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Authors: Schätzing Frank

Límite (48 page)

BOOK: Límite
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Mientras tanto, se habían ido formando algunos bandos zigzagueantes entre Rebecca Hsu, Momoka Omura, Olympiada Rogachova y Miranda Winter. Evelyn Chambers se entendía bien con todos excepto, quizá, con Chuck Donoghue, que le había contado a Parker, en confianza, que tenía a Chambers por una atea, lo que ésta transmitió de inmediato a Olympiada y a Amber Orley, quienes, a su vez, se lo contaron a Evelyn. Locatelli, curado ya de su mal del espacio, desplegó su plumaje, habló de yates de vela y de motor, de cómo había ganado la Copa América, de su amor por los coches de carreras, esos bólidos movidos por energía solar, y de la posibilidad de extraer de una garrapata energía suficiente para que ésta también pudiera aportar lo suyo a los suministros mundiales.

—Cada cuerpo, también el cuerpo humano, es una central energética —dijo—. Y las centrales energéticas proporcionan calor. Vosotros no sois más que centrales energéticas, meros calentadores. Os lo aseguro: si se pudiera unir a todos los seres humanos para formar una única y gigantesca central eléctrica, podríamos prescindir del helio 3.

—¿Y qué pasa con el alma? —quiso saber Parker, indignada.

—¡Bah, el alma! —Locatelli separó los brazos, voló hacia atrás y se dio un porrazo en la cabeza—. El alma es un
software,
querida. Carne pensante. Pero si hubiera alguna, yo sería el primero que construiría una central energética a partir del alma. ¡Ja, ja, ja!

—Locatelli ha contado cosas muy interesantes —le diría más tarde Heidrun a Walo—. ¿Sabes lo que eres?

—¿Qué,
mein Schatz?

—Un radiador. Ven aquí, sé bueno y caliéntame.

Parker y Kramp firmaron la paz, Hanna tocó la guitarra, consiguiendo la concordia de los presentes a un nivel musical y ganándose un nuevo fan en la figura de Locatelli, que empezó a hacer fotos sin cesar, mientras O'Keefe leía algunos guiones. Todos hacían como si no percibieran aquella mezcla de sudor, olores íntimos, pedos y grasa capilar que se hacía a cada hora más intensa y contra la cual luchaba en vano hasta el más sofisticado sintetizador de olores de a bordo. La navegación espacial podía ser fascinante, pero entre sus desventajas estaba el hecho de que nadie podía abrir una ventana para dejar entrar una bocanada de aire fresco. Chambers se preguntó cómo funcionaría el tema de los olores y de la creciente irritabilidad en misiones de larga duración. ¿No había dicho hacía tiempo un cosmonauta ruso que todas las premisas para un asesinato estaban dadas cuando se encerraba a dos hombres en una estrecha cabina y se los dejaba solos durante dos meses? Aunque tal vez para esas misiones designaran a otra clase de personas. Nada de gente individualista, ningún montón de chiflados ricachones y famosos. Por lo menos Peter Black, su piloto, transmitía una impresión equilibrada, podría decirse que hasta poco imaginativa. Un hombre que sabía trabajar en equipo, sin ninguna tendencia a la extravagancia o al alarmismo.

—Iniciamos la maniobra de frenado.

Desde los doscientos veinte kilómetros de distancia sólo se veía la mitad de la Luna, pero ya se revelaban algunos detalles grandiosos. A pesar de su escasa envergadura, parecía tan redonda que uno temía volcarse hacia un lado al alunizar, ya que no parecía haber ningún sitio que ofreciera sostén. Nina Hedegaard se acercó aleteando y los ayudó a ponerse los trajes presurizados, que también contaban con unas bolsas para orinar.

—Es para después, para cuando alunicemos —dijo la danesa con una sonrisa enigmática.

—¿Y quién nos dirá cuándo tenemos que hacerlo? —preguntó Momoka Omura con aires de superioridad.

—La física. —Los surcos en la frente de Hedegaard se arrugaron aún más—. Su vejiga puede usar la gravedad como motivo para vaciarse sin haberlo consultado antes. ¿O acaso quiere mojar su traje presurizado?

Omura miró hacia abajo, como si ya hubiera sucedido.

—En cierto modo, a toda esta empresa le falta elegancia —dijo, y se puso lo que tenía que ponerse.

Hedegaard azuzó a los viajeros lunares para que, a través de la esclusa de conexión, entraran en el vehículo de alunizaje, que también era como un tonel de forma cónica, dotado con cuatro fuertes patas de telescopio. En comparación con el módulo habitacional, el vehículo ofrecía el radio de movimiento de una lata de sardinas. La mayoría de los viajeros soportaron el proceso de abrochado de los cinturones con la expresión facial de una vieja liebre embalsamada; a fin de cuentas, habían estado atados unos junto a otros de forma similar desde hacía dos días y medio, a la espera de que el transbordador se catapultara hacia el espacio con una potente ignición desde el puerto de despegue de la OSS. En contra de todas las expectativas, la nave se fue separando de allí lentamente, como si lo que importara fuera poner pies en polvorosa sin llamar la atención. Black sólo encendió las toberas de aceleración cuando se encontraban a una distancia prudencial de la ciudad espacial, luego aceleró al máximo, apagó los motores y volaron a toda velocidad a través del espacio, sin hacer ruido, rumbo a su objetivo picado de viruelas.

