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Authors: Schätzing Frank

Límite (95 page)

BOOK: Límite
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Por lo menos, hasta hacía poco.

Ahora el biombo estaba plegado y apoyado contra la pared, de modo que podía verse toda el área de la entrada. Xin se había acomodado en el sofá, a un lado de la mesa, en cuyo extremo estaba sentado Chen Hongbing, como sumido en un estado de contemplación, alto, con su rostro anguloso, recto como una vela. Sus sienes brillaban bajo la luz que entraba por la fachada de vidrio y se refractaba en las diminutas gotas de sudor que cubrían la tersa piel del padre de Yoyo. Xin sopesaba el mando a distancia que servía para controlar el fusil automático; era un monitor extraplano y ultraligero. Le había explicado al anciano que cualquier movimiento brusco provocaría su muerte. En realidad, el dispositivo automático no estaba activado, pues Xin no quería correr el riesgo de que el anciano provocara su propio deceso por mero nerviosismo.

—Tal vez debería tomarme como rehén —dijo Chen en medio del silencio.

Xin bostezó.

—¿Es que no lo he hecho ya?

—Quiero decir... Puedo ponerme en sus manos por más tiempo. Todo el tiempo necesario, hasta que usted no vea en Yoyo ningún peligro.

—¿Y qué ganaríamos con eso?

—Que mi hija sobreviviría —respondió Chen con voz ronca. Era muy curiosa la manera en que Chen emitía sus palabras sin hacer ningún gesto, esforzándose por reducir a lo imprescindible, incluso, el movimiento de los labios.

Xin hizo como si tuviera que pensarlo.

—No. Su hija sobrevivirá en la medida en que sea capaz de convencerme.

—Yo sólo le ruego por la vida de mi hija —dijo Chen, respirando por lo bajo—. Todo lo demás me da igual.

—Eso lo honra —dijo Xin—. Lo acerca a usted a la condición de los mártires.

De pronto, Xin creyó ver que el anciano sonreía. Había sido un gesto casi imperceptible, pero Xin tenía buen ojo para esos detalles.

—¿Qué le divierte tanto?

—Que usted no tiene en cuenta la situación. Cree que puede matarme, pero ya no es mucho lo que queda por matar. Llega usted demasiado tarde: yo ya estoy muerto.

Xin se disponía a responder pero, en vez de eso, contempló a aquel hombre con renovado interés. En general, otorgaba poco valor a los asuntos privados de otra gente, sobre todo cuando ésta tenía los minutos contados. Sin embargo, de pronto, sintió la apremiante necesidad de saber qué había querido decir Chen con aquella frase. Se puso de pie y se detuvo tras el trípode con el arma, de modo que ésta parecía salirle directamente de la barriga.

—Eso me lo tiene que explicar.

—No creo que le interese —dijo Chen, que alzó la mirada, dejando ver dos ojos como dos heridas.

De pronto Xin tuvo la sensación de poder ver a través de aquel cuerpo enjuto, de estar contemplando el espejo negro de un lago bajo un cielo sin Luna. En lo más hondo de ese lago percibía un antiguo sufrimiento, un sentimiento de odio hacia sí mismo, de asco, oyó gritos y súplicas, ruidos metálicos y portazos, el gemido de la resignación, cuyo insípido eco se multiplicaba a través de infinitos corredores sin ventanas. Alguien había intentado quebrantar a Chen a lo largo de muchos años. Xin lo sabía sin saberlo. Sin esfuerzo alguno, podía identificar el lugar de confluencia, podía tocar aquellos puntos que vuelven vulnerable a la mayoría de la gente, del mismo modo que había bastado una sola mirada a los ojos del detective para darse cuenta de su soledad.

—Usted ha estado en prisión —dijo Xin.

—No directamente.

Xin mostró perplejidad. ¿Se había equivocado?

—En cualquier caso, le quitaron su libertad.

—¿La libertad? —Chen emitió un sonido que era una especie de estertor y suspiro—. ¿Qué es eso? ¿Acaso es usted ahora más libre que yo, aunque yo esté sentado en esta silla y usted esté de pie, delante de mí? ¿Le da libertad eso que usted mantiene apuntando hacia mí? ¿Pierde usted su libertad cuando lo encierran en una celda?

