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Authors: Schätzing Frank

Límite (94 page)

BOOK: Límite
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—Bien. Propongo un par de cosas —dijo el detective—. Primero necesito tu autorización para descargar tus datos en mi ordenador. Hasta donde puedo ver, todos los sistemas para copias de seguridad se han destruido.

—Salvo uno.

—Lo sé. ¿Puedo preguntar en qué ordenador estás conectada ahora?

Yoyo se mordió el labio y miró a su alrededor, como si hubiera alguien allí a quien tuviera que pedirle consejo.

—En el de Daxiong —dijo de mala gana.

—¿Dónde? ¿En el taller?

—Sí. Él vive ahí.

—Inmediatamente después de este encuentro, ambos desapareceréis de allí.

—El sótano de Daxiong está protegido, nosotros...

—Kenny dispara con cohetes —la interrumpió Jericho bruscamente—. Contra eso no hay protección que valga. El taller está inscrito como Demon Point, a nombre de los City Demons. Será sólo una cuestión de tiempo que Kenny aparezca por allí o envíe a alguien. ¿Posee Daxiong una copia íntegra de tus datos?

—No.

—Entonces deja que yo me los descargue.

—De acuerdo.

Jericho reflexionó un momento, contó los puntos con los dedos y añadió:

—En segundo lugar, seguiremos esa pista africana. En tercer lugar, intentaremos colarnos en la página web española de las películas sobre Suiza. Yo me encargaré de ambas cosas.
Diana
dispone de los programas necesarios, y ella...

—¿Diana?

—Sí, mi... mi... —De repente se sintió cohibido—. Da igual. En cuarto lugar, ¿qué tienen en común esas seis páginas, tanto las activas como las no activas?

—Está claro. —Yoyo lo miró sin comprenderlo—. Contienen, o contenían...

—¿Y qué podemos concluir de ello?

—¡Oye! ¿Puedes dejar de hablar como un maldito sabelotodo?

—Alguien tiene que controlarlas —continuó Jericho, impasible—. De modo que la máscara siempre encaje. En cuanto al contenido, no parece haber ninguna conexión, todas las páginas son de acceso público, y están registradas en varios países. Pero ¿quién las inicia? Si conseguimos encontrar a un iniciador común a todas, podremos averiguar tal vez qué otras páginas controla. Cuantas más páginas encontremos, tanto más podremos descifrar.

—No estoy preparada para hacer algo así. Y Tian tampoco.

—Pero yo sí —dijo Jericho, llenando sus pulmones de aire. Por un breve instante creyó estar respirando el aire claro del planeta oceánico, que llenaba sus capilares; sin embargo, sólo estaba respirando lo que el aire acondicionado escupía en su habitación. Con cada palabra, sentía que recuperaba sus fuerzas y su firmeza. La certeza de que ya no estaba expuesto, sin protección alguna, a Kenny y sus secuaces, inundaba su consciencia como una sustancia luminosa—. En quinto lugar, supondremos que Andre Donner está en la misma lista que nosotros: la de las personas que hay que matar. Por tanto, tenemos dos motivos para entrar en contacto con él: para averiguar más cosas sobre este asunto que nos ocupa y para alertarlo.

—Si es que necesita que lo alertemos.

—No tenemos nada que perder. ¿No te parece?

—No.

—Pues entonces. —Jericho vaciló—. Yoyo, no querría tener que repetir esto una y otra vez, pero ¿a quién más le hablaste acerca de tu descubrimiento? Quiero decir, ¿quiénes de los que todavía siguen...?

—¿...de los que todavía siguen con vida? —preguntó ella con amargura.

Jericho guardó silencio.

—Sólo Daxiong —respondió la joven—. Y tú.

Yoyo se agachó y dejó correr entre sus dedos una arena nacarada. Los delgados arroyuelos formaron en el suelo enigmáticos dibujos antes de desaparecer en un centelleo. Entonces la joven alzó la cabeza.

