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Authors: Schätzing Frank

Límite (44 page)

BOOK: Límite
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Jericho sonrió satisfecho. Dao It, el antiguo empleador de Tu, se había mostrado poco entusiasmado con la idea de perder a su jefe del Departamento de Desarrollo de Entornos Virtuales al independizarse éste. Desde entonces, el consorcio había irrumpido de varias formas en el sistema de Tu Technologies, a fin de descargarse secretos de la empresa. En cada ocasión, los piratas informáticos habían conseguido borrar las huellas con habilidad, de modo que Jericho tuvo que emplear toda su capacidad para demostrar su culpabilidad. Tu se presentó ante un tribunal con pruebas, y Dao It tuvo que pagar una millonaria indemnización.

—Por cierto, me han hecho una oferta —dijo Jericho como de pasada.

—¿Quién? —Tu, de pronto, se había sentado derecho como una vela—. ¿Dao?

—Sí. Ya sabes, quedaron impresionados. Dijeron que si yo conseguía seguirles el rastro, era mejor saberme de su lado.

El empresario alzó aquel constructo suyo en forma de gafas. Chasqueó un par de veces la lengua y carraspeó.

—No te avergüenzas, ¿verdad?

—Yo, por supuesto, la rechacé —dijo Jericho arrastrando las palabras. La lealtad era un bien delicioso—. Sólo pensé que te interesaría saberlo.

—Claro que me interesa —dijo Tu, y sonrió. Luego soltó una carcajada y le dio una palmadita a Jericho en el hombro—. Así que a trabajar...,
xiongdi.

WORLD FINANCIAL CENTER

Grand Cherokee Wang se movía al ritmo de una música
beat
inaudible. Asentía con la cabeza a cada paso como si intentara reafirmar que era un tipo estupendo. Con rodillas flexibles que tocaban unos instrumentos imaginarios, bailoteaba a lo largo del corredor de cristal, chasqueaba la lengua, se permitía insinuar un golpe de cadera y mostraba los dientes. ¡Oh, cuánto se adoraba a sí mismo! Grand Cherokee Wang, el amo del mundo. Le gustaba más ir allí de noche, cuando su figura se reflejaba en las superficies de cristal, a través de las cuales se divisaba ese mar de luces de la ciudad de Shanghai, que le hacían creer que se elevaba desde aquel océano como un gigante. No había escaparate en Nanjing Donglu en el que Grand Cherokee olvidara hacerse un homenaje, rendir tributo a su rostro de rasgos perfectos, con las aplicaciones de oro en la frente y en los huesos del mentón, su largo pelo de color negro azulado, que le caía sobre los hombros, y la gabardina charolada que, a decir verdad, era demasiado calurosa para esa época del año. Wang y las superficies que lo reflejaran estaban hechos el uno para las otras.

Estaba muy arriba.

Por lo menos trabajaba muy arriba, en la planta noventa y siete del World Financial Center, ya que los padres de Wang, para financiarle la carrera, habían puesto como condición que él se mostrara dispuesto a contribuir con lo que él mismo ganara. Y así lo hizo. Y lo hizo con tal dedicación que su padre empezó a suponer muy en serio que su vástago, normalmente poco agradable, amaba el trabajo porque sí. En realidad, eran más bien las circunstancias especiales de ese trabajo las que hacían que Grand Cherokee Wang pasara más tiempo ahora en el World Financial Center que en las salas de conferencias de la universidad, donde su presencia habría sido necesaria. Por otro lado, no cabía duda de que para un futuro ingeniero electrónico y de construcción de maquinarias no había mejor clase práctica que la planta noventa y siete del World Financial Center.

A su abuela, que se había quedado ciega a principios del milenio, es decir, antes de que terminaran el edificio, Wang había intentado describirle el asunto como sigue:

—¿Recuerdas todavía la torre Jin Mao?

—Claro, no soy ninguna estúpida. Tal vez estoy ciega, pero ¡lo recuerdo todo con suma exactitud!