Xin afiló los labios.

—Eso explíquemelo usted.

—No hace falta que nadie se lo explique —insistió Chen—. Lo sabe usted mejor que nadie.

—¿Qué?

—Usted sabe que todo el que amenaza a otra persona tiene miedo. Quien apunta con un arma a otra persona tiene miedo.

—Ah, ¿soy yo el que tiene miedo? —rió Xin.

—Sí —contestó Chen de forma lapidaria—. La represión siempre se basa en el miedo. Miedo a la opinión de los que piensan de un modo distinto. Miedo a ser desenmascarado. Miedo a perder el poder, al rechazo, a la insignificancia. Cuantas más armas emplee, tanto más altos serán los muros que levante; cuanto más sofisticado sea su método de tortura, tanto más mostrará usted su impotencia. ¿Recuerda lo de Tiananmen? ¿Recuerda lo que pasó en la plaza de la Puerta de la Paz Celestial?

—¿Las revueltas estudiantiles?

—No sé qué edad tendrá usted. Probablemente fuera un niño todavía cuando ocurrió aquello. Gente joven que abogaba de forma pacífica por algo, cuyo significado más profundo había sido ya el objeto de esfuerzos por parte de otras personas: la libertad. Y frente a esos jóvenes, todo un Estado, casi paralizado, se estremeció hasta sus cimientos, de modo que al final enviaron los tanques y todo se sumió en el caos. ¿Quién, según usted, tenía entonces más miedo? ¿Los estudiantes o el Partido?

—Yo tenía cinco años —dijo Xin, perplejo ante el hecho de estar charlando con un rehén como si estuvieran sentados en una casa de té—. ¿Cómo diablos voy a saberlo?

—Lo sabe. Ahora mismo me está apuntando con un arma.

—Es cierto, pero ¡creo que debería ser usted el que estuviera cagado de miedo, viejo!

—¿Ah, sí? —Una vez más, una sonrisa fantasmal torció los rasgos de Chen—. Pues, verá, tengo miedo, pero sólo temo por la vida de mi hija. Y otra cosa que me da miedo es haber enfocado mal las cosas, haber callado cuando correspondía hablar. Eso es todo. Esa arma suya no puede insuflarme miedo. Mis demonios internos son superiores a esa ridícula arma suya. Usted, sin embargo, tiene miedo a lo que le quedaría si se le despojara de esa arma y de todos esos atributos de poder. Usted tiene miedo a volver atrás.

Xin miró fijamente al anciano.

—No hay vuelta atrás, ¿es que no lo ha entendido? Sólo nos queda avanzar en el tiempo. Sólo existe el permanente ahora. El pasado es ceniza.

—En eso estoy de acuerdo con usted. Con una diferencia: la ceniza es eso que destruye al hombre. Las consecuencias de la destrucción, sin embargo, perduran.

—Pero también uno puede purificarse con ello.

—¿Purificarse? —El desconcierto centelleó en la mirada de Chen—. ¿Purificarse de qué?

—De lo que fue. Puede hacerse si se deja en manos de las llamas. ¡Si usted lo quema todo! El fuego purifica su alma, ¿me entiende? Nace usted por segunda vez.

La mirada de asombro de Chen se clavó en la de Xin.

—¿Habla usted de venganza?

—¿Venganza? —Xin mostró los dientes—. La venganza sólo hace que un enemigo se crezca, le confiere importancia. ¡Hablo de una absoluta extinción! Hablo de superar la historia personal. Eso que lo ha estado atormentando. ¡Sus... demonios!

—¿Cree usted que se pueden quemar los demonios?

—¡Por supuesto que se puede! ¿Cuán estúpido se ha de ser como para negar esa certeza elemental? Todo el universo, todo ser, se basa en la transitoriedad.

