Límite (24 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Peter es uno de nuestros dos pilotos y jefe de la expedición —les explica Julian—. Él y Nina... ¡Ah, por ahí viene!

Una mujer rubia con el pelo corto y la nariz respingona llena de pecas sale de la escotilla del ascensor y se les une. Julian coloca un brazo sobre los musculosos hombros de la mujer. Chambers entorna los ojos y apuesta su trasero a que Nina hace su aparición de vez en cuando por el dormitorio de Julian.

—Permíteme presentarte: Nina Hedegaard, de Dinamarca.

—¡Hola! —Nina saluda a los presentes.

—Cumple la misma función que. Peter, es piloto y jefa de expedición. Ambos estarán a vuestro lado durante las próximas dos semanas, cada vez que os apetezca salir a esas vastedades infinitas. Ellos os mostrarán los puntos más bellos de nuestro satélite y os protegerán de criaturas espaciales misteriosas como, por ejemplo, los chinos. Perdóneme, Rebecca... ¡Me refiero a los chinos rojos, por supuesto!

Rebecca Hsu levanta la mirada del monitor, como si la hubiesen pillado in fraganti.

—No tengo conexión —dice con tono fervoroso.

El interior de la cabina del ascensor es algo estrecho. Es preciso trepar. Seis hileras de cinco asientos cada una están dispuestas una encima de otra, comunicadas por una escalerilla. El equipaje ha sido cargado en el otro ascensor. Evelyn Chambers está sentada en una misma fila junto a Miranda Winter, Finn O'Keefe y los Rogachov. Se reclina hacia atrás, estira las piernas. En comodidad, los asientos pueden competir con la primera clase de cualquier aerolínea.

—Uyyy, qué agradable —se regocija Winter—. Una danesa.

—¿Le gusta Dinamarca? —pregunta Rogachov con fría cortesía, mientras su mujer, Olympiada, tiene la mirada clavada al frente.

—¡Vamos, por favor! —Winter abre unos ojos como platos—. ¡Yo soy danesa!

—Tiene usted que disculpar mi ignorancia, vengo del ramo del acero. —Rogachov tuerce las comisuras en una sonrisa—. ¿Es usted actriz?

—Bueno, sí. Tal vez haya algunas opiniones divergentes. —Winter ríe con desparpajo—. ¿Qué soy yo, Evelyn?

—¿Un factor de entretenimiento? —propone Chambers.

—Bueno, en realidad soy modelo. En fin, he hecho de todo, claro que no siempre fui modelo, antes fui dependienta en un mostrador de venta de quesos, y en McDonald's trabajé como encargada de las patatas fritas, pero luego me descubrieron en un casting y Levi's me contrató de inmediato. ¡Por mi culpa se produjeron accidentes de tráfico! Quiero decir que, con uno ochenta y tres de estatura, joven, guapa y con tetas, tetas auténticas, ¿me entiende?, auténticas, no podía pasar mucho tiempo hasta que Hollywood me llamara.

O'Keefe, repantigado en su asiento, levanta una ceja. Olympiada Rogachova parece haber llegado a la conclusión de que no se puede negar la realidad apartando la vista.

—¿Qué papeles ha interpretado? —le pregunta Olympiada a Winter con tono apagado.

—Oh, mi primer éxito lo tuve con
Pasión criminal,
un thriller erótico. —Winter sonríe melosamente—. Hasta me dieron un premio por ella, pero no hace falta hablar en más detalle de ese tema.

—¿Por qué? Pero si eso es... estupendo.

—Oh, no, lo que me otorgaron fue la Frambuesa de Oro por la peor actuación. —Winter suelta una carcajada y lanza las manos al aire—. ¿Qué más da? Luego vinieron comedias, pero no tuve buena suerte con ellas. No hubo ningún éxito, y fue entonces cuando empecé a beber. ¡Mala cosa! En ocasiones llegué a parecer un pastel con pasas en lugar de ojos, hasta que una noche, totalmente borracha, corría con el coche por Mulholland Drive y atropellé a un indigente. ¡Dios mío, pobre hombre!

