Authors: Schätzing Frank
«Sí, claro», pensó Jericho.
—Hola,
Diana
—dijo el detective en voz baja.
—Hola, Owen. —Era el timbre aterciopelado de la voz de
Diana,
el consuelo de la máquina—. ¿Cómo te ha ido?
—Fatal.
—Lo siento. —Cuan sinceras sonaban sus palabras. Bien, por lo menos no era hipócrita—. ¿Puedo ayudarte?
«Podrías ser de carne y hueso», pensó Jericho.
—Por favor, abre el formato «Te invito a cenar». Los datos de acceso los encontrarás en «Archivos de Yoyo».
Durante apenas dos segundos reinó el silencio. Entonces,
Diana
dijo:
—Ese formato tiene varios bloqueos de seguridad. He podido aplicar con éxito tres de las herramientas, pero me falta el cuarto permiso de acceso.
—¿Cuáles son las herramientas que funcionaron?
—El iris, la voz y las huellas dactilares. Todas asignadas a Chen Yuyun.
—¿Y cuál es la que falta?
—Por lo que parece, se trata de una contraseña. ¿Debo descifrarla?
—Hazlo. ¿Tienes idea de cuánto tiempo te llevará descodificarla?
—Por desgracia, no. Por el momento, sólo puedo conjeturar que el código abarca varias palabras. O tal vez una palabra insólitamente larga. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Conéctate a la red —dijo Jericho—. Eso es todo. Hasta luego,
Diana.
—Hasta luego, Owen.
Jericho se conectó a
Brilliant shit.
Si sus sospechas eran correctas, el blog era utilizado por Los Guardianes como una especie de buzón secreto y era chequeado con regularidad.
«Jericho a Demonio —escribió el detective—. Tengo tu ordenador.» Luego añadió su número de teléfono y una dirección de correo electrónico, se mantuvo conectado y guardó el blog como un icono. En cuanto alguien dejara un mensaje allí,
Diana
se lo advertiría de inmediato. Entretanto, se sentía un poco mejor. Dio un mordisco a su
baguette,
se sirvió café y decidió contactar con Tu.
Entonces entró una llamada para él.
Jericho miró la pantalla. No había imagen ni número.
¿Yoyo? ¿Tan pronto?
—Hola, Owen —dijo una voz bien conocida.
—Zhao. —Todo en Jericho se encogió y se convirtió en un grumo. El detective dejó transcurrir una breve pausa e intentó sonar sereno—. ¿O debo decir mejor Kenny?
—¿Kenny?
—¡No quieras parecer más tonto de lo que eres! ¿Acaso ese gordo repugnante no te llamó por ese nombre antes de palmarla?
—Ah, es cierto. —El otro rió por lo bajo—. Bueno, por mí... puedes llamarme Kenny.
—¿Kenny, qué? ¿Kenny Zhao Bide?
—Kenny está bien.
—Muy bien, Kenny. —Jericho respiró profundamente—. Abre bien las orejas. Yoyo se te ha escapado. Yo también escapé. No avanzarás un paso más mientras uno de nosotros tenga motivos para sentirse amenazado por ti.
En el auricular se oyó un suspiro de resignación.
—Yo no amenazo a nadie.
—Sí que amenazas. Matas a gente y vuelas edificios por los aires.
—Hay que afrontar los hechos, Owen. Habéis ofrecido una respetable resistencia, tú y la chica. Ha sido admirable, sólo que no ha sido especialmente inteligente. Si Yoyo hubiera cooperado, todos podrían estar vivos ahora.
—Eso es ridículo.
—Fue su gente la que empezó a disparar.
—De ninguna manera. Ellos dispararon porque tú habías matado a Xiao Meiqi y a Jin Jia Wei.
—Eso fue indispensable.
—No me digas...
—De lo contrario, Yoyo apenas habría charlado conmigo. Más tarde puse todo mi empeño en evitar más derramamientos de sangre.
