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Authors: Schätzing Frank

Límite (20 page)

BOOK: Límite
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Se secó la cara, salió del baño y se asomó a la ventana. Un pálido y frío sol de verano cubría el mar con estrías resplandecientes. En el norte se superponían unas sobre otras las cumbres nevadas de la cordillera de Alaska. No lejos del hotel pudo identificar la antigua sede de ConocoPhillips. Ahora relucía allí el logotipo de EMCO, en una arrogante autoafirmación frente a un cambio que se había consumado hacía mucho tiempo. En el edificio de la Peak Oilfield Service Company había oficinas en alquiler. UK Energies había instalado en el antiguo cuartel general de BP un departamento de su división solar y el resto lo había alquilado a empresas turísticas, aunque también en él había muchas dependencias vacías. Todo se iba a pique. Algunos carteles habían desaparecido por completo: Anadarko Oil, por ejemplo, o Doyon Drilling y Marathon Oil Company. La región amenazaba con perder su posición como el estado federal económicamente más exitoso de Estados Unidos. Desde la década de 1970, más del ochenta por ciento de todos los ingresos estatales salidos del negocio con los combustibles fósiles habían fluido hacia el Alaska Permanent Fund, en el que todos los habitantes tenían una participación proporcional. Ingresos a los que deberían renunciar próximamente. A medio plazo, a la región sólo le quedaban sus metales, la pesca, la madera y un poco del comercio con pieles. También le quedaban, por supuesto, el petróleo y el gas, pero en cantidades muy limitadas, y a precios tan bajos que era mejor dejar el producto bajo tierra.

Los periodistas y activistas con los que Palstein había tenido que verse en las últimas horas no representaban en ningún modo la opinión pública cuando celebraban con júbilo el final de la economía del petróleo y le planteaban que jamás debería haberse iniciado esa explotación. En realidad, el helio 3 provocaba en Alaska un eco en sordina, del mismo modo que el entusiasmo por esa nueva fuente energética era bastante limitado en el golfo Pérsico. Los jeques ya se veían relanzados a una monótona existencia en el desierto, como en años anteriores, cuando los únicos que se interesaban por sus territorios eran los escorpiones y los escarabajos de arena. El fantasma del empobrecimiento les quitaba el sueño a los potentados de Kuwait, Bahrein y Qatar. Apenas había nadie que quisiera instalarse seriamente en Dubay. Pekín había suspendido su apoyo a los islamistas saudíes, Estados Unidos ya no parecía tener en cuenta siquiera que existía el norte de África, mientras que en Iraq, los suníes y los chiíes se tiraban de los pelos unos a otros, como siempre, e Irán promovía la inquietud del mundo, como de costumbre, con sus programas nucleares, mostrando los dientes en todas direcciones y buscando la proximidad de China, que, junto a Estados Unidos, era la única nación que extraía helio 3 en la Luna, si bien lo hacía en cantidades muy pequeñas. Los chinos no tenían un ascensor espacial ni sabían cómo construir uno. Nadie, aparte de Estados Unidos, disponía de un aparato como aquél, sobre cuya patente estaba sentado Julian Orley como una gallina sobre sus polluelos, razón por la cual China seguía dependiendo de la obsoleta tecnología de cohetes, con sus correspondientes balances deficitarios.

Palstein miró el reloj. Tenía que ir hasta el edificio de EMCO, donde lo esperaban para una reunión. Como de costumbre, se le haría tarde. Llamó al centro de negocios y dio instrucciones para que lo comunicaran con el hotel Stellar Island, en la Isla de las Estrellas. Allí había tres horas de más y una temperatura de veinte grados centígrados. Un lugar mejor que Anchorage. Palstein habría preferido estar en cualquier otro sitio antes que en Anchorage.

Por lo menos quería desearle un buen viaje a Julian.