—Pues ahora imagínate un abridor de botellas situado directamente detrás de la torre. Ya sabes que lo llaman el abridor de botellas porque...

—Sólo sé que lo llaman así.

—Pero ¿sabes por qué?

—No, pero tampoco podré evitar que tú me lo digas.

La abuela de Wang afirmaba que su ceguera había venido aparejada con una serie de ventajas, y la más satisfactoria de todas era no tener que seguir condenada a ver a los miembros de su familia.

—Pues, atiende, se trata de un edificio alto y esbelto, con una fachada hermosamente arqueada. Todo liso, sin salientes, sólo de cristal. El cielo se refleja en él, los edificios de los alrededores, también la torre Jin Mao. ¡Es increíble! Tiene casi quinientos metros de altura, ciento una plantas. ¿Cómo podría describirte su forma? Tiene una planta cuadrada, en realidad es una torre completamente normal, pero a medida que va subiendo, hay dos lados que se van achatando, de modo que el edificio se va haciendo más delgado hacia arriba, mientras que el tejado forma un canto alargado.

—No estoy segura de que quiera saberlo con tanto lujo de detalles.

—¡Por supuesto! Tienes que ser capaz de imaginártelo para que entiendas lo que han construido allí arriba. Originalmente, bajo el canto estaba prevista una abertura redonda, con cincuenta metros de diámetro, pero entonces el Partido dijo que eso no podía ser, debido al simbolismo. Lo redondo recordaba al sol naciente de Japón...

—¡Esos diablos japoneses!

—Eso, por dicha razón se construyó una abertura rectangular, de cincuenta por cincuenta metros. Un agujero en el cielo. Y con esa abertura, toda la torre se asemeja a un enorme abridor de botellas en posición vertical; cuando la concluyeron en el año 2008, la gente empezó a llamarla así, y ya no hubo nada que hacer. La parte situada debajo del agujero es un mirador, atravesado por una pasarela de cristal. Arriba, donde se cierra, es también un techo de cristal, con suelo de cristal incluso.

—¡Yo jamás subiría hasta allí!

—Y atiende, que ahora viene lo mejor. En el año 2020 a alguien se le ocurrió la idea de colocar en la abertura la montaña rusa más alta del mundo, el Dragón de Plata. ¿Has oído hablar de él?

—No. O sí. No lo sé.

—Para instalar una montaña rusa completa, el agujero era demasiado pequeño. Quiero decir, es enorme, pero ellos tenían en mente algo más grande aún, por eso construyeron la estación en la abertura y colocaron la montaña rusa alrededor del edificio. Desde el corredor de cristal, subes al vagón y sales, diez metros por encima del canto del edificio, describes un amplio arco alrededor del pilar lateral hasta la parte trasera de la torre. Te ves colgando libremente sobre Pudong, ¡a medio kilómetro de altura!

—¡Menuda insensatez!

—¡Menuda locura! Por la parte de atrás, la montaña rusa sube en vertical en dirección al tejado, rodea el pilar derecho y desemboca en una larga transversal que se apoya en el canto del tejado. ¿No es alucinante? ¡Sales a pasear por la azotea del World Financial Center!

—Antes de llegar me habría muerto.

—Es cierto, la mayoría de la gente se muere de miedo en los primeros metros, pero eso todavía no es nada. Más allá del canto, sin previo aviso, el tren cae en picado. ¡En una empinada curva! ¡El tobogán cae a toda velocidad! ¿Y sabes qué? Entra recto y a toda máquina en el agujero, en ese enorme agujero, bajo el eje del tejado, y luego sube de nuevo, sube y sube, porque te encuentras en un maldito bucle, sale luego por encima del techo y vuelve a bajar en picado, rodeando el pilar derecho, y sólo entonces regresa a la recta y a la estación, y eso lo hace durante tres vueltas. ¡Es tremendo!

Cada vez que Grand Cherokee hablaba del tema, sentía calor y frío a causa del entusiasmo.

