Authors: Schätzing Frank
Al principio, según les contó Woodthorpe, había habido enormes problemas. Los antecesores de aquellos invernaderos, llamados «máquinas de ensalada», eran menos que unos anaqueles normales en los que abundaban los tomates y las lechugas. Como las plantas, al igual que prácticamente todos los seres vivos, se orientaban por la gravedad, y por tanto, sabían hacia dónde tenían que estirarse y en qué dirección debían echar raíces; la pérdida del arriba y el abajo iba aparejada de una espantosa proliferación de maleza, por desgracia en detrimento de los frutos, que en medio de aquel monstruo de raíces de aspecto tumoral llevaban una lamentable vida guerrillera. Presas de la confusión, hasta las espinacas sólo llegaron a producir unos retoños fibrosos como madera con tal de aferrarse a alguna parte, hasta que a alguien se le ocurrió la idea de someter los campos de cultivo a temblores artificiales, breves sacudidas como consecuencia de las cuales las frutas y las verduras buscaron el sostén allí donde todo se movía, es decir, abajo.
—Desde entonces tenemos bajo control la proliferación excesiva, y ahora podemos ver la calidad —les explicó Woodthorpe—. Claro que sigue siendo comida de invernadero: las fresas tienen cierto sabor acuoso, y no habrá posibilidades de ganar ningún premio con los pimientos...
—Pero los calabacines son estupendos —dijo Julian.
—Sí, y el brócoli también, y asombrosamente también los tomates. Todavía no sabemos muy bien por qué unas cosas se dan mejor que otras. En cualquier caso, los invernaderos nos dan motivos para confiar en que podremos cerrar en un futuro los sistemas de soporte vital que aún siguen abiertos. En la Luna ya casi lo hemos conseguido.
—¿A qué se refiere con «cerrar»? —preguntó Karla Kramp.
—Lo mismo que en la Tierra. Cerrar el ciclo, que nada se pierda. La Tierra es un sistema cerrado en sí mismo, todo es procesado constantemente. Tenemos que ver la estación espacial como una pequeña copia de nuestro planeta, con sus correspondientes recursos limitados de agua, aire y combustible, sólo que nosotros, en el pasado, no éramos capaces de reciclar esos recursos. Constantemente necesitábamos provisiones nuevas. El dióxido de carbono, por ejemplo, se desbordó. Hoy, con la ayuda de reactores, podemos descomponerlo y liberar el oxígeno contenido en él para reutilizarlo en nuestra respiración, o hacer enlaces con el hidrógeno para crear agua; luego, los restos de carbono pueden sintetizarse con el metano y ser convertidos en combustible. También podemos separar los componentes del agua y liberarla de todas sus impurezas. Sólo se perdería un poco de
sludge,
de aguas residuales, pero sería una cantidad tan ínfima que ni siquiera merece la pena mencionarla. El problema es más bien poner el tamaño y el consumo de los reactores en una proporción convincente con su grado de eficacia. Por eso lo estamos intentando con procesos de regeneración naturales. Y en ello también nos ayudan las plantas. Es nuestra propia selva tropical, si así lo prefieren. En la Luna tenemos invernaderos más grandes, allí ya estamos casi a punto de cerrar esos ciclos de un modo completo.
—No habrá mercado entonces para un suministrador de agua —dijo Tautou, riendo.
—No, la OSS va camino de la autarquía.
—Hum, autárquico. —Kramp reflexionó—. Quiere decir que el satélite podría declarar su independencia, ¿no? O tal vez la Luna entera. Y si se diera el caso, ¿a quién pertenecería la Luna realmente?
—A nadie —respondió Julian—. Según el tratado lunar.
—Qué interesante. —Las cejas sobre el rostro modiglianesco de Kramp se alzaron, unos arcos de asombro, un óvalo lleno de óvalos—. Para no pertenecer a nadie, es mucha la gente que anda por ella.
—Es cierto. Y el tratado tendrá que reformularse de manera urgente.
—¿Tal vez añadiendo que la Luna pertenece a todos?
—Correcto.