—¿Qué es lo que quieres, Kenny?
—¿Qué voy a querer? A Yoyo, por supuesto.
—¿Para hacerle qué?
Para preguntarle lo que sabe y a quién se lo ha contado.
—Tú...
—¡Tranquilo! —se le adelantó Kenny—. No me interesa matar a nadie más. Pero estoy bajo cierta presión, ¿entiendes? La presión del éxito. Son los tiempos en los que vivimos, todo el mundo quiere ver resultados todo el tiempo. ¿Qué harías tú en mi lugar, eh? ¿Retirarte sin haber hecho tu trabajo?
—Tú ya has hecho un buen trabajo, Kenny. Destruiste el ordenador de Yoyo, toda la infraestructura de Los Guardianes. ¿Crees en serio que alguno de ellos querrá meterse contigo de nuevo?
—Owen —dijo Kenny, con el tono de un maestro que se ve obligado a explicar las cosas tres veces—. Yo no sé nada. No sé si destruí la infraestructura de Yoyo ni a cuál de los ordenadores ella pasó los datos; no sé si todo lo que estaba en la central se achicharró ni a quién se ha confiado la chica. ¿Qué pasa con ese niño gigante que andaba en la moto? ¿Y qué pasa contigo? ¿Acaso ella no te reveló nada?
—Así no avanzaremos. ¿Dónde estás, por cierto?
Kenny dejó transcurrir un instante.
—Un bonito piso. Por lo que veo, has puesto orden aquí.
Jericho sonrió ácidamente. Una amarga satisfacción se apoderó de él, por haber tenido la razón y haber puesto pies en polvorosa a tiempo.
—En la nevera encontrarás una cerveza fría —dijo—. Cógela y desaparece.
—No puedo hacerlo, Owen.
—¿Por qué no?
—¿Acaso tú, como yo, no tienes una misión que cumplir? ¿No estás acostumbrado a acabar las cosas?
—Te lo digo otra vez...
—Imagínate el infierno, cuando las llamas salten a otras secciones del edificio.
A Jericho se le resecó la boca de pronto.
—¿Qué llamas?
—Las de tu piso. —La voz de Kenny había disminuido de volumen hasta convertirse en un susurro y, de repente, a Jericho le recordó una serpiente. Una serpiente enorme que hablaba, metida en la piel de un ser humano—. Pienso en la gente, y pienso en ti, por supuesto. Quiero decir, aquí todo se ve nuevo y parece caro, probablemente hayas invertido en ello todos tus ahorros. ¿No sería terrible perder todo esto de golpe, sólo por mantener un asomo de corrección, por solidaridad con una chica rebelde?
Jericho guardó silencio.
—¿Te resulta más fácil ponerte ahora en mi lugar?
En la punta de la lengua de Jericho se agolparon miles de insultos. Pero en lugar de pronunciarlos, dijo con la mayor serenidad posible:
—Sí, creo que sí.
—Vaya, me quitas un peso de encima. ¡De verdad! Quiero decir, hemos sido un equipo bastante bueno, Owen. Nuestros intereses difieren de un modo marginal, pero en el fondo ambos queremos lo mismo.
—¿Y bien?
—Pues dime, sencillamente, dónde está Yoyo.
—No lo sé.
Kenny pareció reflexionar sobre aquella respuesta.
—Bien. Te creo. De modo que tendrás que encontrarla para mí.
«Encontrarla...»
¡Dios santo! ¡Vaya si era idiota! No sabía de qué posibilidades disponía el asesino, pero no cabía duda de que todo lo que él decía servía para prolongar aquella conversación. Kenny intentaba encontrarlo a él, localizarlo.
Sin vacilar, Jericho cortó la comunicación.
No había transcurrido ni un minuto cuando recibió un mensaje de voz.
—Te doy dos horas —siseó la voz de Kenny—. Ni un minuto más. Para entonces quiero oír algo que me satisfaga; en cualquier otro caso, me veré obligado a hacer un saneamiento radical.
