Authors: Schätzing Frank
El era tantos, tantos...
Allí arriba, en lo alto de la chimenea, Xin, el planificador, empezó a preguntarse lo que tendría que hacer para que Yoyo se presentase ante él de manera voluntaria.
Durante un tiempo, condujo la moto por debajo del viaducto de la autopista que separaba Quyu del mundo real. A sus pies, el ruidoso tráfico ansiaba llegar al oeste, y hallaba su contrapunto en el murmullo y el estruendo que causaban los COD que pasaban en ráfagas por la vía situada encima de él. Estaba atrapado en un sandwich de ruido. Cuando vio que, más allá de los pilares arqueados, dos vehículos volantes de la policía se acercaban a toda velocidad y con estrépito de sirenas, el detective se internó entre un grupo de altos edificios en forma de estalagmitas y color arena —muy característico en la estepa urbana de los distritos céntricos de Shanghai—, y siguió el trayecto de la avenida principal hacia Hongkou. Trató de mantenerse a la altura más baja posible en medio de aquel desfiladero de edificios. Probablemente estuviera contraviniendo, de forma punible, la normativa sobre la altitud mínima permitida, pero le daba algo de miedo subir con aquella
airbike
tan magullada. No tenía muchas ganas de vivir la experiencia de que las turbinas se le apagaran por encima de los tejados. Esforzándose por mantener la moto en equilibrio se iba escabullendo por entre fachadas, pilares de las vías, postes de semáforo, tendidos eléctricos y señalizaciones, alternando la mirada hacia adelante, al espejo retrovisor y al cielo, esperando que en cualquier momento apareciera Zhao. Sólo cuando cruzó Hongkou y sacó la moto en dirección al río, empezó a creer que había conseguido quitarse de encima al asesino. Si es que Zhao había querido seguirlo. Jericho dobló hacia una de las animadas calles comerciales situadas tras las fachadas coloniales del Bund, aterrizó al oeste del parque Huaihai y llevó la
airbike
hasta el aparcamiento subterráneo de Xintiandi. La rueda trasera izquierda se atascó y se arrastró sobre el asfalto, produciendo un chirrido. Por un breve instante, pensó dónde dejar la moto, hasta que le llegó el doloroso recuerdo de lo que le había sucedido a su coche.
Por lo menos ahora tenía espacio para aquel chisme.
El roce de la rueda defectuosa resonó con un eco pendenciero al chocar con las paredes de la entrada, cuando dirigió la
airbike
hacia la plaza de aparcamiento reservada a él. Jericho intentó dejar a un lado su ira por la pérdida del coche y dar prioridad al bienestar de Yoyo. En un arrebato de altruismo, extendió su preocupación a Daxiong, mientras recorría a toda prisa el estacionamiento, confiando en no tropezarse con nadie que le viera la cara tiznada. El ascensor estaba vacío. Una luz uniforme salía de las paredes de la cabina; el generador zumbó amigablemente. Cuando por fin cerró a sus espaldas la puerta de su
loft,
nadie lo había visto.
Jericho dejó escapar el aire y se pasó las manos por la cara y el cabello.
Cerró los ojos.
De inmediato, empezó a ver cadáveres, el joven con el rostro volado, la caída en giro de la chica moribunda, de cuya arteria del hombro, hecha pedazos, brotaban surtidores de un color rojo brillante, vio su brazo cercenado, el arma desprendiéndose de sus dedos engarrotados... ¿Qué había pasado? ¿Qué había salido mal? ¿No pretendía vivir una vida tranquila? Y ahora eso. En el transcurso de pocos días, había visto niños profanados, adolescentes mutilados, y a sí mismo, más muerto que vivo. ¿Era la realidad? ¿Un sueño, una película?
Una película, exacto. Sólo faltaban unas palomitas y algo frío para beber. Apoyar la espalda. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una segunda parte, algo así como
Quyu, el retorno?
