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Authors: Schätzing Frank

Límite (45 page)

BOOK: Límite
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Por otro lado, cómo sonaría si dijese la verdad:

—Yoyo trabaja en el World Financial Center, en Tu Technologies, un poco más abajo. Yo estoy arriba, soy el encargado de la montaña rusa, para aquellos que gustan mearse de miedo en el vacío. Así fue como la conocí. Ella apareció por aquí, porque quería montar en el Dragón. Así que la dejé subir y al final le mostré cómo se manejaba el aparato, y a ella le pareció... Bueno...

«¡La verdad, Grand Cherokee, la verdad!»

—...le pareció en muchos sentidos más excitante que yo, aunque ese truco, normalmente, siempre funciona, quiero decir, lo de dejarlas viajar gratis, y luego un viajecito conmigo, y después salir a tomar algo, ¿entiende? Ella estaba loca con el Dragón, y buscaba un lugar donde quedarse, pues no se entendía muy bien con su viejo, y Li y yo teníamos precisamente algo libre. Aunque... Li se mostró menos entusiasta. Le parece que las chicas estropean la química, sobre todo cuando tienen el aspecto de Yoyo, pues entonces uno piensa con la polla y las amistades se rompen, pero yo insistí y Yoyo se mudó. De eso no hace ni dos semanas.

Fin de la historia. Tal vez otra cosa:

—Pensé que si Yoyo vivía con nosotros, me la llevaría a la cama, pero de eso nada. Le encantan las fiestas, canta y le parece bien todo lo que a mí me parece bien, así que en realidad no lo entiendo.

Y otra cosa más:

—A veces la he visto andando con tipos de los barrios de los perdedores, motoristas. Podría ser una banda. Llevan unos bordados en sus chaquetas: City Demons, creo; sí, eso es, los City Demons, los Demonios de la Ciudad.

Y ésa era, en realidad, la única información que poseía Grand Cherokee y que merecía llevar ese nombre.

Pero por eso no le darían dinero. De modo que era hora de inventarse algo.

—¿Y dónde está la chica en este momento? —quiso saber la voz en el móvil.

Cherokee vaciló.

—Eso no deberíamos discutirlo por...

—¿Dónde estás tú? Podría ir a verte ahora mismo.

—No, no, no. Hoy no podré. Digamos que mejor mañana temprano, hacia las once.

—Las once no es temprano. —El otro hizo una pausa—. Si te he entendido bien, quieres ganar dinero, ¿no es cierto?

—¡Eso lo ha entendido usted bien! Y usted quiere algo de mí, ¿no es así? ¿Quién pone entonces las reglas del juego?

—Tú, amigo mío. —¿Se equivocaba o había oído al hombre reír en voz baja?—. No obstante, ¿qué te parece a las diez?

Grand Cherokee reflexionó. A las diez tenía que inspeccionar la montaña rusa. A las once abría. Por otro lado, tal vez no fuera nada estúpido hablar a solas con Don Pasta Gansa. Cuando unos billetes cambian de manos, es preciso mantener bien baja la cifra de espectadores, y a las diez ambos estarían solos, él, el hombre y el Dragón.

—Vale. —Además, hasta ese momento ya se le ocurriría algo—. Le diré dónde tiene que venir.

—Bien.

—Y traiga usted un monedero bien cargado.

—No te preocupes. No tendrás oportunidad de quejarte.

Eso había sonado muy bien.

¿Sonaba bien? Los vagones se acercaron a toda velocidad y frenaron. El paseo había terminado. Grand Cherokee vio veinticuatro pares de piernas temblorosas. Mentalmente, se preparó para servir de apoyo a los casos más graves.

¡Sí, eso sonaba muy bien!

JERICHO

El piso compartido donde vivía Yoyo estaba ubicado en Tibet Lu, en medio de un barrio de torres de hormigón, todas de idéntico aspecto. Hasta hacía pocos años, allí había un mercado nocturno. Las encorvadas casas con frontones se habían ido amontonando a la sombra de los rascacielos, una isla de miseria y deterioro en apenas cuatro kilómetros cuadrados, con insuficiente suministro de agua y cortes constantes de electricidad. Los comerciantes extendían sus mercancías sobre la acera, los comercios y las puertas estaban abiertas, de modo que el espacio habitable asumía al mismo tiempo la función de almacén y puesto de venta, o el edificio entero había sido reconvertido, sencillamente, en una cocina callejera. Prácticamente se vendía de todo: artículos domésticos, hierbas medicinales, raíces para fortalecer la libido, extractos contra los malos espíritus, souvenirs para los turistas que casualmente se perdían por allí y no podían diferenciar los budas de plástico de los antiguos. Había ollas humeantes por todas partes, una mezcla de grasas de freír y caldos inundaba las callejuelas. No era en absoluto desagradable, según recordaba Jericho, cuando, poco después de haber llegado, se puso a deambular por el lugar. Algunas de las cosas por las que había pagado sabían realmente muy bien.

