Authors: Schätzing Frank
—Puedo mostrarle su habitación.
Poco a poco, Jericho empezaba a verlo todo con claridad. Tanta cooperación rayaba con el cálculo. Lentamente, entró en la habitación y miró a su alrededor. Nada relevante. Aparte de unos pocos pósteres que mostraban a algunos de los representantes más populares de la escena del
mando prog,
apenas había nada que permitiera concluir qué tipo de persona vivía allí. En uno de los carteles podía verse a la propia Yoyo, en pose de escenario. En un corcho colgado sobre un escritorio barato había un papelito. Jericho se acercó un poco más y estudió las escasas letras.
—«Aceite de sésamo oscuro —leyó—. Trescientos gramos de pechuga de pollo...»
Grand Cherokee soltó una discreta tosecilla.
—¿Sí? —Jericho se volvió.
—Yo podría proporcionarle algunos indicios sobre el paradero de Yoyo.
—Estupendo.
—Bueno... —dijo Grand Cherokee extendiendo los dedos de manera significativa—. Ella me contó muchas cosas, ¿sabe? Quiero decir, le caigo bien a esa chica. Estaba muy confiada en los últimos días.
—¿Y usted, también estaba confiado?
—Digamos que tuve la oportunidad.
—¿Y?
—¡No de verdad, se trata de una cuestión de confianza, hombre! —Grand Cherokee luchaba visiblemente por mostrarse indignado—. Claro que podemos hablar de cualquier cosa, pero...
—No, está bien. Si es una cuestión de confianza... —Jericho lo dejó plantado.
Tal como se temía, el joven quería hacerse el importante. Uno tras otro, fue abriendo los cajones del escritorio. Luego fue hasta el pequeño armario de la pared que estaba junto a la puerta y lo abrió también. Vaqueros, un jersey, un par de zapatillas deportivas que ya habían dejado atrás sus mejores años, dos botes de ropa pulverizante. Jericho los agitó. Estaban medio llenos. Por lo visto, Yoyo había recogido parte de sus cosas a toda prisa y había dejado la casa apresuradamente.
—¿Cuándo vio usted a su compañera de piso por última vez?
—¿Por última vez? —repitió Grand Cherokee.
—Por última vez. —Jericho lo miró—. Es el momento en el que usted dejó de ver a Yoyo. ¿Cuándo fue eso?
—Bueno, pues... —Grand Cherokee parecía emerger de un lago de aguas espesas—. La noche del 23 de mayo. Teníamos una pequeña fiesta. En algún momento Li se fue a la cama, y Yoyo seguía conmigo. Estuvimos charlando y bebimos algo, entonces ella se fue a su habitación. En algún momento la oí trasteando y abriendo el armario. Poco después se cerró la puerta del piso.
—¿Cuándo exactamente?
—Entre las dos y las tres, creo.
—¿Cree?
—En todo caso, fue antes de las tres.
En vista de que Grand Cherokee no parecía hacer ningún esfuerzo por impedírselo, Jericho siguió registrando el cuarto de Yoyo. Por el rabillo del ojo podía ver al estudiante moviéndose de un lado a otro, en una actitud irresoluta. El desinterés de Jericho por su persona parecía confundirlo.
—Podría contarle más cosas —dijo Grand Cherokee al cabo de un rato—. Si es que le interesan.
—Suéltelas.
—Tal vez mañana.
—¿Y por qué no ahora?
—Porque tendría que telefonear a un par de personas para... Quiero decir, tengo claro dónde está Yoyo, pero antes... —El joven extendió los brazos y volvió las palmas de las manos hacia arriba—. Digamos, sencillamente, que todo tiene su precio.
Más claro, el agua.
Jericho puso fin a su observación y regresó al vestíbulo.
—Siempre y cuando lo valga —dijo—. Por cierto, ¿dónde está ahora su compañero de piso?
—¿Li? No tengo ni idea. Pero ése no sabe nada.
—¿Me lo parece o usted tampoco sabe nada?
—¿Yo? Claro que sé.
—¿Pero?
—No hay ningún pero. Sólo pensé que a usted podría ocurrírsele una manera de soltar un conocimiento que está ahí, bien sólido —dijo Grand Cherokee, y le sonrió desde abajo.
—Entiendo —dijo Jericho, devolviéndole la sonrisa—. Quiere negociar un anticipo.
—Llamémosle una contribución para gastos.
—¿Y para qué, Grand Cherokee, o comoquiera que se llame usted? ¿Para que usted me vacile con su desbordante fantasía? ¡Usted no sabe nada!
Jericho se dio media vuelta dispuesto a marcharse. Grand Cherokee parecía desconcertado. Por lo visto, se había imaginado de otro modo el transcurso de aquella conversación. Retuvo a Jericho por el hombro y negó con la cabeza.
—¡Yo no quiero vacilarle a nadie, tío!
—Entonces no lo haga.
—Pero ¡venga ya, hombre! ¡Una carrera como la mía no se paga sola! Averiguaré lo que usted quiere saber.
—Negativo. Usted no tiene nada para venderme.