—Dime una cosa: ¿no deberías estar estudiando?

¿Debería? Allí, en la pasarela de cristal, meneando las caderas, a la vista de la fila de personas que se agolpaba delante de la barrera, con todas las miradas puestas en él —miradas, algunas, descarriladas por un estado intermedio entre la alegría previa y el pánico apresurado; algunas heladas por el
shock;
otras radiantes, como las de un adicto—, Grand Cherokee sentía una insalvable distancia respecto de las mezquindades de los estudios. La universidad estaba a medio kilómetro por debajo de él. Una existencia en las salas de conferencias no era algo digno de Grand Cherokee. A fin de cuentas, el mero hecho de que empollar lo capacitara para crear cosas más grandes que el Dragón de Plata lo reconciliaba precariamente con la realidad. Grand Cherokee se fue abriendo paso por entre las personas que esperaban y caminó en dirección a la puerta de cristal que separaba el corredor de la estación, la abrió y sonrió a los presentes.

—Tenía que orinar —dijo en tono jovial.

Algunos se apretujaron hacia adelante. Otros dieron un paso atrás, como si él hubiera dado la orden de ejecución. Cherokee cerró la puerta a sus espaldas, entró en el recinto acristalado que estaba al lado, donde se hallaba la consola con el ordenador, y despertó al Dragón. Las pantallas se encendieron, las luces parpadearon cuando se cargaron los sistemas. Varios monitores mostraban los tramos individuales de la montaña rusa. El Dragón de Plata era fácil de manejar, en rigor estaba hecho a prueba de idiotas, pero los que estaban ahí fuera no lo sabían. Para ellos, él era un mago en su celda de cristal. ¡
Él
era el Dragón de Plata! Sin Grand Cherokee Wang, no habría paseo.

Wang hizo que los vagones acoplados se desplazaran un poco hacia atrás, hasta el único tramo cubierto completamente de cristal. Las cabinas brillaron al sol en un parpadeo prometedor, eran algo más que unas tablas de surf plateadas y montadas sobre raíles. Del mismo modo que los pasajeros estaban asegurados con estribos que los mantenían fijos a sus asientos, la montaña rusa estaba concebida como algo abierto. No había barandilla que transmitiera la ilusión de que uno podía sostenerse en cualquier parte en el momento en que el aparato describiera el bucle; no había nada apropiado para atraer las miradas hacia abajo. El Dragón no conocía la piedad.

Wang abrió la puerta de cristal. La mayoría de los presentes sostuvo sus móviles o sus tickets electrónicos delante del escáner; otros habían comprado sus entradas en el vestíbulo del edificio. Después de que aquella media docena de adictos a la adrenalina traspasó la barrera, Grand Cherokee volvió a cerrar la puerta. Una barrera cromada se deslizó hacia atrás y dejó el paso libre hacia el Dragón. Cherokee ayudó a los pasajeros a subirse a los asientos, comprobó los soportes y lanzó miradas de ánimo a cada par de ojos. Una turista, que parecía escandinava, le sonrió tímidamente.

—¿Miedo? —le preguntó el joven en inglés.

—Excitada —le susurró ella.

¡Oh, estaba aterrada! ¡Genial! Grand Cherokee se inclinó hacia ella.

—Cuando acabe el viaje, te mostraré la sala de control —le dijo—. ¿Te apetece ver la sala de control?

—Oh, eso sería... sería estupendo.

—Pero sólo te la enseñaré si te muestras valiente. —Grand Cherokee sonrió y le regaló a continuación otra sonrisa de conquistador. La rubia dejó salir el aliento que había retenido y le devolvió la sonrisa, agradecida.

—Lo seré. Lo prometo.

¡Grand Cherokee Wang! El amo y señor del Dragón.

