.

Funaki dio un paso hacia el interior y miró a su alrededor.

—Todo parece estar bien. Muy bien, incluso.

—Mukesh. —Sushma agarró el brazo de su marido y lo miró con gesto suplicante—. ¿Has oído lo que ha dicho? Ahora ya podemos...

—No, no. —Funaki, que ya tenía puesto un pie en la cabina, se volvió rápidamente y negó con la cabeza—. Tenemos que mandarlo vacío hacia abajo. Tal y como ha dicho la señorita Orley.

—Pero si está bien. —Los hombros de Sushma temblaron por la excitación—. Está intacto, ¿no? Cada vez que lo enviemos de arriba abajo puede volverse más peligroso. Yo quiero bajar ahora, por favor, Mukesh.

—Bueno, querida, no sé. —Nair miró inseguro a Funaki—. Si Michio ha dicho que...

—¡Es
mi
decisión!

El japonés torció el gesto y se rascó detrás de la oreja.

—Y yo me sumo —dijo Kramp—. Soy de la misma opinión.

—¿Qué? ¿Pretendes bajar ahora? —preguntó Eva Borelius—. ¿Crees que es una buena idea?

—¿Qué quieres decir con «buena»? La cabina ha conseguido llegar arriba, así que también conseguirá llegar abajo. Sushma tiene razón.

—Yo también voy —dijo Hsu—. ¿Finn?

O'Keefe negó con la cabeza.

—Yo me quedo aquí.

—Y yo —dijo Rogachova.

Funaki, con expresión de desamparo, miró a Miranda Winter, que se pasó la mano por las puntas de los pelos chamuscados y arrugó la nariz.

—Bueno, yo creo en las voces —dijo, y dirigió los ojos al techo—. Voces que llegan desde el universo, ¿sabéis? A veces hay que escuchar con atención, y entonces el cosmos nos habla y nos dice lo que tenemos que hacer.

—Ah —exclamó Kramp.

—Claro que hay que escuchar con todo el cuerpo.

O'Keefe le dirigió un amable gesto de asentimiento.

—¿Y qué dice el cosmos ahora?

—Que espere. ¡Así que yo voy a esperar! —se apresuró a decir—. Él sólo puede hablar por mí.

—Claro.

—Estamos perdiendo tiempo —apremió Funaki—. Ya le han ordenado al ascensor que bajara, el indicador está encendido.

Mukesh agarró la mano de Sushma.

—Vamos —dijo.

Pasando junto a Funaki, entraron en la cabina, seguidos de Hsu, Kramp y Borelius, que mostraba una mirada escéptica.

—¿Vienes con nosotros? —se asombró Kramp.

—¿Acaso crees que te dejaré bajar sola?

—Permaneced aquí, en el Selene —les gritó Nair a los que se quedaban—. Os enviaremos el ascensor de inmediato.

Las puertas se cerraron.

«¿Acaso estoy siendo demasiado cauteloso? —pensó O'Keefe—. ¿Resultará al final que soy un cobarde?»

De repente, lo asaltó el desagradable presentimiento de que acababa de desperdiciar su última oportunidad de salir ileso de aquella situación.

—Es horroroso —dijo Borelius en voz baja—. Cuando pienso que Aileen y Chuck...

—Pues no pienses en ello —replicó Kramp, mirando fijamente hacia adelante.

La cabina se puso en movimiento.

—Funciona —constató Hsu.

—Sólo espero que funcione una vez más —dijo Sushma, preocupada—. El resto debería haber venido con nosotros.

—No tengas miedo —la tranquilizó Nair—. Funcionará.

Entonces apareció la ya familiar sensación de la pérdida de peso. El descenso se aceleró, pasando junto a...

...la cabina del E2, cuyo interior era un único rescoldo de color rojo y amarillo, mientras que el tanque de oxígeno seguía escupiendo llamaradas hacia aquel páramo que era el cuello del hotel. El calor era cada vez más intenso. A pesar del grosor, los cristales del ventanal de la fachada sólo podían resitir al fuego con esfuerzo, pero todavía la presión estaba concentrada en el interior, empujando la cabina hacia un lado, lenta pero constantemente. Unas delgadas paredes longitudinales separaban las cajas de los ascensores, interrumpidas por unos pasos de un metro cuadrado. En contra de su aspecto exterior, eran extremadamente resistentes, estaban hechas con hormigón lunar y eran apropiadas para sostener grandes cargas.

Pero no cargas de esa índole.

Durante aquellos tres cuartos de hora, dentro de la cabina se había creado una tensión ferroestática. Y ahora que se había sobrepasado el máximo tolerable, ésta se descargó con tal fuerza destructiva que uno de los revestimientos laterales reventó con un estruendo ensordecedor, haciendo pedazos la pared de la caja del ascensor y expandiéndose como metralla hacia la caja de al lado, con el resultado de que el ascensor del personal se detuvo dando una sacudida.

Se detuvo tan abruptamente que sus ocupantes se alzaron del suelo, salieron disparados hacia las alturas, se golpearon la cabeza y cayeron luego rodando en una melé. Al instante siguiente, algo impactó contra el techo e hizo que la cabina se estremeciera.