Dos horas.
¿Qué podría conseguir Jericho en dos horas?
Con prisa, metió de nuevo el monitor y el teclado en la mochila, dejó un billete encima de la mesa y abandonó el restaurante sin mirar atrás ni una sola vez. Con pasos largos, caminó en dirección al ascensor, fue hasta el aparcamiento subterráneo, subió a la moto y la dirigió hacia Liuhekou Lu. Allí, la arrancó y puso rumbo hacia el río. Durante el breve vuelo, vio pasar una enorme ambulancia por debajo de él, lo suficientemente grande como para depositar la moto sobre ella y viajar a caballito. A lo lejos vio un enjambre de abejorros de extinción de incendios, unos vehículos no tripulados que ponían rumbo hacia el interior de Pudong. Algunos vehículos volantes privados se cruzaron en su camino, y por encima del Huangpu avanzaban lentamente los zepelines de excursiones para turistas. Por un momento sopesó la posibilidad de volar hasta el World Financial Center y hacerle una visita a Tu, pero era demasiado temprano. Necesitaría tranquilidad para lo que se traía entre manos; además, tenía que buscar un sitio donde alojarse mientras Kenny le usurpara su nidito en Xintiandi.
Y sabía dónde hacerlo.
Los suntuosos edificios del Bund eran superados en altura por uno de los hoteles más raros de Shanghai. Como una enorme flor de loto, el símbolo chino de la prosperidad y el bienestar, se abría hacia el cielo el techo del Westin Shanghai Bund Center. A algunos les recordaba un agave, otros identificaban un pólipo de exageradas dimensiones que extendía sus tentáculos para filtrar las aves y los vehículos voladores del aire. Jericho sólo veía en él un refugio cuyo director jugaba al golf en el mismo club que lo hacía Tu Tian. Una amistad casual que no contaba con la gratificación de la familiaridad, pero a Tu le caía bien el hombre, y solía alojar allí a algunos de sus socios en los negocios, a quienes una estancia en el World Financial Center o en la torre Jin Mao les parecía demasiado ambiciosa. También Jericho gozaba de cierto trato especial, un favor del que hasta ese instante no había sacado provecho. Pero en estos momentos, con las pocas ganas que tenía de andar como un nómada de restaurante en restaurante, decidió hacer uso del mismo. Tras haber estacionado la moto delante de la entrada principal, entró en el vestíbulo y preguntó si tenían habitaciones individuales. Las cámaras integradas en el ambiente lo escanearon y transmitieron la información correspondiente a la recepcionista. Ésta le dio la bienvenida por su nombre —un indicio de que sus datos ya estaban registrados— y le pidió que colocara su móvil sobre la pantalla táctil. El ordenador del hotel comparó la identificación de Jericho con los datos del establecimiento, autorizó la reserva y grabó los imprescindibles códigos de acceso en el disco duro del detective.
—¿Llevamos su coche al garaje soterrado? —preguntó la mujer, que tuvo la habilidad de hablar mientras sonreía sin que sus labios se tocaran.
—He traído una
airbike
—dijo Jericho.
—Tenemos un puerto en la azotea, como seguramente sabe —dijo aquella sonrisa colgada de unos puntos fijos en las comisuras de los labios—. ¿Desea que aparquemos la moto por usted?
—No, lo haré yo mismo —repuso el detective, sonriendo—. Para serle sincero, creo que necesito cada hora de vuelo.
—Oh, ya entiendo. —La sonrisa pasó de aquella cortesía rutinaria a una rutinaria cordialidad—. Que llegue usted bien allí arriba. Y no olvide que esa fachada ha visto cosas peores.
—Lo tendré en cuenta.
Jericho abandonó el vestíbulo e hizo que la
airbike
subiera a lo largo de la pared exterior acristalada, todo el tiempo acompañado de su reflejo. Por primera vez era consciente de que no llevaba casco, como establecían las normas de esos vehículos. Un motivo más para mantenerse alejado de la policía. Si averiguaban que aquel aparato no estaba registrado a su nombre, no podría salir del paso con unas simples explicaciones.