—Quiero llamar a mi padre.

Jericho asintió.

—Esa iba a ser mi siguiente propuesta.

En silencio, el detective se preguntó si no sería más razonable establecer antes contacto con Tu. Pero esa decisión estaba en poder únicamente de la joven, que se fue incorporando lentamente y lo miró con unos ojos bellos y tristes.

—¿Quieres que te deje a solas? —preguntó él.

—No. —Ella alzó la nariz en un gesto muy poco femenino y le dio la espalda—. Tal vez sea mejor que estés presente.

Los dedos de su mano derecha partieron la nada y dibujaron algo en ella. Un instante después apareció un campo oscuro en el aire. Sonó un timbre de teléfono, de una profanidad casi absurda y fuera de lugar en ese mundo extraño.

—No ha activado el modo de imagen —dijo la joven, como si fuera necesario disculpar a Chen Hongbing en su atrasada mentalidad.

—Lo sé, tiene su viejo móvil. Tú se lo regalaste.

—Es un milagro incluso que lo use —resopló la chica. El teléfono siguió sonando—. En realidad, tendría que estar en el concesionario. Si no me contesta, lo llamaré...

El timbre cesó. Se oyó un tenue rumor, mezclado con unos ruidos aislados.

Yoyo miró a Jericho con ojos inseguros.

—¿Padre? —susurró ella.

La respuesta le llegó en voz baja. De manera funesta, se fue abriendo paso, como una serpiente gorda y pesada que se va incorporando para mirar a su siguiente víctima.

—No soy tu padre, Yoyo.

Jericho no sabía lo que pasaría. Yoyo estaba por los suelos; sus amigos, muertos. Tenía que procesar algunas imágenes que sólo eran soportables en las pesadillas, y cuyo horror minaba hasta la luz de la luna. Pero para esa pesadilla no había despertar. Como un veneno, la voz de Kenny se fue colando en el idilio de la isla. Sin embargo, cuando Yoyo habló, no había más que una furia reprimida en sus palabras.

—¿Dónde está mi padre?

Kenny se tomó su tiempo para responder, mucho tiempo. Yoyo, por su parte, guardó silencio, con helada expectativa, y ambos callaron en una muda prueba de fuerza.

—Le he dado el día libre por hoy —dijo el hombre finalmente. Coronó su comentario con una risa grave y autosuficiente.

—Ésa no es la respuesta a mi pregunta.

—Nadie ha dicho que tú puedas hacer las preguntas.

—¿Él está bien?

—Muy bien. Está descansando.

La manera en que Kenny dijo «Muy bien» era la apropiada para hacerle suponer a cualquiera lo contrario. Yoyo cerró los puños.

—Presta atención, cerdo psicópata. Quiero hablar con mi padre ahora mismo, ¿me oyes? Luego podrás hacer todas las exigencias que quieras, pero primero dame algún indicio de que sigue con vida, o seguirás hablando contigo mismo. ¿Lo has entendido aunque sea un poco?

Kenny dejó que la línea rumorease durante un rato.

—Yoyo, mi niña de jade —suspiró—. Al parecer, tu visión del mundo se basa en una serie de malentendidos. En historias como ésta, los papeles están repartidos de un modo diferente. Cada palabra tuya que no obtenga mi aplauso incondicional se convertirá en dolor para Hongbing. Te dejaré pasar lo de cerdo psicópata. —Kenny rió—. Tal vez hasta tengas razón.

«Es vanidoso como un pavo real», pensó Jericho. Puede que Kenny fuera un ejemplar bastante exótico para ser un asesino a sueldo; más bien se correspondía con el perfil del psicópata asesino en serie. Era narcisista, estaba enamorado de sus propias palabras y le encantaba coquetear con la idea de ser insoportable.

—Un indicio de que está vivo —insistió Yoyo.