Se había acabado la tranquilidad, cosa que alegraba a todo el mundo. Les sentaba bien llegar por fin.

De nuevo, algo los comprimió con fuerza contra el asiento, hasta que Black, a una distancia de setenta kilómetros sobre la Luna, frenó la nave y redujo la velocidad hasta los cinco mil seiscientos kilómetros por hora, hizo un giro de ciento ochenta grados y estabilizó la órbita. Debajo de ellos pasaban cráteres, formaciones montañosas y llanuras cubiertas de un talco gris. Al igual que en el ascensor espacial, unas cámaras transmitían todas las imágenes del exterior a través de unos monitores holográficos. Dieron una vuelta de honor de dos horas alrededor del satélite, durante la cual Nina Hedegaard les explicó las particularidades de algunos lugares de interés en aquel universo desconocido.

—Ya saben ustedes, por los entrenamientos preparatorios, que un día lunar es un poco más largo que un día en la Tierra —empezó diciendo en su inglés con acento escandinavo—. Son catorce días terrestres, dieciocho horas, veintidós minutos y dos segundos, para ser exactos, e igual de larga es una noche lunar. A la línea de separación entre la parte iluminada y la parte a oscuras lo llamamos «terminador». Éste se desplaza con una lentitud extrema, y eso quiere decir que no tendrán ustedes que temer que los sorprenda el crepúsculo durante un paseo. Ahora bien, cuando oscurece, lo hace de verdad. El terminador es drástico: hay luz o sombra, nunca crepúsculo. En el calor incandescente del mediodía, los lugares de interés pierden atractivo, por eso veremos los sitios más interesantes en horas de la mañana lunar o del atardecer, cuando las sombras se alargan.

En ese momento divisaron debajo de ellos otro imponente cráter, seguido de un paisaje insólitamente accidentado.

—Los Apeninos lunares —les explicó Hedegaard—. Todo este territorio está surcado por las llamadas
rimae,
estructuras con forma de surcos. Los astrónomos de épocas pasadas las habían tomado por vías de comunicación de los selenitas. ¡Un paisaje fantástico! El ancho valle que se arquea hacia arriba es Rima Hadley, conduce a través del llamado
Palus Putredinis
o pantano de la Putrefacción, un nombre divertido, ya que no se trata de un pantano ni hay nada en él en estado de putrefacción. Pero así son las cosas en la Luna: hay mares que no son tales, etcétera. ¿Ven ustedes las dos montañas situadas a un lado del Rima? Es el monte Hadley, y debajo de él se encuentra el monte Hadley Delta. A ambos se los conoce por fotografías, a menudo se los ve con un vehículo lunar en un primer plano. No lejos de allí alunizó el
Apolo 15.
El armazón del vehículo lunar todavía se encuentra allí, así como todas aquellas cosas que dejaron los astronautas.

—¿Qué cosas dejaron? —preguntó Nair con los ojos resplandecientes.

—Una cagada —bramó Locatelli.

—¿Por qué se muestra usted tan derrotista?

—No lo soy en absoluto. Pero ellos dejaron allí su mierda, eso lo sabe todo el mundo. Cualquier otra cosa habría sido descabellada, ¿o no? Créame, dondequiera que haya un armazón así, hay mierda de astronautas por los alrededores.

Nair asintió. Hasta eso parecía fascinarle. A buen paso, la nave espacial continuó sobrevolando otros surcos, montañas y cráteres, y al final llegaron a la orilla del Mare Tranquillitatis. Hedegaard les señaló un pequeño cráter bautizado en honor de Moltke y conocido por sus sistemas cavernosos creados por ríos de lava en tiempos inmemoriales.

—Sistemas parecidos se han encontrado en las paredes y las mesetas del cráter Peary, en el polo norte, donde han erigido la base lunar estadounidense. El cráter Moltke lo visitaremos cuando irrumpa la noche lunar y el terminador esté justo encima del cráter. ¡Es un espectáculo excepcional! Y luego está también el museo, que desde el punto de vista del paisaje es un páramo, pero es visita obligada, ya que...

—Déjeme adivinar—exclamó Ögi—. El
Apolo 11.

—Correcto —asintió Hedegaard, radiante—. Es preciso saber que las misiones Apolo estaban obligadas a alunizar en el estrecho cinturón ecuatorial. Por entonces no se debatía sobre sitios espectaculares en los que alunizar, sino de poner un pie en la Luna. Por supuesto que lo que hoy predomina es el valor simbólico del museo. Entretanto podrán encontrarse a cada paso con testimonios de antiguas visitas en sitios mucho más interesantes, pero las huellas del pie de Armstrong..., ésas sólo las encontrarán allí.