—Espantoso.

—Sí, pero tampoco tanto, pues, entre nosotros, debo decir que sobrevivió e hizo un montón de dinero gracias a ello. No es que ahora yo quiera justificar nada, pero juro que así fue. Entonces hice que grabaran mi estancia en la prisión desde el primero hasta el último segundo. Podían entrar hasta en la ducha. ¡Tuve una audiencia de muerte en el mejor horario! Así que volví a estar en la cima. —Miranda suspira—. Y fue entonces cuando conocí a Louis. Louis Burger. ¿Lo conoce?

—No, yo... Lo siento, pero...

—Ya sé. Es usted del ramo del acero o, mejor dicho, su marido, en donde no se conoce a ese tipo de gente. Aunque Louis Burger es un gran industrial, un magnate de las inversiones...

—De verdad que no...

—Sí, creo conocerlo —dice Rogachov pensativo—. ¿No hubo algo sobre un accidente mientras nadaba?

—Correcto. Nuestra felicidad duró solamente dos años... —Winter mira hacia adelante. De repente, se sorbe los mocos y se enjuga algo en el rabillo del ojo—. Sucedió en las playas de Miami. Un infarto mientras nadaba, e imagínese lo que hicieron sus hijos, ¡esas malditas serpientes! Es decir, no los nuestros, nosotros no tuvimos hijos en común, sino los del matrimonio anterior de Louis. ¡Pues van y me acusan! ¡A mí, a su esposa! Dijeron que yo había contribuido a su muerte. ¿Pueden creerlo?

—¿Y lo hiciste? —pregunta O'Keefe con tono inocente.

—¡Estúpido! —Por un instante, Miranda Winter parece afectada en lo más profundo—. Todo el mundo sabe que fui absuelta. ¿Qué culpa tengo yo de que me dejara en herencia trece mil millones? ¡Jamás fui capaz de hacerle daño a nadie, ni siquiera a una mosca! ¿Sabe una cosa? —dice Winter mirando a Olympiada profundamente a los ojos—. En realidad no soy capaz de nada... Pero ¡lo de la herencia sí que lo llevo bien! ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y usted?

—¿Yo? —Olympiada parece cogida por sorpresa.

—Sí. ¿Qué hace usted?

—Yo... —Olympiada mira a Oleg reclamando ayuda—. Nosotros somos...

—Mi esposa es diputada en el Parlamento ruso —dice Rogachov sin mirarla—. Es sobrina de Maxim Ginsburg.

—¡Joder! ¡Vaya! ¡Guauuu! ¡Ginsburg, uyyyyyy!—Winter aplaude, le hace un guiño de complicidad a Olympiada, reflexiona brevemente y luego pregunta con cordialidad—: ¿Y ése quién es?

—El presidente de Rusia —la instruye Rogachov—. Por lo menos hasta el año pasado. El nuevo se llama Mijaíl Manin.

—Ah, sí. ¿Ése no estuvo ya una vez?

—Más bien no —sonríe Rogachov—. Posiblemente usted se refiera a Putin.

—No, no, fue mucho antes; era también un nombre con «a» y con un «in» al final. —Winter repasa toda la pequeña galería de su cultura general—. Qué va, no consigo recordarlo.

—¿No te estarás refiriendo, por casualidad, a Stalin? —pregunta O'Keefe impaciente.

Los altavoces ponen fin a la especulación. Una voz suave y oscura de mujer les da algunas instrucciones de seguridad. Casi todo lo que dice le recuerda a Chambers la letanía normal de los aviones. Se abrochan los cinturones, puros arreos para caballos. Delante de cada fila de asientos centellean unos monitores que transmiten imágenes muy plásticas del mundo exterior, de modo que uno tiene la sensación de tener auténticas ventanas. Se ve el interior del cilindro, cada vez más iluminado por el sol naciente. La escotilla se cierra, y con un zumbido se encienden los sistemas de soporte vital. Entonces los asientos se vuelcan hacia atrás, de modo que todos quedan en una postura parecida a la que se adopta cuando uno va al dentista.

