Authors: Schätzing Frank
Jericho asintió. Second Life era excelente como refugio si uno pretendía burlar la vigilancia del gobierno. Los mundos virtuales estaban estructurados de un modo mucho más complejo y eran más difíciles de controlar que los simples blogs o los foros de chat. Había una diferencia entre colocar piezas de un texto dentro de un contexto sospechoso y concluir que alguien pretendía conspirar o tenía cierta actitud dudosa a partir de las expresiones faciales, los gestos, la apariencia y el entorno de personas virtuales. En Second Life todo y todos podían ser un código, amigo o enemigo.
Era lógico, por tanto, que ningún organismo oficial en China tuviera tantos empleados como el encargado de vigilar Internet. La Cypol intentaba penetrar en cualquier zona del universo virtual, cosa que, por supuesto, no conseguía, del mismo modo que la policía regular no lograba infiltrar masivamente a la población en el mundo real. Para mantener bajo vigilancia a millones y millones de usuarios, no contaba con el suficiente personal humano, a pesar de lo enorme que era su aparato. En consecuencia, la Cypol apostaba por la incertidumbre. Se sabía que no todo el mundo en Second Life era un agente del gobierno, pero podían serlo: la despierta mujer de negocios, el banquero amistoso, la
stripper,
la complaciente pareja sexual, el extraterrestre o el dragón alado, el robot o el DJ; en última instancia, también podían serlo un árbol, una guitarra o todo un edificio. Otra consecuencia adicional de la crónica escasez de personal era que el gobierno trabajara con ejércitos de robots y avatares que no eran manejados por personas, sino por máquinas que fingían ser personas.
Entretanto, había programas robóticos muy sofisticados. De vez en cuando, durante sus misiones en Second Life, Jericho hacía que
Diana
cobrara forma virtual, y entonces su ordenador aparecía con el aspecto de una elfa diminuta que revoloteaba, o con forma andrógina, con ojos negros de insecto y alas transparentes de libélula. Pero igualmente podía aparecer como una mujer seductora y hacer volver la cabeza a los chicos de verdad, que no se daban cuenta de que estaban flirteando con un ordenador. En esos momentos,
Diana
se convertía en un robot al que sólo podía seguírsele el rastro por la prueba de Turing, un procedimiento para el que, en el año 2025, aún ninguna máquina estaba preparada. Cualquiera podía realizar la prueba. Ésta consistía en implicar a una máquina en un diálogo durante el tiempo necesario para que ésta revelase sus limitaciones cognitivas y se mostrara como un programa sofisticado pero corto de mente.
En ello radicaba el problema de los agentes-robot. Sin una inteligencia real y sin capacidad de abstracción, apenas estaban en condiciones de desvelar como códigos el comportamiento y el aspecto de personas virtuales. No era de extrañar, pues, que Yoyo y sus Guardianes hubiesen enfocado su atención hacia Second Life, ya que la estructura descentralizada de la red
peer to peer
se prestaba de manera ideal para erigir espacios ocultos, en ella no era fácil determinar de manera inequívoca quién era receptor y quién emisor de los datos, y el número de universos se extendía hasta el infinito. De hecho, sólo era posible reconstruir los itinerarios de los datos entre los servidores. Estos últimos, en sí mismos, trabajaban de varias formas con porteros electrónicos. Quien visitaba un servidor y obtenía el permiso para entrar se sometía al control del respectivo
web master;
por el contrario, los visitantes del servidor no podían controlarse entre sí mientras no tuvieran la autorización necesaria.
El
web master
de la Shanghai virtual era Pekín. Si Jericho hubiera poseído una agencia de detectives en la metrópoli virtual, sería entonces un inquilino del gobierno chino, lo que significaba que las autoridades podían llamar a su puerta y poner patas arriba su oficina electrónica con el pretexto de registrar, para lo cual, legalmente, necesitaban una orden judicial, que en China era fácil de obtener. Esa razón era suficiente para que Jericho nunca hubiera considerado establecer un despacho en la virtualidad.
