Authors: Schätzing Frank
—¿No crees que podría haber seguido otra ruta de vuelo? —preguntó Chambers.
—Es posible. —Julian alzó la mirada al cielo, como si Locatelli hubiera dejado algo allí para ellos.
—Probable, incluso —dijo Rogachov—. Tenía problemas para recobrar el control sobre el transbordador. Si acaso pudo recuperarlo, puede que antes la nave hubiera andado a la deriva y lo hubiese llevado bastante lejos.
—¿Dónde está exactamente la estación de extracción? —preguntó Amber.
—En la zona minera —respondió Julian, señalando con el brazo extendido en dirección a la barrera de polvo—. A unos cien kilómetros de aquí, hacia el norte, en el eje entre el cabo Heráclides y el cabo Laplace.
—Por cierto, ¿cómo andamos de oxígeno?
—Bien, para como están las cosas. El problema es que ya no podemos fiarnos mucho de los mapas.
Amber dejó caer su mapa. Hasta ahora había disfrutado la ventaja de tener una perspectiva clara a su favor. Se podía confiar en que cada cráter que aparecía señalado en el mapa de la Luna, cada elevación, había surgido en algún momento en el horizonte, permitiendo determinar con exactitud su posición, pero en medio de aquel mar de polvo, su capacidad para orientarse se vería considerablemente restringida.
—Deberíamos intentar, dentro de lo posible, no perdernos —afirmó Chambers con tono sobrio.
—¿Y Warren? —preguntó Omura—. ¿Qué pasa con Warren?
—Bueno... —dijo Julian, vacilante—. Si lo supiéramos...
—¡Un comentario de experto, gracias! —dijo Momoka, soltando un bufido—. ¿Y qué tal si lo buscamos?
—No podemos correr ese riesgo, Momoka.
—¿Por qué no? De todos modos, tenemos que llegar hasta el pie del cabo.
—Y de ahí, directos a la estación, sin desviarnos.
—Ni siquiera sabemos si se ha estrellado realmente —comentó Chambers—. Tal vez...
—¡Por supuesto que lo sabemos! —gritó Omura—. ¡No seas prepotente! ¿Queréis continuar con toda calma vuestro viaje mientras él ha quedado atrapado en ese trozo de chatarra en compañía del hijo de puta de Carl?
—Aquí nadie ha hablado de calma —protestó Chambers—. Este territorio es inmenso. Podría estar en cualquier parte.
—Pero...
—No vamos a buscarlo —decidió Julian—. No puedo hacerme responsable de eso.
—¡Esto es lo último!
—Sería realmente lo último si, por tu culpa, no podemos llegar a la estación de extracción —dijo Chambers fríamente—. Todo el mundo aquí está preocupado por Warren, pero no podemos explorar todo el Mare Imbrium y arriesgarnos a que se nos agote el oxígeno.
—He ahí una propuesta positiva —dijo Rogachov, carraspeando—. Hay un punto en el que Momoka tiene razón. De todas formas, debemos llegar al cabo, si es que deseamos alcanzar ese eje de conexión. Sencillamente, pasemos un poco más cerca y mantengamos los ojos abiertos. No se trata de organizar una búsqueda, sólo de adentrarnos tres o cuatro kilómetros y luego seguir hacia la estación de extracción.
—Suena razonable —dijo Chambers.
Julian meditó durante unos segundos acerca de la propuesta. Hasta el momento no habían tocado las reservas de oxígeno.
—Creo que podemos hacerlo —dijo de mala gana.
Se desviaron, se dirigieron hacia un macizo de tierra y se adentraron un poco en la bahía, subiendo hacia la izquierda de la cordillera, hasta llegar, minutos después, a una zanja poco profunda que cruzaba el suelo y parecía proceder directamente de la niebla.
Julian disminuyó la velocidad del Rover.
—Eso no es una zanja natural —señaló Rogachov.
Lo que veían era un canal bastante amplio. Había sido abierto en el regolito, como una herida, con los bordes marcados por la tierra arrojada hacia los lados.
—Es reciente —dijo Amber.
Omura se levantó de su asiento y miró las nubes distantes; luego se volvió hacia el otro lado.
—Ahí —susurró.
Allí donde el litoral del cabo se elevaba en una cadena montañosa, había algo atravesado en la pendiente. Reflejaba la luz del Sol, era pequeño, alargado, y tenía una forma inquietantemente familiar.
Además, marcaba el final de la zanja.
Sin decir una sola palabra, Julian pisó el acelerador. Conducía a toda velocidad pero, así y todo, Omura logró adelantarlo. El terreno se levantaba con suavidad, era bastante llano, ideal para los Rover, que, gracias a su suspensión flexible, avanzaban sin tropiezos a lo largo de la zanja. Entretanto, ya no les cabía ninguna duda de que tenían a la vista los restos del
Ganímedes.