Las impresiones lo perseguían a dentelladas, como perros rabiosos. No podía dejar que todo aquello se le viniera encima. Jamás podría librarse de todo aquello, esas imágenes, desde ahora, formarían parte de su repertorio de noches en vela, pero ahora tenía que pensar tranquilamente. Superponer las ideas como cubos de madera. Construir un plan.
Repartiendo sin ningún cuidado zapatos, camiseta y pantalones por toda la habitación, fue al cuarto de baño, abrió el grifo, se lavó el hollín y la sangre de la piel e hizo un balance de los hechos. Yoyo y Daxiong habían escapado. Era una hipótesis, lo admitía, una hipótesis temporalmente elevada a la categoría de hecho pero, a fin de cuentas, por algo había que empezar. En segundo lugar, Yoyo había logrado salvar su ordenador, que ahora estaba en su poder. Zhao, por supuesto, no sería tan ingenuo como para creer que los datos estuvieran exclusivamente en la memoria de ese dispositivo tan pequeño. La destrucción de la central no había sido un acto de mero capricho; había servido al propósito de destruir la infraestructura del grupo y, en lo posible, cualquier otro aparato al que Yoyo hubiese transferido los datos. Por otro lado, la engañifa de Yoyo, cuando ésta le hizo entrever a Zhao que había dejado su ordenador en la central, podría haber tenido el efecto deseado. Zhao debía de creer que, por lo menos, había resuelto ese problema.
¿Qué haría a continuación?
La respuesta era obvia. Se preguntaría, por supuesto, lo que venía ocupándolo incesantemente desde hacía días: a quién le había hablado Yoyo de su descubrimiento, y cuál de esas personas seguía con vida.
«Yo lo sé —pensó el detective mientras los chorros de agua caliente masajeaban su cuello—. ¡No, mentira! No sé nada. Sé que ella ha descubierto algo, pero no sé qué es. Zhao, por su parte, sabe que yo no sé nada. Es bastante socrático. No soy realmente un confidente, sino sólo el testigo de algunos incidentes desagradables.»
¿Sólo? Eso era suficiente para ocupar el segundo puesto en la lista negra de Zhao, la de la gente que había que asesinar.
Por otra parte, ¿cuán alta era la probabilidad de que Zhao estuviera planeando matarlo también a él? Muy alta, siendo realistas, pero por ahora sólo abrigaba la esperanza de que Jericho, ese tonto confiado, lo llevara una vez más hasta Yoyo.
Jericho se detuvo, el pelo era una escultura de espuma.
¿Por qué Zhao, entonces, no lo había seguido?
Muy sencillo. ¡Porque Yoyo, realmente, había logrado escapar! Zhao la creía todavía en Quyu. Había preferido continuar la búsqueda de la joven pero, aparte de eso, no necesitaba seguir a Jericho; después de todo, sabía dónde encontrarlo.
Sin embargo, él había ganado tiempo.
¿Cuánto?
Se aclaró la espuma del cabello. Unos negros arroyos le corrieron por el pecho y los brazos, como si por los poros le saliera nueva suciedad. Un dolor ardiente le daba fe de las muchas abrasiones sufridas a raíz del accidente en la nave de los convertidores. Se preguntó cómo le estaría yendo a Yoyo. Sin duda debía de estar traumatizada, a pesar de que su boca parecía menos afectada por el
shock
y le hacía soltar improperios con toda tranquilidad, un indicio, a fin de cuentas, de alerta mental, o, al menos, de cierta resistencia. Aquella chica, según le parecía al detective, era dura como el cuero de tiburón.
Jericho cerró el grifo del agua.