—Es decir, a aquellos que llegaron allí los primeros. O que ya están instalados: Estados Unidos y China.
—De ningún modo. Cualquiera puede ir después.
—¿De verdad que cualquiera puede ir después? —preguntó ella, al acecho.
—Ése es, querida Karla —sonrió Julian—, el punto alrededor del cual gira todo.
Finn O'Keefe buscó sostén en la física.
El procedimiento de vestirse se había prolongado, hasta que por fin quedaron embutidos y con los cascos puestos en el hermético retiro de la esclusa de aire, un espacio vacío, con iluminación de hospital, lleno de aristas redondeadas. A lo largo de las paredes discurrían unos asideros para agarrarse, y un monitor les proporcionaba información sobre la presión, la temperatura y la composición atmosférica. Hedegaard les explicó que la esclusa era algo más grande que las demás salidas distribuidas por toda la OSS. Después de que Peter Black se les unió, el grupo contaba con ocho personas. Un siseo tenue, que al final se extinguió, les indicó que estaban extrayendo el aire, y entonces las escotillas exteriores se abrieron sin hacer ruido.
O'Keefe tragó en seco.
Bajo el hechizo de aquellas visiones primeras del hombre sobre los abismos y los pasos en falso, con un hormigueo en la barriga, miró hacia afuera. Ante sus ojos se extendía una parte del techo. No sabía qué esperaba ver, un descansillo, un balcón, una pasarela, eso sin tener en cuenta que nada de eso tenía sentido allí arriba. Pero aquella superficie redonda reveló no tener fondo: una estructura abierta de cuatrocientos metros de diámetro, rodeada por un anillo de acero lo suficientemente macizo como para resistir el paso de un ferrocarril, dotado con cargas útiles y manipuladores. Una construcción radial de estructuras de soporte llevaba desde el Torus hasta los sectores exteriores. Más allá refulgían al sol los parques solares, circulaban radiadores y colgaban tanques esféricos con salientes en forma de grúas. Unas baterías de reflectores iluminaban los enormes hangares, lugar de gestación de futuras naves. Unos astronautas de aspecto diminuto patrullaban bajo la panza del gigante de acero y supervisaban los brazos robóticos mientras éstos colocaban filas de asientos. Estrafalarias maquinarias, mitad hombres y mitad insectos, atravesaban el espacio, acercaban elementos constructivos en brazos de saltamontes, se aferraban a los barrotes y los marcos con garras segmentadas, realizaban labores de soldadura y enlazaban componentes prefabricados. No cabía duda de que sus rostros de androides se habían inspirado en la figura de Boba Fett, el siempre encasquetado asesino a sueldo de
La guerra de las galaxias,
y eso lo llevaba a la conclusión forzosa de que Julian Orley había participado en su creación... Orley y su entusiasmo por las películas de ciencia ficción, un hombre que, como ningún otro, conseguía convertir en innovaciones ciertas referencias cinematográficas.
Más allá de la esclusa abría su boca el abismo.
A casi trescientos metros se extendía la estructura vertical de la OSS bajo los pies de O'Keefe y, debajo, a una distancia inimaginable, estaba la Tierra. Finn vaciló, sentía el golpeteo de su corazón. Aunque sabía la irrelevancia de su peso, le parecía una auténtica locura traspasar aquel borde, algo prácticamente equivalente a despeñarse desde un rascacielos.
«Física —pensó—. Ten fe en el libro de las leyes de Dios.»
Pero Finn O'Keefe no creía en Dios.
A su lado, lentamente y en dirección al exterior, navegaban Nina Hedegaard y Peter Black, que giraban y le presentaban los espejos frontales de sus cascos.
—La primera vez es siempre una prueba de superación —oyó decir a la danesa—. Pero no pueden caerse. Intenten no pensar.
«Me ha pillado», pensó O'Keefe.