—Dime, Miranda —susurra O'Keefe con la cabeza vuelta hacia Winter—. ¿Todavía les pones nombres?

—¿A quiénes? —pregunta ella, también en voz baja.

—A tus tetas.

—Ah. Por supuesto. —Sus manos se transforman en dos bandejas de presentación—. Ésta es Tita, y esta otra es Tati.

—¿Y qué hay de Toti?

Ella lo mira con los párpados entornados.

—Para Toti tendríamos que conocernos mejor.

En ese momento se produce una sacudida que recorre las cabinas, un temblor, una vibración. O'Keefe se hunde más en su asiento. Chambers contiene la respiración. El gesto de Rogachov no muestra nada, mientras que Olympiada ha cerrado los ojos. En alguna parte, alguien ríe nerviosamente.

Lo que sigue a continuación no tiene nada, absolutamente nada que ver con el despegue de un avión.

El ascensor acelera tan rápidamente que por un rato Chambers se cree clavada al asiento. Algo la empuja contra el mullido cojín, hasta que brazos y piernas parecen formar un todo. El vehículo sale disparado del cilindro en posición vertical. Bajo ellos, desde la perspectiva de una segunda cámara, se va encogiendo la Isla de las Estrellas y convirtiéndose en un terrón oscuro y alargado con un puntito azul turquesa en el medio: la piscina. ¿Fue realmente ayer cuando ella estuvo tumbada ahí abajo examinando su barriga con mirada crítica, lamentando esos cuatro kilos de más que la obligaron recientemente a cambiar el biquini por un bañador, mientras que su entorno no se cansaba de enfatizar que ese aumento de peso le sentaba la mar de bien y resaltaba su feminidad? «A la mierda esos cuatro kilos», piensa. Ahora mismo podría jurar que pesa toneladas. Tan pesada se siente que teme despeñarse en cualquier momento a través del suelo del ascensor y caer en el mar, desatando un tsunami de grado medio.

El océano se vuelve una superficie uniforme, con finas estrías, la luz del sol matutino se vierte sobre el Pacífico con una sonrisa radiante. El ascensor sube por el cable a una velocidad inimaginable. Pasan volando junto a elevados campos de bruma, mientras el cielo va cambiando de tonalidades, se va haciendo más azul, azul oscuro, azul intenso. ¡Un anuncio en el monitor les hace saber que están viajando a una velocidad tres veces mayor —no, cuatro veces, ocho veces— que la velocidad de la luz! La Tierra va cobrando su forma redonda. Las nubes se reparten hacia el oeste como copitos de algodón depositados sobre el agua. La cabina incrementa de nuevo la velocidad y sube hasta los 12.000 kilómetros por hora. Luego, muy lentamente, la presión asesina va disminuyendo. El asiento empieza a expulsar a Chambers nuevamente, y la presentadora vuelve a sufrir la metamorfosis invertida de dinosaurio a ser humano para quien cuatro kilos tienen cierta relevancia.

—Ladies and gentlemen,
bienvenidos a bordo del
OSS Spacelift One.
Hemos alcanzado ahora nuestra velocidad de crucero y hemos atravesado la órbita terrestre inferior, en la que hace su trayectoria la estación internacional ISS. En el año 2023 el funcionamiento de la ISS fue suspendido oficialmente, y desde entonces sirve como museo, con piezas provenientes de la época inicial de la navegación espacial. Nuestro viaje durará aproximadamente tres horas, los pronósticos sobre basura espacial son ideales, y todo parece indicar que llegaremos puntualmente a la OSS, la Orley Space Station. En estos minutos comenzamos a cruzar el cinturón de radiación de Van Alien, un manto depositado alrededor de la Tierra lleno de partículas de fuerte carga y que tiene su origen en las erupciones solares y la radiación cósmica. Sobre la superficie de la Tierra estamos protegidos de esas partículas, pero una vez superados los mil kilómetros de altura, éstas ya no son desviadas por el campo magnético de la Tierra y se adentran directamente en la atmósfera. Aquí, por ejemplo, o más exactamente, a setecientos kilómetros de altura, empieza el cinturón interior. Se compone esencialmente de protones cargados de energía, con concentraciones máximas de entre tres mil y seis mil kilómetros de altura. El cinturón exterior se extiende entre los quince mil y los veinticinco mil kilómetros de altura y es dominado por electrones.