Con pasos rápidos, llegó de nuevo a la cabina. Sus dedos volaron por encima de la consola del ordenador. Desbloqueó el seguro de los raíles, arrancó la montaña rusa. Así de sencillo era todo. Así de rápido podía enviarse a la gente a un recorrido inolvidable entre el cielo y el infierno. El Dragón abandonó su jaula de barrotes y se desplazó por el borde de la plataforma, aceleró y desapareció de su campo visual. Grand Cherokee se volvió. A través del corredor de cristal podía ver los dos imponentes pilares laterales, segmentados en plantas del tamaño de un apartamento; encima de él, la altura de vértigo del mirador con suelo de cristal. Los visitantes se movían por allí como si caminaran sobre una acera helada, miraban hacia donde estaba el corredor, situado unos cincuenta metros más abajo, con la estación de la montaña rusa, donde ya se apilaban los próximos valientes. Y todos miraban ahora a la torre de la izquierda, tras la cual el aparato avanzaba lentamente, listo para trepar la transversal y llegar al tejado, donde escaparía de nuevo a las miradas de todos.

Grand Cherokee echó un vistazo al monitor.

Los vagones se acercaban al final del tejado. Allí detrás harían el giro. Wang esperó. Era el momento que él más disfrutaba, cada vez que se le ofrecía la oportunidad de montar en el Dragón. La primera fila era la mejor. Esa impresión de que los raíles terminaban en la nada, para luego despeñarse a lo largo del borde sin ningún sostén. Pensar lo impensable poco antes de que el vehículo diera media vuelta y la mirada saliera disparada hacia adelante, hacia la empinada curva que llevaba hasta el abismo, antes de que la hirviente adrenalina borrara toda idea clara de las circunvoluciones del cerebro y los pulmones se ensancharan en un grito. Uno caía de cabeza en dirección a la estación, luego era lanzado hacia arriba, se veía ingrávido sobre el tejado, para luego, de inmediato, continuar el viaje hacia abajo a toda velocidad.

Los vagones entraron en su campo visual.

Fascinado, Grand Cherokee miró hacia arriba. El tiempo pareció dilatarse hasta el infinito.

Entonces el Dragón de Plata se despeñó hacia abajo e inició el célebre bucle.

Wang oyó los gritos a través del cristal.

¡Qué momento, ése! ¡Qué demostración del poder del cuerpo y del espíritu, y, a su vez, qué triunfo cabalgar y controlar aquel dragón! Una sensación de invulnerabilidad invadió a Grand Cherokee. Por lo menos una vez al día intentaba conseguir un sitio en la montaña rusa, porque no tenía miedo, no tenía vértigo, del mismo modo que no tenía dudas de sí mismo, ni vergüenza, ni escrúpulos, ni escuchaba la voz crítica de la razón.

Y tampoco tenía precaución.

Mientras, por encima de él, dos docenas de jinetes cabalgaban sobre el Dragón y experimentaban un infierno neuroquímico, Grand Cherokee sacó su móvil y marcó un número.

—Tengo algo que ofrecerle —dijo, e intentó extender sus palabras para darle un tono de hastío.

—¿Sabes dónde está la chica?

—Creo que sí.

—Genial. ¡De verdad, genial! —La voz del hombre sonaba aliviada y agradecida.

Grand Cherokee torció las comisuras de los labios. Aquel tipo podría intentar hacerse pasar por un tío amable cuantas veces quisiera, pero seguramente no andaba detrás de Yoyo para llevarla en palmitas. Probablemente fuera de los servicios secretos o de la policía. Eso era lo de menos. El hecho era que tenía dinero y estaba dispuesto a soltar una parte. A cambio, recibiría información que Grand Cherokee no poseía en absoluto, ya que en realidad no tenía ni la más remota idea de dónde podía estar Yoyo. Mucho menos sabía quién o qué había motivado a la chica a ocultarse, y ni siquiera sabía si en realidad se estaba ocultando o, simplemente, se habría marchado de vacaciones sin avisar. Su grado de conocimientos se asemejaba a su cuenta bancaria: no había nada que sacar.

BOOK: Límite
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