El aparcamiento de la azotea estaba abierto y apenas ocupado, salvo por algunos transbordadores pertenecientes a la flotilla del hotel. Casi ninguno de los pronósticos de futuro del siglo XX se había resignado a prescindir de la navegación aérea individual, urbana, y dirigida por rayos láser, pronósticos en los que la imagen de la ciudad estaba dominada, a todos los niveles, por vehículos volantes; sin embargo, los que ahora había estaban casi todos en manos de instituciones estatales y municipales, de algunas empresas de taxis muy exclusivas y de millonarios como Tu Tian. Desde un punto de vista meramente infraestructural, había, por supuesto, muchos motivos para aligerar el tráfico terrestre con algunas variantes aéreas, sólo que a esas consideraciones se les oponía un argumento descomunal: el consumo. Para contrarrestar la fuerza de gravedad, eran necesarias turbinas muy potentes y una enorme cantidad de energía. La alternativa económica, el girocóptero, subía a las alturas como un helicóptero, gracias al movimiento giratorio de sus rotores, pero tenía el inconveniente de necesitar unas aspas demasiado largas. Haciendo un balance, el gasto necesario para hacer volar a los coches no estaba en adecuada proporción con el resultado, y tampoco las
airbikes,
aunque más económicas y asequibles, representaban una verdadera alternativa. Todavía eran demasiado caras, hasta el punto de que Jericho se preguntaba quién podía permitirse dotar a un asesino con tres aparatos de aquéllos, los cuales, por lo demás, tenían algunas prestaciones especiales. ¿Quién podría hacerlo? ¿La policía, que adolecía de una crónica falta de recursos? Improbable. ¿Los servicios secretos? Podía ser. ¿Los militares? ¿Era Kenny un soldado? ¿Estaba el ejército detrás de él?
Con la mochila al hombro, Jericho bajó en el ascensor hasta la planta donde se encontraba su habitación y colocó el móvil en el enchufe situado junto a la puerta de la misma. Ésta se abrió y le dejó ver la habitación que había detrás. Estaba sobrecargada y decorada con cierto conservadurismo, o por lo menos ésa fue su primera impresión. Todo estaba en muy buen estado, pero el estilo era un fracaso. A Jericho no le importó. En pocos minutos había liberado a
Diana
de su mochila y la había conectado a la red. Con ello, la habitación se convertía en su nueva agencia de detectives.
¿Prendería fuego Kenny al
loft?
El detective se masajeó las sienes. No le habría asombrado, Pero, por otro lado, dudaba que el asesino se quedara esperando en Xintiandi hasta que él diera señales de vida. Kenny intentaría atrapar a Yoyo por sus propios medios, quizá a sabiendas de que Jericho no estaba automáticamente dispuesto a establecer una colaboración sólo porque él sacara una caja de cerillas.
—¿Diana?
—Aquí estoy, Owen.
—¿Cómo va la búsqueda de esa contraseña?
La pregunta era estúpida. Mientras
Diana
no le comunicara ningún éxito, podía ahorrarse cualquier pregunta sobre el avance. Sin embargo, hablar con el ordenador le reportaba la sensación de ser el jefe de un pequeño equipo que hacía cuanto estaba a su alcance.
—Serás el primero en enterarte —le respondió
Diana.
Jericho se quedó perplejo. ¿Aquello era sentido del humor? No estaba nada mal. El detective se arrojó sobre la enorme cama, cubierta con una tela de color amarillo chillón, y se sintió espantosamente cansado e inútil. Owen Jericho, el detective cibernético. Era para morirse de la risa. Su deber era encontrar a Yoyo, y lo que había hecho era arrojar a la chica a las fauces de un psicópata. ¿Cómo iba a explicarle eso a Tu, por no hablar de Chen Hongbing?