Chambers comprueba con asombro que la presión ha desaparecido completamente. O, mejor dicho, ¡es algo más que eso! Por un momento cree que está cayendo, hasta que ve con claridad de dónde proviene esa extraña sensación de estar desligada de su propio cuerpo. Lo ha experimentado por un breve espacio de tiempo durante los vuelos paralelos. Está en estado de ingravidez. En el monitor principal ve el cielo estrellado, un polvo de diamantes sobre una tela satinada de color negro. La voz de los altavoces cobra un tono conspirativo.

—Como algunos de ustedes quizá habrán oído, los cinturones de Van Alien son considerados por los críticos de la navegación espacial tripulada como un obstáculo insuperable en el camino hacia el espacio sideral, debido a la concentración de radiación allí reinante. Para los teóricos de la conspiración, esos cinturones constituyen incluso una prueba de que el hombre jamás estuvo en la Luna. Supuestamente, atravesarlo sólo es posible tras dos metros de gruesas paredes de acero. Pero tengan la seguridad de que nada de eso es cierto. Lo cierto es que la intensidad de la radiación oscila mucho, algo que guarda proporción con la actividad solar. Pero aun bajo condiciones extremas, la dosis, siempre y cuando se esté rodeado de una capa de aluminio de tres milímetros de grosor, se sitúa en la mitad de lo que las disposiciones generales sobre protección de radiaciones en la vida laboral establecen como permisible. ¡A veces alcanza menos de un uno por ciento! Para garantizar la protección óptima de su salud, las cabinas de pasajeros de este ascensor están blindadas de la manera que corresponde, y ésa, por cierto, es la razón por la que hemos renunciado a poner ventanas. Así que, mientras no se les ocurra la idea de querer bajar, les garantizamos una absoluta ausencia de reparaciones durante nuestra travesía por el cinturón de Van Hallen. Y ahora, disfruten de su viaje. Los brazos de sus asientos contienen auriculares y monitores. Tienen ustedes acceso a ochocientos canales de televisión, películas de vídeo, libros y juegos...

En fin, todo el programa. Al cabo de un rato, Hedegaard y Peter Black entran flotando, reparten bebidas en pequeñas botellas de plástico de las que hay que sorber el líquido para poder sacar algo, cosas para comer con las manos y toallitas refrescantes.

—Nada que pueda manchar ni desmigajarse —dice Hedegaard con una áspera ese escandinava.

Miranda Winter contesta algo en danés; Hedegaard le responde, ambas sonríen. Chambers se apoya hacia atrás y también sonríe, a pesar de que no ha entendido ni una palabra. Sencillamente, tiene ganas de sonreír. Está volando hacia el espacio, hacia la lejana ciudad de Julian, en la que...

...ahora se sentía como si estuviera a solas con el planeta Tierra. Éste yacía tan en lo profundo, parecía tan pequeño, que creaba la impresión de que ella sólo tenía que estirar el brazo para que el planeta se deslizase suavemente sobre la palma de su mano. Poco a poco la oscuridad iba desapareciendo en el oeste e iba dejando relucir el océano Pacífico. China dormía mientras los que trabajaban en Norteamérica ya estaban telefoneando o corrían hacia su pausa del mediodía, al tiempo que en Europa la gente rotaba en dirección contraria, hacia el final de la jornada. Perpleja, Chambers veía con claridad que entre ella y aquella bola azul y blanca había sitio para otros tres planetas, aunque estarían un poco apretados. A casi treinta y seis mil kilómetros por encima de su hogar, la OSS se movía en dirección al espacio. Sólo ese dato llevaba su capacidad imaginativa hasta sus límites, y aún era necesario viajar un trecho diez veces mayor para llegar a la Luna.

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