No obstante, era preciso tildar una vida de miserable cuando ésta obligaba a las personas a compartir entre diez un retrete perpetuamente atascado; eso, siempre y cuando la casa en la que vivieras dispusiera del lujo de tener un váter. Lógicamente, cuando las agencias inmobiliarias y los representantes de las autoridades urbanísticas cayeron por allí con sus ofertas, debían de esperar que se produjera una especie de éxtasis colectivo. Se habló de pisos luminosos, de cocinas eléctricas y duchas. Sin embargo, no hubo ojos que reflejaran el esplendor de aquella promesa de carácter sanitario. No hubo alegría ni resistencia. La gente firmó los contratos, se miraron unos a otros y supieron que había llegado la hora. La vida anterior había tocado a su fin, pero, en definitiva, había sido una vida. Aquellos edificios humildes habían vivido tiempos mejores, antes de que China, a comienzos de la década de 1990, empezara a acelerar por la recta de la vía económica. Estaban deteriorados, eso seguro, pero con un poco de buena voluntad a aquello se le podría llamar hogar.

Meses después, Jericho había regresado al mismo sitio. Primero creyó que se había producido un bombardeo. Un ejército de obreros se ocupaba de reducir el barrio a ras de suelo. Su sorpresa inicial se había transformado más tarde en incrédula perplejidad cuando se dio cuenta de que la mitad de los habitantes seguían viviendo allí y continuaban llevando a cabo sus actividades habituales, mientras que por todas partes colgaban bolas de demolición, los muros se desplomaban y los volquetes transportaban toneladas de escombros.

De repente Jericho habría querido saber qué pasaría con las personas cuando el barrio entero hubiese desaparecido.

—Se mudarán a otro —le explicó uno de los obreros de la construcción.

—Pero ¿adónde?

El obrero quedó debiéndole la respuesta, y Jericho se puso a vagar por el barrio, atónito, mientras la oscuridad empezaba a depositarse sobre el lugar y ocupaba la escena un mercado nocturno amputado, cuyos protagonistas parecían negar con tozudez aquella obra de destrucción. A cualquiera que le preguntara, le respondía con indiferencia o amabilidad que las cosas eran como eran. Al cabo de un rato, el detective había llegado a la conclusión de que no podía deberse únicamente a la dialéctica de Shanghai el hecho de que, en cada ocasión, sólo entendiera una misma frase, la reacción estandarizada ante cualquier catástrofe o injusticia:
«Mei you banfa»,
«No hay nada que se pueda hacer».

Al caer la noche, algunas personas se volvieron más locuaces. Una señora ya madura y regordeta, que preparaba deliciosas albóndigas en salsa, le hizo un cálculo a Jericho que demostraba que la indemnización dada por las autoridades urbanísticas no bastaba, ni mucho menos, para comprar un piso nuevo. Tampoco bastaba para alquilar una vivienda por un tiempo indefinido. Una segunda mujer se les unió y se encargó de informarle que, al principio, habían ofrecido a cada uno de los habitantes de la zona una suma más alta, pero nadie había recibido la cantidad prometida. Un joven sopesó la idea de presentar una queja, lo que la mujer regordeta descartó con un apático gesto de la mano. Su hijo se había quejado cuatro veces, dijo. Cada una de las quejas fue desestimada, pero la cuarta vez lo encerraron durante cuatro días en una celda y, más tarde, le enseñaron el camino de vuelta, no sin antes propinarle unas cuantas patadas.

Al final Jericho abandonó el barrio tan desconcertado como había llegado allí. Ahora regresaba por tercera ocasión, y no había nada que le indicara que hubiese habido allí alguna vez otra cosa que no fueran torres con aire acondicionado delante de las ventanas. Los edificios estaban numerados pero, bajo el crepúsculo que se avecinaba, los números se borraban sobre el fondo. A algún idiota le había parecido chic pintarlos con colores pastel sobre un fondo también color pastel, con caracteres enormes, ciertamente, pero, como las liebres blancas sobre la nieve, apenas identificables cuando las condiciones de luz eran difusas. Jericho ni siquiera se tomó la molestia de recorrer las calles. Sacó el móvil, introdujo el número del edificio y dejó que el GPS indagara la posición. En la pantalla apareció un fragmento de la ciudad desde una perspectiva de satélite. Jericho proyectó el mapa sobre la pared del siguiente edificio. El rayo
beam
era lo suficientemente potente para generar una imagen brillante de dos por dos metros. Atravesando la pared del edificio discurría la calle en la que se encontraba, situada junto a otras calles contiguas y paralelas. Jericho activó el zum. Una señal parpadeante le indicó su posición con exactitud, otra marcó la dirección de Yoyo.

—Por favor, camine cien metros en línea recta —dijo el móvil amablemente—. Luego doble a la derecha...

El detective desactivó la voz y se puso en camino. Le bastaba con haber visto que el bloque de viviendas de Yoyo se encontraba al doblar la esquina y que llegaría a él muy pronto.

Dos minutos después tocó el timbre.