En ese momento, el detective miró hacia la extensión azul y verde.
¿Era posible que ese mundo hubiese sido creado por una red de robots? Si los ordenadores desarrollaban algo parecido a una aspiración estética, tendrían entonces como modelo a las criaturas humanas, aunque, al mismo tiempo, fueran irritantemente distintos.
—¿Y es segura la isla?
Yoyo asintió.
—Estuvimos perforando en todos los rincones imaginables del ciberespacio a fin de construir nuestro propio planeta, y buscamos un sitio al que no todo el mundo pudiera llegar. Jia Wei... —la joven se detuvo— calculó simultáneamente millones de posibilidades, y entre ellas estaba la de modificar el protocolo. No en su esencia, sólo de tal modo que los no enterados, los que no cuentan con la clave correspondiente, fueran a parar a una ensalada de datos. No tengo ni idea de cuántas variantes probamos, las fuimos generando de manera aleatoria, pues pensábamos que la idea era nueva. Pero en lugar de ello, aterrizamos.
—Y el protocolo es...
—Un pequeño lagarto verde.
Yoyo sonrió. Era la misma sonrisa triste que Jericho conocía de la grabación hecha por Chen Hongbing.
—Por supuesto que el servidor de la Shanghai virtual protocoliza la entrada, pero no da la voz de alarma. No registra que, por un breve tiempo, se abre un gusano electrónico a través del cual uno puede escapar a una especie de universo paralelo. Para el servidor lo único que sucede es que alguien abre una puerta y la vuelve a cerrar.
—Me imaginaba algo parecido —asintió Jericho—. ¿Y quién es Irma
La Dulce?
¿Un robot?
—¡Oye! —Yoyo arqueó una ceja en señal de sorpresa—. ¿Conoces a Irma
La Dulce?
—Por supuesto.
—¡Qué vergüenza! Yo no tenía ni la menor idea de quién era cuando Daxiong me vino con ella.
—Es una película, una bonita película.
—Una película sobre una prostituta francesa.
—Tal vez no represente necesariamente la gloriosa cultura china —dijo Jericho en tono indulgente—. Pero hay algo más, imagínate. El avatar es una copia perfecta de Shirley MacLaine.
—Ésa..., eh..., era una actriz, ¿no es cierto? Una francesa.
—Americana.
Yoyo pareció reflexionar, pero entonces, de repente, rompió a reír.
—Oh, eso hará que Daxiong se recoma de rabia. Él cree que está muy bien informado.
—¿Sobre películas?
—No. Daxiong tiene una fijación con Francia. Como si nosotros no tuviéramos suficiente cultura propia. Puede pasarse el día parloteando acerca de... Bueno, da igual.
La joven se volvió y se pasó la mano por los ojos. Jericho la dejó tranquila. Cuando ella se dio la vuelta otra vez hacia él, vio los embadurnados restos de las lágrimas sobre sus mejillas.
—Tú tienes mi ordenador —dijo Yoyo—. De modo que, ¿qué quieres? ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Nada —respondió Jericho.
—¿Pero...?
—A mí me envía tu padre. Tiene un miedo terrible por ti.
—No creas que a mí me da igual —repuso ella en tono belicoso.
—No lo creo —dijo Jericho, sacudiendo la cabeza—. Sé que no has querido preocuparlo. Pensaste que estaban vigilando tus comunicaciones, y si lo llamabas o le enviabas un correo electrónico, se lanzarían sobre él y le apretarían las tuercas. ¿Tengo razón?
Ella miró fijamente hacia adelante.
—Hongbing no está muy ducho en el manejo de los blogs y los mundos virtuales —continuó Jericho—. Con un poco de suerte, sabe manejar un teléfono móvil antediluviano. Pero aparte de eso, se alivia con la idea de que su hija ha aprendido la lección. No sabe lo que haces, o digamos mejor que lo sospecha y no quiere saberlo. Y definitivamente no tiene ni la más remota idea de que Tu Tian te cubre las espaldas.