ISLA DE LAS ESTRELLAS, OCÉANO PACÍFICO

Si había sido espectacular introducirse en las entrañas del volcán, la salida, en cambio, tuvo lugar de un modo poco excitante. Claro que había vías de escape. Cuando las luces se encendieron de nuevo, el grupo abandonó la cueva a través de un corredor recto y discretamente iluminado que más bien hacía sospechar que toda la montaña consistía, a fin de cuentas, en papel maché y andamios. Era lo suficientemente ancho para, en caso de emergencia, facilitarles la fuga a un centenar de personas en estado de pánico, que tropezaran unas con otras y se golpearan. Al cabo de unos ciento cincuenta metros, el pasillo desembocaba en una sección lateral del hotel Stellar Island.

Chuck Donoghue se abrió paso para situarse al lado de Julian.

—Mis respetos —tronó—. No está nada mal.

—Gracias.

—¿Y habéis encontrado la cueva tal y como está? ¡Venga ya! ¿No le habéis hecho nada? ¿Ninguna carga explosiva por aquí o por allá?

—Sólo para las salidas de emergencia.

—Vaya suerte. Supongo, chaval, que tienes claro que voy a copiarte la idea. ¡Ja, ja! Pero no temas, que todavía me quedan algunas ideas propias. Dios mío, ¿cuántos hoteles habré construido en toda mi vida? ¿Cuántos?

—Treinta y dos.

—¿En serio? —murmuró Donoghue, perplejo.

—Sí, y tal vez tengas ganas de construir algo en la Luna —dijo Julian, sonriendo—. Por eso estás aquí, viejo.

—¡Ah, vaya! —Donoghue soltó una risa aún más estruendosa—. Y yo que pensaba que me habías invitado porque te caía bien.

Con sesenta y cinco años, aquel zar del ramo hotelero era el mayor del grupo de viajeros; le llevaba cinco años a Julian, quien, en cambio, parecía diez años más joven. La insignificante diferencia de edad no le impedía a Donoghue llamar «chaval» al hombre más rico del mundo con la jabonosa jovialidad de un barón ganadero.

—Claro que me caes bien —dijo Julian alegremente mientras seguían a Lynn hacia los ascensores—. Pero sobre todo quiero enseñarte mis hoteles para que inviertas en ellos tu dinero. Ah, seguro que ya conoces el chiste del hombre en una encuesta de opinión.

—¡Cuéntalo!

—A alguien le preguntan: «¿Qué decidiría usted si tuviera dos opciones? A: Tener sexo durante toda una noche con su mujer o B:...» A lo que el hombre responde: «B. ¡Definitivamente, B!»

Era un chiste pésimo, pero era justo el adecuado para Chucky, que se quedó atrás, riendo a carcajadas, dispuesto a contárselo a Aileen. Julian no necesitó volverse para ver la cara de su mujer cuando mordiera la lima de la indignación. Los Donoghue dominaban tres docenas de entre los más imponentes, caros y horteras hoteles de todos los tiempos, habían construido diversos casinos de juego, dirigían una agencia de artistas que operaba a nivel internacional y en la que entraban y salían algunas estrellas internacionales del mundo de las variedades, artistas de circo, cantantes, bailarines y domadores de fieras, y, por supuesto, también se podían reservar espectáculos en los que no abundaba la ropa. Pero Aileen, la buena y regordeta de Aileen, tan aficionada a hornear pasteles, se sentía a gusto en esa auténtica pudibundez de los estados del sur, como si no hubiera decenas de coristas bailando todas las noches con los pechos al aire, saltando en varios escenarios de Las Vegas y cuyos contratos llevaban su firma. Aileen otorgaba valor al temor a Dios, a tener armas en cantidades suficientes, a la buena comida, las buenas obras y la pena de muerte, cuando no quedaba más remedio. ¿Y cuándo quedaba remedio? Ponía la moral por encima de todo. Aparte de eso, aparecería en la cena como si la hubieran embuchado en un penoso vestidito con el que acapararía los cumplidos de hombres jóvenes hacia su terso escote a base de rayos láser. Entonces empezaría su cruzada de mimos maternales y seguiría contando el estúpido chiste entre risitas y bufidos, para al final ir a buscar tragos para todos y mostrar esa otra cara suya, marcada por la preocupación sinceramente sentida por el bienestar de cada criatura, y así facilitar que no sólo se la soportara, sino que la gente sintiera simpatía por ella.

