Límite (85 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Diversos planes se sucedieron en la mente de Jericho. Al cabo de pocos segundos, el asesino descubriría su desprotegida atalaya. Como un obseso, rebuscó en los revestimientos y en el salpicadero, confiando en hallar una posibilidad de abrir el compartimento de las armas. El bufido se acercaba. Sentía en la nuca la respiración cálida de Yoyo, estiró el cuello y se arriesgó a echar un vistazo hacia abajo. El rubio había subido hasta el tercio superior de la nave.

No faltaba ni un metro para que los viera.

Sin embargo, no continuó subiendo.

En lugar de ello, su mirada vagó hacia abajo y se clavó en las bocas de los convertidores. Vueltos hacia él, con sus labios abultados, parecían querer absorberlo en su interior, y Jericho comprendió claramente lo que el rubio estaba pensando. La moto se detuvo sobre una de las bocas. Una negrura como la tinta de imprenta predominaba en el interior de aquella caldera de fundición de acero, y era imposible distinguir si alguien se ocultaba dentro o no. Entonces el rubio metió la mano en un compartimento, sacó algo alargado y lo arrojó al interior; a continuación, se alejó de la zona de peligro.

Transcurrió un segundo.

Otro, un tercero.

Un infierno.

Con un estruendo ensordecedor, la granada explotó. Una columna de fuego de un metro de alto salió disparada del convertidor en un torbellino cuando la presión de la explosión se descargó a través de la abertura, y la nave quedó sumida en una luz roja incandescente. El humo se inflamó hacia todos lados. Jericho hizo una mueca a causa del dolor provocado en sus oídos por el estampido.

El estruendo de la detonación se reprodujo, se coló por las ranuras de luz del techo de la nave de los convertidores, cuyos cristales estaban rotos desde hacía tiempo, puso a vibrar las moléculas de aire por encima del complejo de la fábrica y salió disparado al cielo.

Daxiong lo oyó desde el suelo.

Xin lo oyó a doscientos metros por encima del City Demon.

Algo había explotado. No podía decir dónde había ocurrido exactamente, pero estaba seguro de que había sido en una de las naves que se alineaban hacia el oeste de los altos hornos.

Daxiong, por el contrario, no dudó que la detonación había tenido su origen en la nave de los convertidores.

Hizo girar bruscamente la motocicleta, levantando la gravilla, y en ese mismo instante Xin cayó del cielo, como un halcón.

—¡Venga ya, maldita sea!

Lau Ye estaba sinceramente indignado. Se encontraba en el cobertizo de Xiao-Tong, cambiando de posición de una pierna a la otra mientras observaba cómo sus amigos se metían en los pantalones y las camisetas como si el proceso de vestirse implicara unos riesgos incalculables. Ma Mak ponía de manifiesto el estoicismo de una zombi, y no le cohibió lo más mínimo que el pequeño Ye los hubiera encontrado desnudos, a ella y a XiaoTong, en una posición que no dejaba lugar a dudas sobre el tipo de actividad con la que se habían quedado dormidos. Xiao-Tong parpadeaba con violencia, como si intentara espantar a unos diminutos seres vivos del rabillo de sus ojos.

—¡Nos vamos ya! —Ye cerró los puños y dio unos pasos hacia ninguna parte—. Le prometí a Daxiong que nos daríamos prisa.

Un gruñido a dos voces resonó en la choza, pero por lo menos ambos consiguieron reprimirlo. Fuera, bajo la luz temprana del sol, ambos se agazaparon como vampiros.

—Necesito un té —murmuró Mak.

—Necesitas un polvo —sonrió Xiao-Tong, y le apretó una nalga. Ella se sacudió la mano de encima y se subió a duras penas sobre su moto.

—No estás bien de la cabeza.