Más tarde o más temprano, Zhao se presentaría allí. No se podía descartar la posibilidad de que ya estuviera en camino. A tientas, Jericho buscó una toalla, corrió por la amplitud soleada de su
loft
mientras se secaba, una amplitud que ahora tendría que abandonar de nuevo. A continuación, se vistió con ropa limpia y puso orden, a toda prisa, en su cabello. Lo que vino entonces fue las varias veces ejercitada fuga de ese concepto general llamado Owen Jericho, formado por él mismo y por
Diana
y sus extremidades mecánicas. Owen desacopló el disco duro —una unidad portátil del tamaño de una caja de zapatos— y lo metió, junto con el teclado, una pantalla táctil plegable y un monitor transparente de veinte pulgadas, en una mochila. Guardó, además, su tarjeta de identificación, dinero, su segundo teléfono móvil, un pequeño disco duro para copias de seguridad, el equipo de Yoyo, auriculares y las gafas holográficas de Tu. Luego metió también algo de ropa interior, camisetas, un segundo pantalón, unos mocasines, el kit de afeitar, bolígrafos y papel. Lo único que quedó en el
loft
fue el panel de control y la pantalla grande, varios dispositivos de
hardware
y espacios de memoria, todos inútiles sin
Diana,
al igual que una prótesis que no tuviera quien la llevara. Cualquiera que entrara allí no encontraría ni un solo bit o un solo byte, y no podría reconstruir el trabajo del detective. Su apartamento estaba, en cierto sentido, libre de datos.
Jericho salió sin mirar atrás.
En el garaje soterrado, metió la mochila en el asiento trasero de la
airbike
y examinó la tobera torcida. Con ambas manos, la obligó a regresar a su posición normal. El resultado no fue convincente, pero por lo menos ahora la turbina podía ajustarse de nuevo. Luego hizo unos arreglos en la «aleta caudal» del vehículo, lo condujo hasta la salida y tomó nota, con gruñona satisfacción, de la ausencia del chirrido. La rueda esférica giraba de nuevo. Había cambiado el coche por una
airbike,
no por propia voluntad, ciertamente, pero de todos modos era un buen trueque.
Afuera, el sol derramaba su luz como leche fosforescente. Jericho entornó los ojos pero no vio a Zhao por ninguna parte.
¿Adónde iba ahora?
Bueno, no tendría que viajar muy lejos. En una ciudad como Shanghai, el mejor escondite estaba a la vuelta de la esquina. En lugar de dirigirse a la congestionada Huaihai Donglu, llegó a Liuhekou Lu a través de callejuelas menos concurridas que comunicaban Xintiandi con los jardines Yu. Liuhekou Lu tenía fama, desde hacía tiempo, de ser un residuo auténtico de aquella Shanghai colonial e irremediablemente romántica. Pero ¿qué era lo auténtico, visto a través de los siglos? «Sólo lo que existe», enseñaba el Partido. Antes había existido allí la nave de un mercado lleno de puestos de flores, del eco provocado por los chillidos de toda clase de animales, de gallinas que estiraban las cabezas, dando fe de su frescura y su aptitud para ser devoradas, de grillos que subían con sus patas temblorosas las paredes de cristal de los botes de conserva, dando consuelo a sus propietarios, cuyas vidas no transcurrían de un modo esencialmente distinto. Tres años antes, la nave había tenido que dar paso a un vistoso complejo de casas
shikumen,
rodeadas de tascas, cibercafés, tiendas y galerías. Enfrente, en diagonal, se reafirmaban todavía unos pocos puestos de venta, los últimos, y lo hacían con la obstinación de esos señores de edad avanzada que de repente se detienen en medio de la vía, delante de los coches, y alzan su bastón en gesto amenazante, hasta que algún amable conciudadano decide escoltarlos hasta la acera de enfrente e intenta convencerlos de la absoluta inutilidad de esa manera de actuar. Esos puestos eran todavía un trozo de la auténtica Shanghai. Mañana habrían desaparecido para dar paso a una nueva autenticidad.