—Pero ¿qué pasaría si comprobara usted que no existen los fantasmas? —dijo Chen tras un momento de reflexión—. ¿Que no hay demonios? Que el pasado sólo se le ha impregnado como un reflejo y que esos fantasmas son parte de sí mismo. ¿Intentaría usted extinguirse a sí mismo? ¿No sería la purificación, en ese caso, una automutilación?

Xin bajó los párpados. Aquella conversación estaba tomando un cariz que lo fascinaba.

—¿Qué ha quemado usted? —preguntó Chen.

El asesino reflexionó sobre la manera de explicárselo al anciano para que éste comprendiera su grandeza. Pero de repente oyó algo. Pasos en el rellano.

—Otra vez será, honorable Chen —susurró Xin.

Rápidamente, volvió hasta el sofá y activó el mecanismo automático. Había llegado el momento. Con cualquier movimiento en falso que hiciera el anciano, su cuerpo quedaría hecho jirones. Los pasos se acercaron.

Entonces la puerta se abrió de golpe y...

Yoyo vio a su padre sentado en aquella silla, con el cañón del rifle apuntando hacia él. El hombre no se movió, sólo sus globos oculares giraron lentamente en dirección a su hija. Yoyo sintió la tensión en el fornido cuerpo de Daxiong, que estaba a su lado, y entró, con el pequeño ordenador en su mano derecha. Al fondo, el asesino se incorporó desde el borde del sofá. También él sostenía algo en la mano, algo reluciente y extraplano.

—Hola, Yoyo —dijo Xin con un siseo—. ¡Cuánto me alegro de verte otra vez!

—Padre —dijo la joven, sin responder a Xin—. ¿Estás bien?

Chen Hongbing intentó mostrar una sonrisa que le salió torcida.

—A pesar de las circunstancias, diría que sí.

—Estará bien mientras tú mantengas nuestro acuerdo —precisó Kenny—. El mecanismo automático está activado. Cualquier movimiento de Chen lo mataría. —Xin sostuvo en alto el mando a distancia—. Claro que también podría adelantarlo, así que cualquier cosa que tengáis pensado, olvidadlo.

—¿Qué tenemos que hacer ahora? —gruñó Daxiong.

—Primero, cerrad la puerta a vuestras espaldas.

Daxiong le propinó un breve empujón a la puerta y ésta se cerró sin hacer ruido.

—¿Y ahora?

Kenny les dio la espalda y miró la fachada de cristales. No parecía tener mucha prisa. Yoyo sintió un escalofrío y levantó el ordenador.

—Era esto lo que querías —dijo la joven.

El asesino miró un momento hacia afuera. Luego se volvió hacia ellos.

—¿Es tu único respaldo?

—Digamos, en principio, que sí.

—¿Sí o no?

Poco a poco, Yoyo se iba poniendo nerviosa, pero intentaba que no se le notara. Algo debía de haber fallado. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Dónde se había metido Jericho?

—¿Y bien? —dijo Kenny, animándola con un gesto—. Te escucho.

—No. Primero tenemos que aclarar algunas cosas.

—Creo recordar que lo hemos hablado todo claramente.

Ella negó con la cabeza.

—Todavía no hay nada claro. ¿Qué garantía tenemos de que nos dejarás con vida?

Kenny sonrió como alguien que está experimentando una decepción con la que ya había contado.

—Ahórranos eso, Yoyo. No estamos aquí para negociar.

—Es cierto —resopló Daxiong—. ¿Sabes lo que creo? Que en cuanto tengas lo que quieres, nos liquidarás.

—Exacto —asintió Yoyo—. Así que, ¿por qué íbamos a contarte algo si, de todos modos, nos vas a matar? Tal vez sea mejor que nos llevemos un par de secretos a la tumba.

—Te di mi palabra —dijo Kenny en voz muy baja—. Eso debería bastarte.

—Tu palabra ha demostrado no tener mucho valor esta mañana.

—Pero también podemos jugar al juego de otra forma —continuó Kenny, sin prestar atención al comentario de la joven—. No hay necesidad de que nadie muera de inmediato. Mira a tu padre, Yoyo. Es un hombre valiente que no teme a la muerte. Me obliga a admirarlo. Me pregunto cuánto dolor sería capaz de soportar.