—¡Tian! —exclamó Yoyo—. Fue él quien te dio este encargo, ¿no es así?
—Él le dijo a tu padre que fuera a verme.
—Claro, ya que Hongbing jamás... Pero ¿por qué no...?
—¿Por qué no te envió ningún mensaje al Andrómeda, a pesar de que sabía que te habías ocultado allí? Tengo entendido que nunca le hablaste del escondite en el alto horno, así que, al final, se puso nervioso...
—¿De qué conoces a Tian?
—Tian es mi amigo, y si me permites apostar, diría que es un miembro no oficial de Los Guardianes. Por lo menos os ha apoyado cuanto ha podido. Aquel chisme de la central salió de su empresa, ¿no es cierto? Tian, en su momento, fue un disidente como lo sois ahora vosotros.
—Como lo fuimos nosotros.
«Sí, claro», pensó Jericho. Menudo tema tan deplorable. Hablaran de lo que hablasen, siempre irían a parar a ese punto.
—Tian no necesitaba enviarme ningún mensaje —dijo Yoyo—. Él sabía que eso no cambiaría las cosas.
—Precisamente. Pero sí que cambió algo cuando a Hongbing se le ocurrió la idea de encargarle a alguien que te buscara. Una empresa arriesgada. Puede que tu padre prefiera hacerse el ciego, pero lo que sí tuvo claro todo el tiempo era que no podía involucrar a la policía en esto. Creo que, en su fuero interno, sabe que tú sigues revolviendo los contenedores de basura en el patio trasero del Partido. Por tanto, le preguntó a Tu Tian, del modo que se le pregunta a Tian por sus contactos, y también porque Hongbing, a regañadientes, aceptó que Tian estuviera más cerca de ti que él, que es tu propio...
—Eso no es cierto —lo increpó Yoyo—. ¡Estás diciendo chorradas!
—Para él, las cosas son de tal modo que...
—¡Eso a ti no te importa! ¡En absoluto! ¿Está claro? Mantente fuera de mi vida privada.
Jericho inclinó la cabeza.
—Muy bien, princesa. Me mantendré tan alejado como sea posible. Pero, dime, ¿qué pretendía hacer Tian? ¿Darle una palmadita a Hongbing en el hombro y decirle que no había motivos para preocuparse? ¿Sé yo algo que tú no sabes? Pero está bien, tu vida privada será algo sagrado, aun cuando todo esto me haya costado mi coche y posiblemente también mi piso, que en cualquier momento podría arder en llamas. Provocas un montón de estrés, Yoyo.
Una arruga de ira se formó en vertical entre sus dos cejas. Yoyo abrió la boca, pero Jericho le cortó la palabra con un gesto.
—Resérvate para más tarde.
—Pero...
—No podemos pasarnos todo el tiempo charlando en tu isla. Hagamos planes sobre cómo salir de este embrollo.
—¿Nosotros?
—Tú no escuchas, ¿verdad? —dijo Jericho, mostrando los dientes—. Estoy metido en esto tanto como tú, ¡así que despierta, jovencita! Has perdido a tus amigos. ¿Por qué crees que ha sucedido una cosa así? ¿Porque has levantado un poco de polvo? El Partido está acostumbrado a pisar la mierda de los disidentes. Y, por ello, lo más probable es que te metan en chirona, pero no suelen enviar allí a alguien como Kenny.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.
—Yo no podía...
Jericho se mordió los labios. Había estado a punto de cometer un error: atribuirle a Yoyo la culpa por la muerte de los demás chicos habría sido tan injusto como estúpido.
—Lo siento —se apresuró a decir el detective.
Ella se sorbió los mocos, caminó de un lado para el otro, y hendió el aire con sus manos temblorosas.