—Ninguno de vosotros dos lo está —dijo Ye, y le dio un empujón a Xiao-Tong, lo que, por lo menos, hizo que el joven, por fin, pasara una pierna por encima del sillín de la moto. No tenían que ir demasiado lejos. Pocos edificios más allá, calle arriba, estaba el Wongs World, y detrás se dibujaba, bajo la bruma matutina, la silueta de los altos hornos. Xiao-Tong señaló con un gesto débil en dirección al mercado.

—¿No podemos antes, por lo menos...?

—No —dijo rotundamente Ye—. Controlaos. La fiesta ha terminado.

Eso sonaba bien, muy adulto, según le pareció. Podía muy bien ser una frase de Daxiong; en cualquier caso, causó una poderosa impresión en Xiao-Tong y en Mak. Sin contradecirlo, ambos arrancaron sus motos y lo siguieron calle arriba. Con cada metro que se acercaban a los altos hornos, las entrañas de Ye daban un nuevo vuelco, y un miedo horroroso se apoderó de él.

Daxiong había dicho algo de unos cadáveres.

Evitó decirles nada de ello a Xiao-Tong y a Mak. No por ahora. De momento, estaba muy contento por haber conseguido despertarlos.

Jericho contuvo el aliento.

El rubio había dirigido la
airbike
por encima del segundo convertidor, con lo que estaba un trecho más cerca de ellos. Entonces sacó una nueva granada, tiró de la espoleta, arrojó el proyectil en el interior del depósito y se alejó. Hubo un estruendo, y el convertidor escupió fuego y humo.

—Larguémonos de aquí —le susurró Yoyo al oído.

—Si lo hacemos, nos pillará —susurró, a su vez, Jericho—. No conseguiremos escapar otra vez.

No podían seguir huyendo eternamente. De alguna manera tenían que acabar con el rubio, sobre todo porque Jericho no tenía la menor duda de que más tarde o más temprano tendrían que vérselas todavía con Zhao. Si es que era ése el verdadero nombre de aquel tipo. Uno de los asesinos lo había llamado Kenny.

¿Kenny Zhao Bide?

Su mirada voló de un lado a otro. Directamente debajo de ellos se abría, en un ancho bostezo, la boca del tercer convertidor, como si la caldera de acero esperase su alimento. «Como una cría de dinosaurio», pensó Jericho. Eso le parecían aquellas calderas. Pequeños pájaros agazapados en su nido, con los voraces picos abiertos, pidiendo que les dieran su ración de gusanos y escarabajos. ¿Y qué eran los pájaros, sino dinosaurios en miniatura, cubiertos de plumas? Esos de allí eran enormes. Y tenían apetito de cosas más grandes. Seres humanos, por ejemplo.

Un instante después, la moto del rubio se acercó, quitándole a Jericho la visibilidad hacia el convertidor. El aparato se había detenido justo encima de la caldera, y estaba tan cerca que Jericho, estirando el brazo, podría haber tocado la cabeza al asesino. Una mirada hacia el techo le habría bastado al rubio para verlos, pero el hombre sólo parecía tener ojos para aquellas fauces, en cuyas profundidades suponía a los fugitivos.

Entonces el rubio se inclinó hacia adelante, metió la mano en el arsenal de armas y sacó otra granada.

—Agárrate bien —dijo Jericho lo más silenciosamente que pudo. Yoyo le apretó el brazo en señal de que había entendido.

El rubio tiró de la anilla de la granada.

Jericho aceleró.

La
airbike
dio un salto hacia adelante y empezó a bajar hacia donde estaba el asesino. Por un instante, el detective vio al rubio como bajo el flash de una cámara, el brazo alzado con intenciones de lanzar la granada, la cabeza en alto, los ojos abiertos de par en par a causa del desconcierto, el cuerpo petrificado.

Acto seguido, chocaron contra él.