Hongbing dejó escapar una risa gimoteante.

—Se asombraría usted —dijo el anciano.

El asesino sonrió.

—Enciende de una vez tu ordenador, descarga el archivo descodificado en el monitor y lánzamelo hacia aquí. No tienes opciones, Yoyo. Sólo tu buena fe.

«Jericho —pensó la chica—. Maldita sea. ¿Qué es lo que pasa? No podremos dar largas a este cabrón por más tiempo. ¿Dónde estás?»

Jericho maldijo.

Hasta el momento todo había salido de maravilla. Casi en demasía. Mientras Yoyo y Daxiong se ponían en camino hacia la casa de Chen, él había hablado con Tu y había conseguido abrir el depósito de armas de la
airbike.
Tenía ahora un fusil automático con gran fuerza de percusión y mecanismo automático por láser, un arma que en ese instante reposaba, pesada y segura, en su mano; luego había arrancado la moto y la había dirigido sin problemas hacia el acordado punto de encuentro.

No lejos del edificio con el número 1276, se habían reunido para comentar brevemente la situación.

—Es el cuarto edificio en esta hilera —había dicho Yoyo, señalando la calle—. Los patios traseros son todos iguales, tienen césped y árboles y un camino que los comunica. Es la ventana de la izquierda, en la cuarta planta.

—Bien —asintió Jericho.

—¿Has traído mi ordenador?

—Sí. ¿Daxiong ha traído el suyo?

—Aquí está. —El gigante le puso en la mano un ordenador de aspecto algo anticuado. Jericho le pasó el fragmento de texto descodificado.

—¿Puedes devolverme el mío? —preguntó Yoyo.

—Por supuesto. —Jericho volvió a guardar el ordenador de la joven—. Pero cuando todo esto haya acabado. Mientras tanto, estará más seguro conmigo. No debemos darle a Kenny ninguna oportunidad de arrebatártelo.

Yoyo no había replicado nada; él lo interpretó como una señal de aprobación. El detective desvió su mirada hacia Daxiong y luego volvió a mirar a la joven.

—¿Todo claro?

—Hasta ahora, sí.

—Entraréis al piso dentro de cinco minutos.

—De acuerdo.

—Inmediatamente después, llegaré y le apretaré las clavijas a ése. ¿Alguna pregunta más?

Ambos habían negado con la cabeza.

—Bien.

—Dentro de cinco minutos.

¡Eso era ya! Pero él estaba todavía en la esquina de la calle, pues de repente la
airbike
había adoptado el comportamiento caprichoso de una diva, y no quería entrar en escena por mucho que se la animara a ello.

—Vamos —la reprendió Jericho.

Aquella parte de Hongkou era una zona eminentemente residencial, y Siping Lu era una calle de acceso con varios carriles. Allí apenas había comercios ni restaurantes. En consecuencia, las aceras aparecían desoladas, sobre todo porque, a pesar de los cuarenta años transcurridos desde la legendaria apertura de Deng Xiaoping respecto de Occidente, la mayoría de los chinos no encontraban placer alguno en el concepto de «pasear», algo tan grato a franceses, alemanes e italianos. El tráfico fluía rápidamente, segmentado a intervalos regulares por los puentes peatonales. Dado que la mayoría de los viajeros ya estaban en sus puestos de trabajo desde tempranas horas de la mañana, la cantidad de vehículos se mantenía dentro de ciertos límites. De la mediana que separaba las sendas brotaban los macizos pilares de la futura vía del Maglev, los cuales arrojaban sobre la calle unas sombras alargadas y amenazantes. Un pequeño parque con césped, estanque y bosquecillo ocupaba el lado opuesto de la carretera, y en él, unos ancianos, seres sustraídos al tiempo, se ejercitaban en el arte del
qi gong.
Era como ver dos películas que transcurrían a velocidades distintas. Con aquel ballet a cámara lenta como telón de fondo, los coches parecían viajar a mayor velocidad. Nadie prestó atención a Jericho en su confrontación en voz alta con la
airbike,
que acabó con el detective hablando solo y la moto aferrada a su mutismo.

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