—Yo... —El estudiante luchaba por encontrar las palabras adecuadas—. Está bien. Si le revelo algo que lo haga avanzar en esto, aquí y ahora, ¿confiará en mí? Ése sería mi anticipo, ¿entendido?
—Lo escucho.
—Mire, hay una banda de motoristas con la que Yoyo se reúne frecuentemente. Ella también conduce una de esas motos. Son los City Demons; en todo caso, es el nombre que llevan en sus chaquetas.
—¿Y dónde puedo encontrarlos?
—Ése era mi anticipo.
—Mire, ahora me va a escuchar usted a mí —dijo Jericho señalando a su interlocutor con el dedo índice—. No voy a pagarle nada, porque usted no tiene nada. Ni lo más mínimo. Si, movido por su buen corazón, consiguiera realmente alguna información, ¡y me refiero a informaciones genuinas!, podríamos hacer negocios en determinadas circunstancias. ¿Está claro?
—Clarísimo.
—Entonces, ¿espero su llamada?
—Mañana por la tarde. —Grand Cherokee se frotó la barbilla—. O no, más temprano. Tal vez. —El joven miró a Jericho con ojos penetrantes—. Pero ¡después vendrá el día del pago, tío!
—Luego vendrá el día del pago —dijo Jericho dándole unas palmaditas en los hombros—. Una suma apropiada. ¿Quería decir algo más?
Grand Cherokee negó en silencio.
—En ese caso, hasta mañana.
«En ese caso, hasta mañana...»
Mientras el detective bajaba, Grand Cherokee se quedó en el rellano como si hubiese echado raíces allí. Oyó el suave traqueteo del ascensor en la caja mientras sus pensamientos se sucedían en desorden.
¡Tal vez eso sí fuera algo!
Pensativo, fue hasta la cocina, sacó una cerveza de la nevera y se llevó la botella al cuello. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué delito había cometido Yoyo, que ahora todo el mundo se interesaba por su desaparición? Primero aquel tipo elegante y ahora ese detective. Y lo que era más importante aún: ¿quién podía sacar provecho de todo ello?
No sería del todo fácil. Grand Cherokee no se hacía grandes ilusiones de que el nivel de sus conocimientos fuera más allá de cero, no creía que eso fuera a cambiar demasiado en las próximas horas. Por otro lado, todo podía irse a pique si desde ese instante hasta la mañana siguiente no se le ocurrían un par de historias falsas y sustanciosas. Mentiras del tipo que nadie puede probarle a uno, según el lema: mis informaciones son de primera mano, pero no lo sé, por lo visto Yoyo se ha olido algo y nos han tomado el pelo, etcétera, etcétera.
Tenía que elevar el precio. ¡Tenía que aprovecharse de ambos tipos! Había hecho bien en no contarle nada al detective sobre la visita de Xin. Se podían decir muchas cosas acerca de él, pero no que tuviera un pelo de tonto.
«Soy demasiado listo para vosotros», pensó.
«Así que empezad a contar el dinero.»
26 de mayo de 2025
Como si desde el año 2018 decenas de pares de botas no hubieran marcado el suelo lunar con el relieve de las hazañas humanas, Eugene Cernan, el comandante del
Apolo 1
7, seguía siendo considerado el último hombre que había pisado el satélite. Como un monumento aparecían en el paisaje de la historia norteamericana los años que iban desde 1969 hasta 1972, una época breve pero mágica de misiones tripuladas que contrastaba de manera surrealista con el pilotaje fallido de Nixon y que había acabado cuando Cernan apagó las luces allí arriba. Él había sido y seguía siendo el último de su milenio. Como undécimo astronauta de las misiones Apolo, había salido a pasear por el Mare Serenitatis y había tenido la oportunidad de dar centenares de aquellos pequeños pasos que Neil Armstrong había imaginado tan grandes para la humanidad. Su equipo reunió más piedras lunares y venció misiones exteriores más largas que cualquier otro equipo anterior. El comandante mismo había conseguido protagonizar el primer accidente de coche en un extraño cuerpo celeste, cuando le pegó un trompazo a la parte trasera izquierda del guardabarros de su Rover y la remendó luego con el talento improvisador de un Robinson Crusoe. Nada de aquello parecía apropiado para reavivar el interés público. Una era llegaba a su fin. Cernan, con la oportunidad histórica de eternizarse en un tronante panegírico en las enciclopedias y los libros de texto, encontró, en su lugar, palabras de notable desconcierto.
—La mayor parte del viaje de regreso la pasamos discutiendo sobre el color que tenía la Luna —dijo.
Suficiente. ¿Sería ése, pues, el resumen de seis costosísimos aterrizajes sobre un fragmento de roca situado a cien mil kilómetros de distancia? ¿Que ni siquiera sabían qué color tenía aquel lugar?
—A mí me parece amarillenta —dijo Rebecca Hsu después de haber estado mirando en silencio, durante un buen rato, a través del pequeño ojo de buey.