Era una visita sorpresa y, por tanto, era una especie de inversión. Las pocas probabilidades de encontrar a alguien allí quedaban compensadas con el efecto sorpresa. El visitado, si es que estaba en casa, no tendría oportunidad alguna de prepararse, de hacer desaparecer cosas o de estudiar sus mentiras. Según las pesquisas de Jericho, los compañeros de piso de Yoyo no tenían antecedentes ni habían llamado nunca la atención. Uno de ellos, Zhang Li, estudiaba empresariales e inglés, el otro se había matriculado en construcción de maquinarias y electrónica. Las autoridades lo conocían con el nombre de Wang Jintao, pero el chico se hacía llamar Grand Cherokee. Nada poco habitual. En la década de los noventa, muchos jóvenes habían empezado a anteponer nombres occidentales a sus apellidos chinos, una costumbre que no siempre se manejaba con estilo. Por ignorancia de su verdadero significado, podía suceder, por ejemplo, que algunos hombres se llamaran como una marca de compresas o una comida para perros, mientras que, por el lado de las mujeres, no era una rareza encontrarse una
Pershing Song
o una
White House Liang.
Wang, por su parte, había escogido como nombre de pila un modelo de todoterreno americano. Si daba crédito a lo que decía Tu, ni él ni el tal Li podían clasificarse dentro de la categoría del tipo hogareño, lo que hacía temer a Jericho que había recorrido todo aquel camino en vano. Sin embargo, cuando tocó el timbre por segunda vez, se llevó una sorpresa. Sin que nadie se informara antes por el interfono, le abrieron la puerta. Jericho entró en un vestíbulo desolado con olor a coles, cogió el ascensor hasta la séptima planta y se vio en un corredor revocado de blanco, cuya luz de neón titilaba nerviosamente. Un trecho más adelante se abrió una puerta. Un joven salió al pasillo y examinó al detective con indiferencia.

¡No cabía duda!

Aplicaciones metálicas en la frente y en el mentón, algo que estaba muy de moda. La aparición de dicha tendencia puso fin a la era de los
piercings
y los tatuajes. Cualquiera que se pusiera un aro en las cejas o algo de plata en la lengua era considerado un hortera. También el peinado, liso y largo, respondía a la tendencia vigente. Estilo indio, como lo llevaban la mayoría de los jóvenes en todo el planeta, salvo los propios indios, que rechazaban tener cualquier tipo de responsabilidad en ello. Una camiseta pintarrajeada resaltaba la musculatura de Wang, los pantalones, de cuero negro arrugado, daban la impresión de estar en uso día y noche. A decir verdad, el chico no tenía mal aspecto, pero éste tampoco era bueno del todo. A su figura marcial le faltaban diez centímetros de estatura, y los rasgos, que podían gustar por su aspecto anguloso, hacían que se echara de menos cierta elegancia proporcionada.

—¿Usted es? —preguntó el joven reprimiendo un bostezo.

Jericho le puso el móvil delante de las narices y proyectó una imagen en tres dimensiones de su cabeza, así como el número de registro policial en la pantalla desplegada.

—Owen Jericho, detective cibernético.

Wang entornó los ojos.

—No me diga —dijo el joven, intentando parecer irónico.

—¿Tendría un momento?

—¿Qué es lo que pasa?

—Éste es el piso de Chen Yuyun, ¿no es cierto? Alias Yoyo.

—Error. —El hombre pareció masticar su respuesta antes de soltarla—. Este piso es mío y de Li, el sitio donde esa pequeña ha depositado sus libros y sus ropas.

—Pensé que vivía aquí.

—Vamos a dejar una cosa clara, ¿de acuerdo? No es su piso; yo le conseguí a ella la habitación.

—Entonces debe de ser usted Grand Cherokee.

—Yeah!
—La mera mención de su apodo provocó que su dueño, de repente, abriera el cajón de la amabilidad—. ¿Ha oído hablar de mí?

—Sólo maravillas —mintió Jericho—. ¿Me revelaría usted dónde podría encontrar a Yoyo?

—¿Dónde encontrar a...? —Grand Cherokee se atascó. Por razones inescrutables, la pregunta parecía sorprenderle—. Eso es... —murmuró—. ¡Vaya cosa!

—Tendría que hablar con ella.

—Eso no es posible.

—Sé que Yoyo ha desaparecido —añadió Jericho—. Y por eso estoy aquí. Su padre la busca, está muy preocupado. Si sabe usted algo sobre su paradero...

Grand Cherokee lo miró fijamente. Algo en aquel chico, o más bien en su comportamiento, irritaba a Jericho.

—Como le he dicho —repitió el detective—, si usted supiera...

—Un momento —dijo Grand Cherokee alzando la mano. Por unos segundos se mantuvo en esa posición, luego sus rasgos se distendieron.

—Yoyo —dijo riendo con jovialidad—. Por supuesto. ¿No le apetece pasar?

Todavía algo irritado, Jericho entró en el estrecho vestíbulo del que partían varias habitaciones. Grand Cherokee caminó de prisa delante de él, abrió la última puerta y le indicó que pasara con un movimiento de la cabeza.

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