Las cabinas de cristal de los ascensores se llenaron de gente y de parloteos. Tras un breve trayecto, soltaron a la tropa en la terraza con el mirador, sobre la que se extendía ahora el sueño hollywoodiense de un cielo nocturno. Una mujer con vestido de noche, madura y hermosa, dirigió con majestuosa dignidad a media docena de camareros para que atendieran a los invitados. Se sirvió champán, cócteles, se repartieron prismáticos. Un cuarteto de jazz tocaba el tema
Fly me to the moon.

—¡Señores! —gritó Lynn alegremente—. ¡Miren hacia mí! Miren al este.

Complacidos, los huéspedes siguieron las instrucciones. A lo lejos, sobre la plataforma, se habían encendido otras luces, unos dedos luminosos que apuntaban hacia el cielo de la noche. Diminutas como hormigas, se veía a las personas caminar de un lado a otro entre las edificaciones. Un gran buque, un carguero a juzgar por su aspecto, reposaba voluminoso sobre la mar tranquila.

—Queridos amigos. —Julian dio un paso al frente con una copa en la mano—. Todavía no os he mostrado todo el espectáculo. En otra versión, habríais conocido además la OSS y el hotel Gaia, pero tales versiones están pensadas para visitantes que no tendrán el privilegio de vivir vuestras experiencias. Familiares de viajeros que pasan un par de días en la isla para luego regresar de nuevo a casa. A vosotros, en cambio, quería mostraros el ascensor. ¡Para todo lo demás no necesitáis películas, porque lo veréis con vuestros propios ojos! ¡Jamás podréis olvidar las siguientes dos semanas! ¡Os lo prometo!

Julian puso al desnudo su dentadura impecable. Hubo aplausos, primero de manera aislada, pero luego todos empezaron a dar palmadas con entusiasmo. Miranda Winter dejó escapar su característico
«Oh, yeah!».
Lynn se colocó junto a su padre, ferviente de orgullo.

—Y antes de que les pidamos que pasen a cenar, hay una pequeña degustación previa del viaje que nos aguarda —dijo Lynn, echando un vistazo al reloj—. En los minutos siguientes se espera la llegada de las dos cabinas provenientes de la órbita. Ambas traen a la Tierra, entre otras cosas, el helio 3 comprimido con el que han sido cargadas en la OSS. Pienso que a partir de ahora es recomendable alzar la cabeza no sólo para beber...

—Aun cuando yo, en principio, recomiendo que lo hagáis —dijo Julian, y brindó a la salud de los presentes.

—Claro —dijo Lynn, riendo—. Lo que él todavía no les ha contado es que en la OSS restringiremos de manera drástica el consumo de alcohol.

—Qué pena. —Bernard Tautou hizo una mueca, se bebió su copa de un trago y miró a Lynn con expresión radiante—. En cualquier caso, debemos ir tomando precauciones.

—Pensé que su pasión era el agua —se inmiscuyó Mukesh Nair.

—Mais oui!
Especialmente cuando lleva algo de alcohol.

—Las copas, cuando están vacías, no reportan ya ningún placer —declamó Eva Borelius con una sonrisa hanseática.


Pardon?

—Es una frase de Wilhelm Busch. Usted no lo conoce.

—¿Se puede tener resaca en un estado de ingravidez? —preguntó Olympiada Rogachova tímidamente, lo que dio pie a su marido para darle la espalda y mirar con expresión esforzada las estrellas.