Las dos turbinas aullaron. Jericho aumentó el impulso. Implacable, empujó a la moto enemiga dentro del convertidor, hizo girar el volante y huyó de nuevo hacia lo alto. El aparato del rubio siguió descendiendo, golpeó contra el borde de la abertura, fue lanzado por los aires y cayó con estrépito, arrastrando a su jinete dentro de la oscura boca de la caldera. Un golpeteo hueco acompañó a Yoyo y al detective en su camino hacia arriba. En un esfuerzo desesperado por escapar al infierno que estaba a punto de desatarse, Jericho azuzó la propulsión de la moto al máximo, al tiempo que soltaba una sarta de jaculatorias dirigidas al techo de la nave.

Entonces tuvo lugar la detonación.

Un demonio se alzó desde el fondo de aquella olla de acero, se extendió en un bramido y desplegó sus alas de fuego. Su aliento hirviente alcanzó a Jericho y a Yoyo y lanzó la moto por los aires. Ambos fueron arrastrados a lo alto, dieron una voltereta y cayeron. A medida que el arsenal de armas del rubio fue estallando, una rápida sucesión de explosiones similares a las de un cañón ahogó sus gritos. El volcán escupió fuego en todas direcciones, incendió la nave en un abrir y cerrar de ojos, mientras ellos dos caían al suelo en barrena, y Jericho intentaba frenéticamente controlar el volante. La moto inició un
looping,
fue rozando a lo largo de una pared y terminó en un aterrizaje forzoso sobre una plataforma. Al detective se le cortó el aliento. Yoyo soltó un grito, y a punto estuvo de romperle las costillas a Jericho a causa del miedo a ser arrojada de la moto. En medio de una lluvia de chispas, avanzaron por la plataforma en dirección a una pared. Jericho frenó, contrarrestó el impulso. La máquina dio un bandazo, cambió de rumbo y colisionó contra una barandilla, ante la cual se mantuvo en pie por un breve instante —como si su conductor la hubiese aparcado allí correctamente—, soltó un gemido y se volcó.

Jericho cayó de espaldas. Junto a él, Yoyo rodó por el suelo y se incorporó. Su muslo no ofrecía muy buen aspecto: tenía los pantalones hechos jirones, la piel desgarrada y cubierta de sangre. Jericho se arrastró a cuatro patas en dirección a la barandilla, estiró la mano hacia los barrotes y fue incorporándose con inseguridad. Todo a su alrededor estaba en llamas. Un humo alquitranado ascendía en volutas hacia el techo y empezaba a nublar toda la nave.

Tenían que salir de allí.

A su lado, a Yoyo se le doblaron las rodillas; la chica gemía de dolor. Él la ayudó a levantarse mientras miraba aquella pared de humo cada vez más densa. ¿Qué era aquello? Algo difuso surgió de entre las nubes hirvientes y las iluminó. Al principio Jericho Pensó en otro incendio, pero la luz era blanca, se repartía de forma homogénea y ganaba en intensidad.

El cuerpo de pez de una
airbike
surgió en medio del humo.

Era Zhao.

Ye intentó luchar contra el temblor de sus rodillas cuando apoyó el pie en el peldaño más bajo de la escalera en zigzag. Su mirada recorrió toda la torre de barrotes hasta llegar a la plataforma sobre la que descansaba la antigua central de mando. De repente sentía temor ante lo que sus ojos verían allí arriba, y su miedo era tal que sus piernas amenazaron con negarse a dar un paso más.

Ye miró a su alrededor.

Debajo de los andamios había un coche aparcado, un Toyota de bastante mal aspecto; un poco más allá, había dos motocicletas. Eso lo sorprendió. Por lo general, sus amigos, antes de subir, llevaban sus motos hasta el edificio adyacente, que estaba vacío.

Ye no podía apartar la mirada de las motos.

Una de ellas pertenecía a Tony. ¿Y la otra? No estaba seguro, pero le parecía que era la de Ziyi.

Tony... Ziyi...

¿Qué los esperaba allí arriba?

Mak subió al trote, mientras que Xiao-Tong la seguía como una sombra. Ye carraspeó.

—Esperad, tengo que deciros...

—No te quedes ahí —gruñó la chica—; ahora que nos has sacado de la cama...