Entretanto, a casi nadie le atraía la opción de acercarse a la hilera de ventanas situada enfrente. En los últimos dos días, desde el desacoplamiento, habían visto desde allí cómo el planeta que les servía de hogar se había ido empequeñeciendo poco a poco, en un fantasmal encogimiento de lo familiar destinado a dividir de manera paritaria las simpatías a medio camino entre la Tierra y la Luna, para luego, por fin, poder sucumbir del todo a la fascinación del satélite. Desde los diez mil kilómetros de distancia se lo podía ver todavía como un todo, nítidamente delimitado contra la negrura del espacio circundante. Sin embargo, aquel objeto de contemplaciones románticas se había ido inflando hasta convertirse en una esfera de amenazante presencia, un campo de batalla marcado por miles de millones de años de constante asedio. En medio de un absoluto silencio, lejos de la banda sonora de la civilización, viajaban a toda velocidad hacia un mundo desconocido. Sólo el rumor de los sistemas de soporte vital, un rumor parecido al de los acúfenos en el oído, les indicaba que había a bordo algo parecido a una actividad técnica. Aparte de eso, el silencio hacía que los latidos de un corazón sonaran como señales de tambor y que la sangre hirviera en las venas, despertando el cuerpo hacia una parlanchina voluntad de comunicación sobre el estado de sus fábricas químicas y reconduciendo los pensamientos hasta el borde de lo imaginable.
Olympiada Rogachova se acercó aleteando con los brazos, como una tímida nadadora en la ingravidez. Entretanto, ya estaban a mil kilómetros de distancia del satélite, y sólo se veían tres cuartas partes del mismo.
—Yo no identifico nada amarillo —murmuró—. Para mí es gris ratón.
—Gris metálico —la corrigió su marido con tono frío.
—Bueno, no sé yo. —Evelyn Chambers miró hacia allí desde la ventana de al lado—. ¿Metálico?
—Sí, sí. Mírelo usted. Arriba, a la derecha, esa parte grande y redonda. Es oscura como el hierro fundido.
—Ha pasado usted mucho tiempo en el ramo del acero, Oleg. Vería algo metálico hasta en un flan de chocolate.
—La cuchara, por supuesto. ¡Uyyyyy! —Miranda Winter dio una voltereta y soltó un gritito jubiloso.
A esas alturas del viaje, las acrobacias de la caída libre se habían vuelto aburridas para la mayoría de ellos. Sólo Winter no parecía cansarse y, por lo visto, les daba la murga a los demás. No era posible sostener con ella ninguna conversación sin que se pusiera a rodar por los aires, chillando y cacareando, al tiempo que repartía codazos en las costillas y ganchos al mentón de sus compañeros de viaje. Chambers sintió que le clavaba un tobillo en la columna y dijo:
—No eres un carrusel, Miranda. Para ya de una vez.
—¡Pues me siento como si lo fuera!
—Entonces deja que te hagan una revisión general o retírate de la circulación. Este lugar es muy estrecho.
—Eh, Miranda. —O'Keefe alzó la vista de su libro—. ¿Por qué no imaginas que eres una ballena azul?
—¿Qué? ¿A qué viene eso?
—Las ballenas azules no hacen eso. Se quedan flotando más o menos inmóviles en el sitio, comen plancton y con eso quedan satisfechas.
—Y lanzan chorros de agua —soltó Heidrun—. ¿Quieres ver a Miranda soltando chorros de agua?
—¿Por qué no?
—Sois unos estúpidos —afirmó Winter—. A mí me parece, por cierto, que tiene una tonalidad azulada. La Luna, quiero decir. Es casi fantasmal.
—Uhhhhhhh —exclamó O'Keefe.
—Entonces, ¿qué color tiene? —quiso saber Olympiada.
—Todos y ninguno —sentenció Julian Orley, que entró flotando en ese momento por la escotilla de comunicación que separaba la sección habitable del
Charon
del módulo de alunizaje—. La verdad es que no se sabe.
—¿Cómo es eso? —inquirió Rogachov arrugando la frente—. ¿No han tenido bastante tiempo para averiguarlo?
—Por supuesto, pero el problema es que hasta ahora ningún ser humano la ha observado sino a través de ventanas o de visores pintados o cubiertos de filtros. Y con ellos la Luna no muestra ni siquiera un elevado albedo...
—¿Un qué? —preguntó Winter, rotando como un cochinillo en un asador.
—El albedo es la relación, expresada en porcentaje, de la radiación que cualquier superficie refleja sobre la radiación que incide sobre la misma. La parte de la luz que incide sobre una superficie y luego es reflejada por ésta. Los índices de reflexión de la roca lunar no son muy elevados, sobre todo en los
maria...
—No entiendo ni una palabra.
—En los mares lunares —explicó Julian pacientemente—. A la totalidad de los mares lunares se los denomina
maria.
Un número variado de mares. Parecen más oscuros que los anillos montañosos de los cráteres.
—¿Y por qué entonces la Luna, vista desde la Tierra, parece blanca?
—Porque no tiene atmósfera. La luz del Sol incide sobre su superficie sin haber sido filtrada. Y así mismo, sin filtrar, incidiría en las retinas no protegidas de los astronautas. La radiación ultravioleta aquí fuera es mucho más peligrosa para nuestros ojos que en la Tierra, por eso las ventanas de nuestra nave espacial también han sido oscurecidas.