Miranda Winter chasqueó los dedos como una escolar:

—¿Y qué pasa cuando uno vomita en la ingravidez?

—Pues que tu vómito te seguirá adondequiera que vayas —la aleccionó Evelyn Chambers.

—Esferoidización —asintió Walo Ögi, y dibujó con las dos manos una hipotética pelota de vómito—. El vómito se aglutina formando una bola.

—Creía más bien que se esparcía —dijo Karla Kramp.

—Sí, hasta el punto de que todos se llevan su parte —asintió Borelius—. Un tema muy agradable, por cierto. Tal vez deberíamos...

—¡Mirad ahí! —exclamó Rebecca Hsu—. ¡Ahí arriba!

Todas las miradas siguieron la mano extendida de la taiwanesa. Dos puntitos de luz habían empezado a moverse en el firmamento. Durante un rato parecieron desplazarse sobre un trayecto orbital en dirección al sureste, sólo que ambos se fueron agrandando cada vez más, una visión que contradecía todos los hábitos visuales. Obviamente, había algo allí que no encajaba en un cubo dimensional, todo parecía haberse salido de quicio. Y entonces, de golpe, todos comprendieron que aquellos cuerpos estaban bajando desde el espacio en posición vertical, en una vertical perfecta. Como si las estrellas bajasen hasta ellos.

—Ya vienen —susurró Sushma Fair, absorta.

Se alzaron los prismáticos. Al cabo de pocos minutos pudieron identificarse, incluso sin aumento, dos estructuras alargadas, en posición simétrica, que recordaban a los transbordadores espaciales, sólo que ambas se erguían sobre la popa y sus partes inferiores terminaban en unas plataformas saledizas en forma de platos. Las puntas, de forma cónica, estaban bien iluminadas, las luces de posicionamiento parpadeaban con la regularidad de unos latidos a ambos lados de los cuerpos cilíndricos. A una velocidad de vértigo, las cabinas iban acercándose a la plataforma, y cuanto más bajaban, tanto más intensamente vibraba el aire, como salido de unas enormes dinamos. Satisfecho, Julian comprobó que ni siquiera su hijo había sido capaz de resistirse a tal fascinación. Los ojos de Amber se habían dilatado como si estuvieran a la espera de los regalos navideños.

—Es maravilloso —dijo la mujer de Tim en voz baja.

—Sí —asintió Julian—. Es tecnología, pero así y todo es una maravilla. Ninguna tecnología lo suficientemente avanzada puede diferenciarse sustancialmente de la magia, eso dijo Arthur C. Clarke. ¡Un gran hombre!

Tim se mantuvo en silencio.

Y de repente Julian percibió el avinagrado bufido de un enfado mal digerido. Sencillamente, no comprendía lo que pasaba con aquel muchacho. El hecho de que Tim no quisiera asumir la posición que le correspondía dentro de las empresas Orley era su problema. Cualquier persona debía andar su propio camino, y aunque Julian no quería entender del todo que hubiera otros caminos aparte de un futuro en el consorcio, ¡lo tendría todo regalado! Además, ¿qué diablos le había hecho él a Tim?

A partir de entonces, todo sucedió con suma rapidez.

Se oyó a los presentes tomar aire y ésa fue la introducción de la fase final. Por un momento pareció como si las cabinas fueran a golpear la terminal circular con dos impactos, hundiendo toda la plataforma en el mar, pero entonces, abruptamente, se hicieron más lentas, primero una de ellas, luego la otra, y redujeron su velocidad hasta entrar en el cono de luz de los reflectores de tierra y posarse casi suavemente en el redondel de la estación espacial, desapareciendo en ella de forma consecutiva. Hubo nuevos aplausos, interrumpidos por exclamaciones de «¡Bravo!». Heidrun se acercó a Finn O'Keefe y silbó con la ayuda de dos dedos.

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