—Y a la hora perfecta —protestó Xiao-Tong.

—...así que venga...

Ye se retorció las manos. No sabía qué hacer. Era hora de contarles que Daxiong había dicho algo acerca de unos muertos, que algo terrible había sucedido en la central. Sin embargo, Ye tenía la lengua pegada al paladar, sentía dolor al tragar. Separó los labios y emitió algo parecido a un graznido:

—Vale, ya voy.

Daxiong no había cruzado el taller de laminado. Había un atajo, y él, al menos, esperaba que todavía fuera transitable. En otro tiempo, por los terrenos de la nave circulaban trenes, locomotoras de maniobras con vagones en forma de torpedo que se llenaban con el hierro fundido vaciado del alto horno. Desde allí se dirigían con su carga, a una temperatura de 1.400 grados, hacia la nave de los convertidores, donde el hierro era vertido en unas sartenes enormes y, de allí, pasaba a las cacerolas de acero.

Daxiong siguió el curso de los raíles, que lo llevaban unos dos kilómetros a lo largo de un terreno baldío y desaparecían luego en un túnel, más bien un paso cubierto que desembocaba directamente en la nave de los convertidores. Un nuevo estruendo le llegó desde allí. Daxiong accionó el acelerador al máximo, metió la rueda delantera en uno de los raíles, haciendo que la moto patinara y lo echara fuera. Sobre los fondillos, Daxiong se deslizó detrás de la motocicleta, desconcertado por su propia estupidez. Luego se puso de pie y maldijo. Había salido ileso, pero el accidente le había hecho perder tiempo.

Sus ojos escudriñaron el cielo.

En ninguna parte había rastro alguno de una
airbike.
Entonces levantó la moto del suelo e intentó arrancarla. Tras varios intentos y muchas palabras de ánimo, de las cuales la más frecuente fue
«Merde!»,
el aparato arrancó por fin, y Daxiong se internó en la oscuridad del paso techado. Lo que vio no fue alentador. Una locomotora reposaba a todo lo ancho sobre una sección de los raíles, mientras que la otra era obstruida por varios vagones en forma de torpedo acoplados entre sí. Apenas se podía pasar por la derecha ni por la izquierda, sólo el espacio situado entre los trenes mostraba el ancho requerido, pero también había algo que lo bloqueaba.

Debería haber atravesado el taller de laminado.

Forzado por las circunstancias, se detuvo, bajó y corrió hasta la barrera, que resultó ser un amasijo de barras retorcidas. Con todo el peso de sus ciento cincuenta kilos, se plantó delante de ellas y trató de alzarlas. Más allá podía ver la oscura abertura tras la cual se encontraba la nave. No estaba ni a veinte metros de allí.

Tenía que conseguir entrar.

En ese momento, resonó un tercer estampido; fue como una salva, pero mucho más ruidosa que la anterior. El pasaje se cubrió con una luz incandescente, algo abrasador entró volando y se estrelló contra el suelo. Le siguieron otras explosiones. Como un obseso, Daxiong sacudió el varillaje hasta que éste empezó a aflojarse con un crujido. No era demasiado pesado, pero estaba irremediablemente encajado. Daxiong tensó los músculos. Al otro lado se había desatado un infierno, las llamas se recrudecieron. Daxiong resoplaba, tiraba y tiraba, presionaba, y de pronto el varillaje cedió y se movió un poco hacia un lado. De todos modos, la abertura apenas bastaba para que él pasara.

Xin se tapó la boca y la nariz con una mano mientras dirigía
la airbike
a través de la humareda. Un humo picante hizo que las lágrimas le afloraran a los ojos. ¿Qué diablos había hecho el rubio allí? Esperaba que por lo menos hubiera merecido la pena. En medio de aquella negrura impenetrable, Xin vio supurar el fuego. Su mano derecha rodeó la empuñadura de la ametralladora en su funda y se retiró de nuevo.

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