—¿Qué ha sido eso? —Sushma se incorporó y miró a su alrededor con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Qué ha pasado?

—¡Nos hemos detenido!

—¿Mukesh? —El pánico hacía vibrar su voz—. Quiero salir, quiero salir de inmediato de aquí.

—Tranquila, cariño, seguramente todo está...

—Quiero salir. ¡Quiero salir!

Él la tomó por el brazo y le habló rápidamente y en voz baja. Uno tras otro, fueron poniéndose de pie, los rostros pálidos y aterrados.

—¿Habéis oído ese estruendo? —preguntó Hsu, mirando fijamente al techo.

—Ya la habíamos pasado —dijo Karla Kramp, como si quisiera, a través de un debate, conjurar los hechos—. Ya estábamos por debajo de la galería.

—Algo nos detuvo —dijo Borelius echando un vistazo a los indicadores. Las luces se habían apagado. Pulsó el botón del intercomunicador—. ¿Hola? ¿Alguien nos oye?

Ninguna respuesta.

—Menuda mierda —maldijo Hsu.

—Quiero salir—suplicó Sushma—. Por favor, quiero...

—¡Me estás poniendo de los nervios! —la increpó Hsu—. Tú nos metiste a todos la estúpida idea en la cabeza de subir aquí. Por tu culpa estamos ahora atrapados.

—¡No deberías haber venido si no querías! —le respondió Nair, furioso—. Déjala en paz.

—Ah, vete a la mierda, Mukesh.

—¡Eh! —dijo, interponiéndose, Borelius—. Nada de peleas, nosotros...

Algo crujió por encima de sus cabezas. Primero se oyó un sonido hueco y silbante; a continuación, un silencio de muerte.

Una sacudida estremeció la cabina.

Y entonces cayeron.

—¿Que habéis hecho qué?

Lynn miraba alternativamente la pared de monitores y el rostro de Funaki, que mostraba el mayor desconcierto.

—Quisieron subir de todos modos, señorita Orley —se lamentó el japonés. Tenía la mirada baja. En una rápida secuencia, su cabeza se estiró hacia adelante y hacia atrás, en un gesto de sumisión—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo no soy militar, la gente tiene voluntad propia.

—Pero ¡todo salió mal! Hemos perdido el contacto con ellos.

—¿Se han quedado... atrapados?

Lynn echó una ojeada al diagrama. Había podido ver la repentina detención de la cabina por debajo de la galería, pero luego el símbolo había desaparecido.

Nadie decía nada. Walo Ögi midió el espacio con la mirada, Heidrun y Tim miraron fijamente los diagramas, como si, con la fuerza de sus miradas, pudieran hacer aparecer de nuevo el símbolo.

La cabeza de Lynn estaba en estado de sitio.

Las drogas habían desplegado su efecto narcotizante, mientras que el agudo drama la lanzaba más allá de los límites de lo soportable. Aunque por un lado estaba algo atontada, como borracha, veía al mismo tiempo cada detalle de su entorno con una nitidez desacostumbrada, inquietante. No había un antes ni un después, no había una percepción primaria y una secundaria. Todo irrumpía de manera simultánea en ella, mientras que era cada vez menos lo que llegaba fuera. Los niveles de la realidad se destruían, se quebraban, se empujaban unos a otros, y los añicos se entrelazaban de nuevo, creando decorados surrealistas destinados a la representación de obras incomprensibles. En sus oídos rumoreaba la sangre. Por centésima, por milésima vez, otro millón de veces más se preguntó cómo se había dejado enrolar en aquella empresa de construir estaciones espaciales y hoteles lunares, en lugar de enfrentarse de una vez a Julian y dejarle claro que ella no era perfecta, que no era una supermujer, que ni siquiera era una persona sana, que aquella tarea terminaría destruyéndola, y que tal vez para dar a luz a la locura sólo se necesitaba un loco, pero no hacía falta cultivarla ni comercializarla. Porque eso, precisamente eso, era asunto de los sanos, de los emocionalmente estables y de mente clara, que coqueteaban con la locura, flirteaban despreocupadamente con ella, pero no entendían en lo más mínimo lo que significaba palparla.

¿Cuánto tiempo más aguantaría?

Le retumbaba la cabeza. Lynn cerró los párpados y oprimió la punta de los dedos contra las sienes. Tenía que mantenerse en pie. No podía permitir que se rompiera el dique que todavía retenía aquella marea negra. Era la única que se conocía el hotel al dedillo. Ella lo había construido.

Todo dependía únicamente de ella.

Aterrada, abrió los ojos.

El símbolo estaba de nuevo allí.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¿Nos oye alguien?

Borelius golpeaba con furia el botón del intercomunicador, gritaba y gritaba, mientras que Sushma se lanzaba contra las atrancadas puertas interiores e intentaba abrirlas a la fuerza con ambas manos. Nair la atrajo por los hombros y la acercó a él.

—Quiero salir de aquí —lloriqueaba la india—. Por favor.