Jericho dejó la moto en el segundo sótano del aparcamiento soterrado del complejo y desapareció por la esquina trasera de un restaurante, donde pidió un café. Aunque no tenía ni pizca de hambre, pidió también un poco de queso y pan, le dio un mordisco, desparramando migas por toda la camiseta y los pantalones, y comprobó, con cierta satisfacción, que no lo devolvía al momento.
¿Cuán lejos llegaría Zhao?
El balance momentáneo era mucho más amargo que el café que se bebía con desgana. Ya no tenía coche, ni
loft,
porque éste estaría temporalmente inhabitado. Estaba en el punto de mira de un asesino a sueldo, acorralado contra la pared. No podía pensar en largarse. Estaba obligado a actuar, sólo que no se sentía capaz de hacerlo. Ningún camino lo conducía de nuevo a la normalidad, salvo el del conocimiento. Entender cuál era el motivo de todo aquel drama. Averiguar quién le había hecho el encargo a Zhao.
Jericho miró fijamente hacia adelante.
¡Un momento! Tan incapacitado de actuar no estaba. Puede que Zhao lo hubiera forzado a pasar a la defensiva, pero poseía algo de lo que el asesino no tenía noticia. Su arma secreta, la clave de todo.
El ordenador de Yoyo.
Tenía que averiguar lo que ella había descubierto.
Entonces volvería a encontrarla para devolvérsela a su padre. Chen Hongbing. ¿Era aconsejable llamarlo? Tu Tian había hecho el contacto, pero, en realidad, era Chen quien le había hecho el encargo. El hombre tenía derecho a ser informado, pero ¿qué le iba a decir? «Todo bien, Yoyo está estupendamente. No, honorable Chen, no es la policía la que anda detrás de ella, sólo un asesino chiflado con cierta debilidad por los explosivos, pero no se preocupe, su hija todavía tiene sus dos brazos y sus dos piernas, y la cara intacta, ¡ja, ja!» «¿Bueno, y dónde está la chica?» «¡Pues huyendo! Y yo también, por cierto. Que tenga un buen día.»
¿Qué podía decir sin que el hombre se consumiera en su propia angustia?
¿Y si lo notificaba a la policía? Tendría que informar a los agentes de todo el trasfondo, por supuesto. Y también tendría que hablarles de Yoyo, lo que llevaba implícito ponerlos en alerta sobre la joven. Le preguntarían qué papel había desempeñado ella en la masacre, mirarían en su base de datos y encontrarían que Yoyo estaba fichada, que tenía incluso antecedentes penales. Imposible. La policía estaba descartada, aunque Zhao no fuera un policía, independientemente de lo que le hubiese dicho a Yoyo en la central: «Estoy entrenado para matar personas. Como cualquier otro policía, como cualquier soldado o agente.»
¿Cómo cualquier agente?
«La seguridad nacional es un bien supremo, mayor que cualquier vida humana.»
El servicio secreto, en cualquier caso, ya había volado otras cosas por los aires. Sobre todo cuando se trataba de cuestiones de seguridad nacional. Lo de Zhao podía ser una fanfarronada, pero ¿qué pasaba si todo aquello contaba con el beneplácito de las autoridades?
¿Debía llamar a Tu de todos modos?
Eran soluciones ineficaces, tanto la una como la otra. Jericho se obligó a poner un poco de claridad. Lo primero era activar a
Diana.
El detective miró a su alrededor. El restaurante tenía ocupados dos tercios de sus mesas, y las más cercanas a él estaban vacías. Había algunos jóvenes aislados que escribían algo en sus portátiles o hablaban por teléfono. Jericho colocó delante de él el teclado y el monitor y conectó ambos con el disco duro principal de su mochila. Luego se puso dentro de la oreja la conexión de radio y acopló el sistema al ordenador de Yoyo. Apareció un símbolo, un lobo agazapado que alzaba los belfos en un gesto de amenaza. Abajo se leían las siguientes palabras: «Te invito a cenar.»