—Tal vez debería haber... Tal vez...
—No, está bien. No puedes hacer nada.
—¡Si no se me hubiera ocurrido esa estúpida idea...!
—Hablame de ello. ¿Qué fue lo que hiciste?
—Entonces nada de esto habría sucedido. Es culpa mía, yo...
—No, no lo es.
—¡Sí que lo es!
—No, Yoyo, no podías hacer nada. Cuéntame qué fue lo que hiciste. ¿Qué sucedió aquella noche?
—Yo no quería nada de esto. —Los labios le temblaban—. Soy la culpable de que todos hayan muerto. Todos han muerto.
—Yoyo...
La joven se tapó el rostro con ambas manos. Jericho se le acercó, la tomó por las muñecas e intentó bajar sus manos. Ella se soltó de un tirón y se tambaleó, alejándose del detective.
Tras él se oyó un gruñido grave y gutural.
¿Y ahora qué pasaba? Lentamente, Jericho dio media vuelta y se vio frente a un enorme oso de ojos dorados.
«Impresionante», pensó.
—¿Daxiong?
El oso mostró los dientes. Jericho no se movió. Aquella bestia tenía más o menos el tamaño de un poni mediano. Claro que no emanaba ningún peligro para él de aquella simulación, sólo que no sabía qué impulsos salían de los guantes. Estos se ocupaban de crear las sensaciones hápticas que simulaban los nervios. ¿Transmitirían también el dolor, en caso de que al animal se le ocurriera roerle los dedos?
—Ya está bien. —Yoyo se había parado a su lado. La joven acarició el pelaje del enorme animal y luego miró a Jericho. Su voz sonaba otra vez serena, casi inexpresiva.
—Aquella noche estuvimos probando algo —dijo—. Una vía para enviar mensajes.
—¿Por correo electrónico?
—Sí. Todo fue idea mía, pero Jia Wei nos proporcionó el método.
Yoyo le propinó un golpecito al oso en el hocico; el animal bajó la cabeza y al instante desapareció.
—Hay una serie de activistas a nivel mundial con los que mantenemos contacto —continuó la joven—. Sin ellos no accederíamos a algunas informaciones importantes. Claro que no está permitido preguntarle a Washington abiertamente qué cochinadas están asolando a tu país, y yo estoy registrada como disidente, ¿de acuerdo?
—Vale.
—De modo que Second Life es una vía para burlar a la Cypol, pero está siempre asociada a un esfuerzo enorme. Y eso está bien para reuniones como las nuestras, pero yo quería algo rápido, poco complicado, sencillamente para filtrar de vez en cuando alguna foto o un par de líneas. —Yoyo miró al punto donde había estado el oso—. Y los correos electrónicos están siempre viajando de un lado a otro. Eficientes correos, poco sospechosos, en los que no se dice nada que pueda horrorizar al buró político. Por eso intentamos saltar a un tren desconocido.
—¿Correos parásito?
—Parásitos, polizones, como quiera llamárseles. Jia Wei y yo escribimos un protocolo con el que es posible codificar mensajes en rumor blanco y luego descodificarlos otra vez, lo implementamos en el ordenador de Daxiong y en el mío y decidimos hacer una prueba.
Poco a poco, Jericho fue comprendiendo lo que había ocurrido la noche de marras. La idea básica era apropiada para inducir a error a los más listos profesionales de la vigilancia. En esencia, se basaba en la regla elemental del tráfico de correos electrónicos, según la cual un mensaje es, ante todo, un montón de datos, pequeños viajeros a los que hay que trasladar. Por tanto, se los mete en un vagón de tren en calidad de pasajeros, apretujados en paquetes que, al igual que los vagones, tienen una longitud estándar. Cuando un vagón se llenaba, le sucedía el siguiente, y así hasta que el mensaje entero encontrara sitio y pudiera ser enviado, con la dirección web del destinatario a modo de locomotora.