Descansaba, sin las patas, en medio de un pedregal, encajado entre unas grandes rocas. El compartimento de carga estaba abierto de par en par. No muy lejos de la rampa yacía un hombre: la cabeza y los hombros se le veían bajo la sombra de las rocas. Mientras Julian meditaba cómo detener a Omura, la mujer de Warren ya había saltado de su asiento y corría cuesta arriba. Oyó en su casco el jadeo de la mujer, la vio caer de rodillas. La parte superior de su cuerpo fue tragado por las sombras, y entonces se oyó un breve y espeluznante grito en los altavoces.
—Evelyn —le dijo Julian a Chambers por otra frecuencia—. Creo que eres la mejor en estos casos.
—De acuerdo —dijo Chambers con tono desdichado—. Yo me ocuparé de ella.
En el contexto de todas las adversidades recientes, a Hanna le habría sorprendido poder llegar a la estación de extracción sin ningún contratiempo. Estaba demasiado familiarizado con la esencia de una escalada de los acontecimientos. El eje dañado del
buggy
tenía que romperse antes de tiempo y, en efecto, eso fue lo que hizo, fiel a la dramaturgia del fracaso, a quince kilómetros de su destino. No necesitó ningún bache ni ninguna irregularidad del terreno para que se completara la labor. Se partió en dos en un terreno llano, de un modo definitivo y banal, deteniendo el vehículo abruptamente y obligándolo a describir un semicírculo. Eso fue todo.
Hanna saltó a los escombros. La regla básica de toda supervivencia era ver lo positivo de un asunto. Por ejemplo, pensar que aquel cacharro había aguantado lo suficiente. Que poseía una extraordinaria capacidad de orientación, que le había permitido encontrar siempre el camino correcto. A pesar de la pésima visibilidad, había mantenido el rumbo, de eso estaba seguro. Siempre y cuando continuara avanzando en línea recta, llegaría a la estación de extracción, según sus cálculos, al cabo de una hora, aunque a partir de ese momento tenía que prestar muchísima atención. El polvo ocultaba peligros que eran más difíciles de evitar a pie que con el
buggy.
Lo más recomendable era mantener cierta distancia. Ciertamente, aquellos bichos eran lentos, sin embargo, las ágiles y afiligranadas arañas tendían a hacer apariciones por sorpresa bastante desagradables.
Hanna dejó vagar la mirada. A una distancia indeterminada, vio una especie de silueta fantasmal. Entonces entró en el compartimento de carga, agarró con cada mano una mochila de supervivencia y se alejó.
Mientras Chambers cumplía con su deber de consolar a Momoka, Julian, Amber y Rogachov se dedicaron a examinar frenéticamente el interior de los restos del
Ganímedes y
los alrededores más próximos, pero nada indicaba que Hanna estuviera cerca.
—¿Cómo pudo salir de aquí? —preguntó, sorprendida, Amber.
—El
Ganímedes
llevaba un
buggy
a bordo —dijo Julian mientras husmeaba cerca del morro del transbordador—. Y el
buggy
ha desaparecido.
—Sí, y sé adónde ha ido —dijo la voz de Rogachov desde el extremo opuesto de la nave—. Tal vez deberíais venir hasta aquí.
Segundos después, estaban todos reunidos en la zanja abierta por la nave. Si hasta el momento sólo habían tomado nota de los destrozos que el transbordador había dejado en el regolito a raíz de su aterrizaje forzoso, o la manera brutal en que se había encajado en la tierra, ahora hallaron algo que acaparó toda su atención: la historia de alguien que se había adentrado en aquella lejana bruma, una historia contada por unas...
—Huellas de neumáticos —dijo Julian.
—Tu
buggy
—afirmó Rogachov—. Hanna bajó por la zanja y salió a la llanura. No sé cómo de bien conoce la zona, pero ¿qué otro sitio podría interesarle si no es el mismo al que nosotros pretendemos llegar?
—¡Sí, esa rata se ha escapado! —dijo Omura, bajando junto a Chambers de la elevación en la que yacía el cadáver de Locatelli.
—Momoka —empezó diciendo Julian—. Lo siento infinitamente...
—Olvídalo. No quiero coronas de flores, por favor. Sólo me interesa que me permitáis matarlo.
—Daremos sepultura a Warren.
—No tenemos tiempo para eso. —La voz de Momoka Omura había perdido toda modulación. Ahora era un sistema de ordenación del tráfico sólo guiado por la venganza—. He visto el rostro de Warren, Julian. ¿Y sabes qué? Él me ha hablado. Y no se trata de ninguna tontería llegada desde el más allá, nada de esa mierda. También te hablaría a ti si hicieras el esfuerzo de ir hasta donde él está. Sólo tendrías que mirarlo a la cara. Ha cambiado un poco, pero podrás oírlo decir, alto y claro, que a los seres humanos no se les ha perdido nada aquí arriba. ¡Ni lo más mínimo! Ni a nosotros... ni a ti —añadió con tono hostil.
—Momoka, yo...
—¡Warren dice que jamás deberíamos haber aceptado tu invitación!
«Pero la aceptasteis», pensó Julian, aunque guardó silencio.
—Carl ha ido a la zona de extracción —dijo Amber.
—Pues estupendo —exclamó Omura, caminando hacia el Rover—. Tenemos que ir allí de todos modos, ¿no es cierto?