De repente, el rectángulo negro cambió y la cara de Kenny llenó la pantalla casi por completo. Como el genio de una lámpara, flotó por encima de la playa nacarada. Luego desapareció del ángulo visual de la cámara y pudo verse una habitación con ventanas en la parte trasera, a través de las cuales entraba la clara luz del día. Se vio el perfil oscuro de unos muebles, una silla en la que había alguien sentado. Delante había algo negro y macizo, con tres patas.

—Padre —susurró Yoyo.

—Diga algo, por favor, honorable Chen —se oyó decir a Kenny.

Chen Hongbing permaneció inmóvil en su silla, como si estuviera pegado a ella. A contraluz, su rostro era apenas reconocible. Cuando habló, sonó como si alguien caminara por encima de un manto de hojas secas.

—Yoyo. ¿Estás bien?

—Padre —gritó la joven—. ¡Todo saldrá bien! ¡Todo saldrá bien!

—Lo... siento mucho.

—No, soy yo la que lo siente —dijo Yoyo, y a continuación los ojos se le llenaron de lágrimas. Con un visible esfuerzo de su voluntad, se obligó a mantenerse tranquila.

Kenny volvió a aparecer en el encuadre.

—Es miserable la calidad de este móvil —dijo—. Me temo que tu padre apenas puede oírte. Tal vez deberías venir a visitarlo, ¿qué opinas?

—Si le haces algo... —empezó a decir Yoyo con voz temblorosa.

—Lo que le haga o no sólo depende de ti —respondió Kenny con frialdad—. Ahora mismo está bastante cómodo, sólo que su libertad de movimientos está un poco restringida. Está sentado frente al escáner de un rifle automático. Puede hablar y parpadear. Pero si se le ocurriera saltar de repente o levantar el brazo, el arma se dispararía. Por desgracia, eso también sucedería si se rasca. Bueno, a decir verdad, tal vez la comodidad no sea tanta.

—Por favor, no le hagas daño —sollozó Yoyo.

—No tengo interés alguno en hacerle daño a nadie, lo creas o no. Así que ven, y hazlo pronto. —Kenny hizo una pausa. Cuando continuó hablando, el tono de serpiente había desaparecido de su voz. De pronto era amable, casi amistosa, era la voz con la que solía hablar Zhao Bide—. Tu padre tiene mi palabra de que nada te sucederá, en caso de que cooperes. Eso incluye decirme los nombres de todos los que conocen el mensaje interceptado o su contenido. Además, debes entregarme toda memoria de datos, absolutamente toda, en la que hayas descargado una copia del mensaje.

—Tú destruíste mi ordenador —dijo Yoyo.

—He destruido algo, sí. Pero ¿lo he destruido todo?

—No lo contradigas —le susurró Jericho.

Ella guardó silencio.

—¿Lo ves? —dijo Kenny, sonriendo, como si viera confirmada su suposición—. Pero no te preocupes, cumpliré mi palabra. Y trae a ese gigante calvo, ya sabes quién. Entraréis por la puerta delantera, que está abierta. —Kenny se detuvo; algo pareció pasarle por la cabeza. Entonces, preguntó—: El tal Owen Jericho, ¿ha establecido contacto contigo?

—¿Jericho? —repitió Yoyo.

—Sí, el detective.

Jericho se había situado, desde el principio, fuera del campo visual del móvil, de modo que podía ver el escenario en el piso de Chen al revés, como en un espejo, pero sin que Kenny pudiera verlo a él. El detective le hizo una señal a Yoyo y negó con la cabeza enérgicamente.

—No tengo ni idea de dónde puede estar ese idiota —dijo la joven con desprecio.

—¿A qué viene tanta aspereza? —Kenny enarcó las cejas, sorprendido—. Te salvó la vida.

—Ese tipo pretende joderme, al igual que tú, ¿o no? Tú mismo dijiste que había matado a Grand Cherokee.

Un asomo de satisfacción rodeó los labios de Kenny.

—Sí, claro. Bueno, ¿cuándo podrás venir?