El ascensor había caído sólo un metro; sin embargo, la sangre de cinco rostros se había acumulado toda ella en los pies de sus dueños. Blancos como velas, se miraron unos a otros, como un grupo de fantasmas de un castillo que de pronto comprenden claramente que llevan mucho tiempo muertos.

—De acuerdo. —Borelius se apartó del intercomunicador, alzó las manos e intentó imprimir un tono objetivo a su voz, algo que consiguió asombrosamente bien—. Ahora lo más importante es que no perdamos los nervios. Y esto también va para ti, Sushma. ¿Sushma? ¿Estás bien?

La india asintió con los labios temblorosos, empapados por las lágrimas.

—Bien. No sabemos lo que ha pasado, no localizamos a nadie, así que tenemos que ser pacientes.

—En realidad, las cosas ya no pueden ponerse peor —dijo Hsu—. Quiero decir que con una sexta parte del pe...

—Doce metros por encima de la superficie lunar es como dos metros en la Tierra —dijo Kramp—. Y estamos a ciento veinte metros de altura.

—¡Chis! Escucha.

Un bramido intermitente penetraba en su oído. Un lamento atormentado se mezclaba con él, como un material altamente dañado. Borelius alzó la vista hacia el techo. Visible para todos, había allí una escotilla, en el medio. Y ahora, junto a la pantalla de indicadores, vio también el mecanismo para accionarla. Por un momento vaciló, luego activó el mecanismo. Durante algunos segundos no sucedió nada, y Borelius empezó a temer que también aquella función se hubiese dañado. ¿Cómo iban a llegar al exterior si la escotilla estaba bloqueada? Mientras cavilaba aún sobre las posibles alternativas, el mecanismo empezó a moverse y a abrirse lentamente. Un titilante color naranja penetró en el interior de la cabina, el bramido se incrementó. Eva Borelius se agachó, tomó impulso, alcanzó el borde de la abertura y se alzó con un fuerte impulso hasta trepar al techo.

—Madre mía —susurró.

A mano derecha, una gran superficie de la pared divisoria había sido arrancada de cuajo, de modo que podía verse bien el interior de la caja del otro ascensor. Cinco o seis metros por encima de ella colgaba la ardiente y destrozada cabina del E2. El revestimiento lateral permitía ver el interior, que era la fuente de aquellos bufidos, que ahora podían oírse mucho más intensamente. Unos fantasmas rojizos pasaban a toda prisa por el techo del ascensor en llamas, unos jirones de humo negro se acumulaban en lo más alto de la caja. Adondequiera que uno volvía la cabeza había trozos de metal clavados en los rincones. Un pedazo de aspecto estrafalario, envuelto en un rescoldo pulsante, yacía directamente bajo sus pies. Borelius dio un paso atrás. Hasta donde podía ver, las juntas de los frenos del ascensor del personal se habían activado y estaban aferradas a los raíles de guía, pero al mirar detenidamente le pareció que dos de ellos habían sido bloqueados por dos esquirlas, o que incluso podrían estar dañados. El sofocante calor hizo que afloraran unas grandes gotas de sudor sobre su frente y el labio superior.

Y de repente perdió el suelo bajo sus pies.

Un grito colectivo le llegó desde abajo cuando la cabina se desplomó un metro más. Borelius se tambaleó, logró estabilizarse y vio que una de las juntas se había abierto. ¡O no, peor, que se había roto! Presa del pánico, buscó una salida. Justo delante de sus ojos estaba el borde inferior de las puertas que conducían a la galería. Metió los dedos en la ranura y emprendió el desesperado intento de abrirlas, pero éstas, por supuesto, no se movieron ni un ápice. ¿Cómo iban a hacerlo? No eran las puertas de un ascensor normal, sino de una escotilla de cierre hermético. Mientras el sistema no decidiera abrirse, o alguna otra persona lo accionara desde fuera, sólo estaría poniéndose en ridículo y perdiendo un tiempo valioso.

—¡Eva! —Oyó los sollozos de Sushma—. ¿Qué pasa?

Le resultaba difícil no prestar atención a la pobre mujer, pero tampoco podía estar ocupándose del estado de ánimo de todos los demás. Con insistencia febril, intentaba hallar una solución. La pared intacta mostraba, según veía ahora, un acceso de un metro cuadrado que llevaba hasta el hueco del E1. Un tramo más arriba vio otro acceso, pero estaba demasiado lejos como para poder llegar hasta él; en la parte inferior, por otro lado, se extendían los ardientes y humeantes fragmentos del revestimiento de la cabina que habían volado. Borelius sintió una desagradable presión en el pecho y se volvió, a fin de echar un vistazo al hueco del otro ascensor, el E2. Toda la parte superior de la pared intermedia había desaparecido, había un agujero enorme, cuyo borde dentado quedaba a la altura de su frente, de modo que sólo tenía que estirarse un poco hacia arriba para poder mirar a través de él. Unos raíles verticales se extendían hasta una profundidad imposible de determinar. Entre ellos discurrían, a ciertos intervalos, unos travesaños, lo suficientemente anchos como para agarrarse y apoyarse sobre ellos, y luego, en el lado opuesto del hueco del ascensor, vio...

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