—No, espera —dijo Julian.
—¿Que espere a qué? Antes teníais mucha prisa.
—En el depósito del transbordador he encontrado nuevas reservas de oxígeno. En serio, Momoka, ahora no podemos perder tiempo para darle decente...
—Muy sensible de tu parte, pero Warren ya está enterrado. Carl le ha abierto la barriga y le ha quitado el casco. No veo ninguna razón para lapidarlo.
Por unos segundos reinó un silencio de hielo.
—¿Y bien? —preguntó Momoka—. ¿Podemos irnos ya?
—Yo conduzco —dijo Chambers.
—Yo también puedo hacerlo, con mucho gusto... —se ofreció Rogachov.
—No conducirá ninguno de vosotros —los increpó Omura—. Si hay alguien aquí que tenga una razón para conducir, ésa soy yo. Vayamos tras él.
—¿Estás segura? —preguntó Amber, cautelosa.
—Nunca he estado tan segura de nada —dijo Omura, y su voz hizo temblar los visores de los cascos.
—De acuerdo. —Julian miró hacia afuera, a la llanura—. Puesto que ya no tenemos conexión por satélite, haré que los cuatro estemos conectados a través de una sola frecuencia, a partir de ahora ya nadie podrá escucharnos, ni siquiera Carl, en caso de que nos acerquemos a él. Quizá eso sirva de algo.
—¡Tiene que haber una vía!
Tim había perdido por completo la noción del tiempo. Los segundos se alargaban hasta convertirse en eternidades, a la vez que una hora se encogía hasta no ser más que una desalentadora nada, lo suficiente para sentirse inútil. Si hasta entonces las muertes habían tenido la relativa ventaja de distraerlos de la bomba, ésta adquiría una nueva y tiránica presencia después de que pusieron al corriente a los encerrados del cataclismo que los amenazaba. Curiosamente, Lynn ganaba en fuerza cuanto más complicada se hacía la situación. No era que en realidad se sintiera mejor, pero las catástrofes, las
verdaderas
catástrofes, parecían ejercer un efecto exorcizador sobre los demonios de su mente, y poco a poco también Tim se aproximaba a su verdadera naturaleza. No eran otra cosa más que engendros de la hipótesis, criaturas de la familia del que-sería-si, del género del pudiera-ser, pero provistos con los instrumentos de tortura de lo que no acababa de suceder.
Sentía una profunda pena por su hermana.
El miedo de que su obra pudiera evidenciarse como frágil y defectuosa debía de haber dejado a Lynn sin ninguna idea clara. No obstante, Tim había llegado entretanto a la convicción de que su disgusto, alimentado por la sospecha de Dana Lawrence, resultaba ser un trágico malentendido. No era Lynn quien intentaba hacer daño a su propia creación y a sus habitantes. Su espíritu deseaba enfrentarse a la destrucción, pero por el momento no podía sucederle nada mejor que verse obligada a reaccionar forzada por aquellas pesadillas suyas que ahora tomaban forma. Al final le aclaró los más recientes acontecimientos hasta a Lawrence, su recién declarada archienemiga, y saltó por encima de una potente sombra al pedirle consejo a la directora despedida.
—Hemos visto las imágenes de las cámaras exteriores —dijo—. Parece que las llamas han ocasionado un derrumbe parcial del esqueleto de acero en el cuello de Gaia. El incendio debería ser extinguido, pues ahora pone la estática en peligro. Allí arriba se abren varios agujeros de fuga.
Lawrence guardó silencio. Parecía reflexionar.
—Vamos, Dana —la instó Lynn—. Necesito su valoración.
—¿Y la suya cuál es?
—Que para Miranda, Olympiada y Finn sólo hay una única vía para llegar afuera, y ésta no conduce hacia abajo.
—O sea, ¿a través de la terraza mirador?
—Sí. Por la esclusa de aire en el club Mama Killa hacia afuera.
—Para eso debemos resolver dos problemas —dijo Lawrence—. Primero, por el lado exterior de la cabeza no se puede descender.
—Claro que se puede. Para el caso de que sea necesario hemos previsto una escala desplegable.
—Que, sin embargo, no está instalada.
—¿Cómo que no? Según las medidas de seguridad...
—Se eliminaron por razones estéticas. Por cierto, fue una indicación suya —añadió Lawrence con evidente satisfacción—. Claro que podríamos efectuar el montaje, pero en las circunstancias actuales resultaría terriblemente complejo e iría unido a un considerable gasto de tiempo.
—El segundo problema es de mayor peso —terció O'Keefe, que estaba conectado con ellas. Por lo menos, las conexiones de fibra óptica parecían estar aún intactas—. No tenemos ningún traje espacial allí arriba, así que la terraza nos sirve de muy poco.
—¿No podríamos llevar alguno hasta arriba? —preguntó Ögi, que recorría el recinto sin cesar con pasos largos y uniformes, medidos con precisión, según le parecía a Tim. Él era el único que se había quedado en la central. Los demás estaban sentados en el vestíbulo, tratando de controlarse con la ayuda de Heidrun—. El E1 parece funcionar aún.