El vuelo los condujo un poco más abajo, a través del Mare Crisium o mar de las Crisis, el más oscuro de los mares lunares, en el cual, según les explicó Hedegaard, predominaba la mayor fuerza de gravedad registrada en la superficie de la Luna. Durante un tiempo no vieron más que paisajes muy agrietados y sombras que se volvían cada vez más largas, vertiéndose inexorablemente sobre valles y llanuras, formando extensas manchas y llenando los agujeros de los cráteres, hasta que sólo los bordes más elevados quedaron bajo la luz del sol. Chambers sintió un escalofrío ante la idea de tener que vagar en medio de aquellas tinieblas sin contornos; luego desaparecieron también las últimas islas iluminadas y una negrura enigmática se depositó sobre los monitores, se filtró por las arterias y las circunvoluciones cerebrales de los viajeros, absorbiendo el último vestigio de tranquilidad del alma.

—The dark side of the moon
—suspiró Walo Ögi—. ¿Alguien conoce el disco? ¿Pink Floyd? Un álbum formidable.

Lynn, que durante todo el viaje se había sentido bastante estable, estaba agazapada en el abismo de sí misma. De nuevo parecía que le habían absorbido todas las ganas de vivir. En la cara oculta de la Luna ya no se veía la Tierra y, por desgracia, tampoco el Sol. «Si existe un infierno —pensaba—, no será caluroso y llameante, sino frío, de una negrura nihilista. Para imaginarlo no son necesarios los diablos ni los demonios, ni los bancos de tortura, las hogueras y los calderos hirvientes. La ausencia de lo familiar, tanto del mundo interior como del exterior, el fin de toda capacidad de sentir, eso es el infierno. Algo semejante a la ceguera total. La muerte de toda esperanza, un consumirse en el miedo.

«Respirar profundamente, sentir el cuerpo.»

Necesitaba movimiento, necesitaba salir de allí y andar, porque quien andaba ponía a arder de nuevo el frío que albergaba dentro, pero Lynn permaneció atada en su asiento mientras el
Charon
atravesaba la penumbra a toda velocidad. «¿De qué está hablando Ögi?
The dark side of the moon.
¿Quién es Pink Floyd? ¿Por qué Hedegaard no para de decir tonterías? ¿Es que no hay nadie capaz de hacer callar a esa estúpida? ¿Retorcerle el cuello, arrancarle la lengua?»

—La cara oculta de la Luna no es forzosamente oscura —susurró ella—. Sólo que el satélite le ofrece a la Tierra siempre la misma cara.

Tim, que estaba a su lado, volvió la cabeza.

—¿Qué has dicho?

—La Luna siempre le ofrece a la Tierra la misma cara. La cara oculta no se ve, pero ésta está iluminada tantas veces como la cara visible. —Lynn soltó aquellas palabras sin aliento—. La cara oculta no es oscura, no necesariamente. La Luna sólo le ofrece a la Tierra...

—¿Tienes miedo, Lynn?

La preocupación de Tim... Era una cuerda que le estaban tendiendo.

—Chorradas —dijo, llenando de aire sus pulmones—. He hecho este viaje tres veces. No hay nada que temer. Pronto estaremos de nuevo del lado de la luz.

—...asegurarles a ustedes que están perdiéndose mucho —estaba diciendo Hedegaard en ese instante—. La parte visible es, con diferencia, más interesante. Curiosamente, no hay en la cara oculta casi ningún mar. Está salpicada de cráteres, es bastante monótona, en realidad es el sitio ideal para construir un telescopio espacial.

—¿Y por qué precisamente allí? —preguntó Hanna.

—Porque la Tierra es para la Luna lo mismo que la Luna para la Tierra: un farolillo que ilumina su superficie de vez en cuando. Incluso durante la medianoche lunar, la superficie permanece bajo la poca luz residual de la Tierra. En cambio, la cara oculta, como ven, es de noche tan negra como el espacio que la rodea. No hay luz solar ni terrestre que ilumine la mirada hacia las estrellas. A los astrónomos les gustaría instalar aquí un puesto de observación, pero por ahora tienen que conformarse con el telescopio situado en el polo norte. En cualquier caso, es una solución intermedia, el Sol está muy bajo, y uno puede mirar al cielo estrellado situado detrás.

Lynn agarró la mano de Tim y la apretó. Sus pensamientos giraban en torno a la Luna y la destrucción.

—No sé cómo te sientes —le dijo Tim en voz baja—, pero yo siento esta negrura como algo bastante opresivo.

«¡Vaya, el listo de Tim! Te haces pasar por un aliado.»

—Yo también —dijo ella, agradecida.

—Supongo que es normal, ¿no? —No durará mucho.

—¿Y cuándo entraremos de nuevo en la parte iluminada? —preguntó Winter en ese momento.

—Antes de una hora —le contestó Hedegaard con su siseo.

«"Antezzz", ha dicho esa tonta —pensó Lynn, imitando en su mente el acento de Hedegaard—. El estúpido y pequeño pasatiempo de Julian.» Sin embargo, confiada al apretón de mano de Tim, empezó a relajarse, y de repente recordó que la danesa, en realidad, le caía bien. ¿Por qué reaccionaba entonces con esa violencia, con esa agresividad? ¿Qué le ocurría?, pensó.

«¿Qué diablos me pasa?»

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