—En cuanto me sea posible —respondió Yoyo, y se sorbió los mocos—. Depende del tráfico. Digamos, ¿dentro de un cuarto de hora? ¿Te parece bien?

—Muy bien. Tú y Daxiong. Desarmados. Si veo un arma, Chen morirá. Si alguien más entra por esa puerta, morirá. Si alguien intenta desactivar el fusil automático, éste se disparará. En cuanto lo aclaremos todo, saldremos juntos del edificio. Ah, y si hay refuerzos esperando fuera o a alguien se le ocurre hacer el héroe, Chen morirá también. Sólo podrá dejar esa silla cuando yo haya desactivado el dispositivo automático.

La conexión se cortó.

Desde lejos les llegó la extraña llamada de unos grandes animales. Una ráfaga de viento movió los arbustos que separaban la playa del prado e hizo bailotear las rosadas umbelas de las flores.

—Ese cerdo —exclamó Yoyo—. Ese maldito...

—Sea lo que sea, no es omnipotente.

—¿Ah, no? —le espetó ella—. ¡Pues has visto lo que está ocurriendo! ¿Crees en serio que dejará vivir a mi padre? ¿O a mí?

—Yoyo...

—¿Qué debo hacer? —La joven retrocedió, el labio inferior le temblaba. Entonces hizo un gesto de negación con la cabeza mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¿Qué diablos voy a hacer? ¿Qué debo hacer?

—Oye —dijo Jericho—. Lo sacaremos de ahí. Te lo prometo. Nadie va a morir, ¿me oyes?

—¿Y cómo lo vas a hacer?

Jericho comenzó a caminar de un lado para el otro. Él tampoco sabía muy bien cómo iba a hacerlo. Un plan empezaba a cobrar forma en su cabeza de manera fragmentaria. Era una empresa descabellada que dependía de diversos factores. La fachada de cristales situada detrás de Chen Hongbing desempeñaba cierto papel así como la
airbike
que se había llevado en prenda. Tenía, además, que hablar con Tu Tian.

—Olvídalo —dijo Yoyo sin aliento—. Vayámonos.

—Espera.

—¡No puedo esperar! Tengo que ir en busca de mi padre. Larguémonos —dijo Yoyo, tendiéndole la mano.

—enseguida.

—¡Ahora!

—Sólo un minuto. Yo...

—El detective se mordió el labio inferior—. Ya sé cómo lo haremos. ¡Lo sé!

HONGKOU

El edificio con el número 1276 de Siping Lu mantenía el monótono color pastel de todos los bloques de viviendas construidos a principios del milenio en el barrio shanghaiano de Hongkou. Cuando el tiempo estaba gris, parecía desaparecer en el cielo. A modo de contraste, unos cristales de un verde impertinente irrumpían en la fachada, otro recurso estilístico de aquella época en la que hasta los rascacielos mostraban el aspecto de un juguete barato.

A diferencia de los altos edificios de una calle más allá, el número 1276 se conformaba de seis plantas, disponía de balcones generosamente medidos y destacaba, además, por la insinuación de un techo de pagoda. A ambos lados de los balcones, se adherían al revoque las cajas empercudidas de los aires acondicionados. Con desgana, aleteaban al viento los jirones de un cartel transparente en el que los vecinos exigían la paralización inmediata de las obras del Maglev, otra vía que pasaría directamente ante su puerta y cuyos pilares ya sobresalían por encima de la calle. Aparte de ese tímido testimonio de rebelión, el edificio no se diferenciaba en nada del número 1274 o del 1278.

En la cuarta planta del número 1276 vivía Chen Hongbing.

De treinta y ocho metros cuadrados, el piso abarcaba un salón con una pared de estanterías, un rincón que hacía las veces de comedor, un sofá cama y otro dormitorio, un diminuto cuarto de baño y una cocina apenas mayor en tamaño, abierta hacia una mesa de comedor. No había vestíbulo; en su lugar, un biombo tapaba la puerta de entrada hacia un lado, creando así cierto ambiente de intimidad.

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