Un momento después recibió un empujón, se deslizó por encima del borde hacia afuera, en dirección a los dos guías, y pasó junto a ambos. Perplejo, intentó tomar aire, ofreció resistencia al movimiento de vuelo, pero nada lo frenó. Enviado a un viaje sin retorno, se fue alejando. Lo sobrecogió vivamente la idea de perderse en el espacio, de ser lanzado hacia la nada, y entonces empezó a manotear y a patalear frenéticamente, como si eso sirviera de algo salvo para potenciar aún más su inmersión en el ridículo.
—Vamos —dijo Laura Lurkin sonriendo—. Si es el programa femenino.
Amber creyó sentir físicamente el desmoralizador efecto de aquella burla. Sabía por Lynn que la entrenadora del gimnasio, un escultural fragmento humano con espalda de luchadora, brazos enormes y voz arrulladora, no estimaba especialmente a los turistas espaciales. Su actitud se basaba en la convicción de que a los particulares no se les había perdido nada fuera de las rutas de vuelo habituales. Lurkin era una antigua marine, forjada en el fuego de los conflictos geopolíticos. Cuando Rogachova, Winter, Hsu, Omura y Amber entraron a la zona del gimnasio, como una delegación de primeras damas ávidas de diversión, la primera reacción lógica de Lurkin fue burlarse de ellas, si bien lo hizo de una manera que podía tomarse por amabilidad o, incluso, por camaradería. A fin de cuentas, estaba familiarizada con la labor de mantener en forma a los viajeros orbitales, no de deprimirlos.
—¡Tienes que ir, Amber! ¡Por favor! Tenemos la EVA, la visita guiada por el departamento científico, la presentación multimedia; me alegraría poder repartir a esas estúpidas mujeres en uno de los tres grupos, pero ellas quieren cumplir con su programa de belleza. Me alegra poder prescindir de nuestra Paulette, pero...
—En realidad me gustaría más ir a tu presentación, Lynn.
—Lo sé. Y lo siento, créeme. Pero alguien tiene que transmitirles a esas cuatro la sensación de que son tan bienvenidas como el resto, gente que espera algo más de un viaje orbital que sudar, hacerse
peelings
y dejarse exprimir los granos. ¡Lo asumiría yo, pero de verdad que no puedo!
—Ah, Lynn. ¿Es preciso hacerlo? Tim y yo...
—A ti te aceptan como representante, como anfitriona.
—Pero yo no soy la anfitriona.
—A sus ojos, sí lo eres. Eres una Orley. ¡Por favor, Amber! Esa manera de suplicar...
—Bueno, está bien. Pero, ¡a cambio, estaré esta tarde en el segundo paseo espacial!
—¡Oh, Amber, déjame darte un beso! ¡Puedes irte de paseo hasta Júpiter si quieres, yo misma te prepararé el bocadillo! ¡Gracias! ¡Gracias!
Pues eso, el programa femenino.
El Wellness-Center abarcaba dos módulos, aplanados de forma elíptica como los tubos habitacionales. En la parte superior había una típica sauna en la que habían renunciado a los bancos para sentarse, pero a la que, en cambio, habían dotado de pasadores para sostenerse con pies y manos, de ventanas de generoso tamaño, así como de una sauna de vapor cuyas paredes redondeadas aglutinaban la luz de las estrellas formando centenares de lamparitas eléctricas. En la caverna de cristal uno podía deslizarse a través de gotas de agua helada, una agua que era pulverizada dentro del recinto y luego absorbida de nuevo; luego, en la zona de descanso, podía oírse música esférica, leer o dormitar. Una planta por debajo, diversos aparatos de gimnasia, salones de masaje y potentes manos aguardaban a los astronautas afectados por el estrés.
—...es imprescindible en el espacio —decía Lurkin en ese instante—. La ingravidez es algo bonito, pero encierra una serie de peligros que no deben infravalorarse cuando se está expuesto a ella por un tiempo muy prolongado. Seguramente ya habrán notado ciertos cambios en su cuerpo. Calores en la cabeza y el pecho, por ejemplo. Inmediatamente después de entrar en caída libre, más de medio litro de sangre sube desde las regiones inferiores del organismo hasta el tórax y la cabeza. Entonces, la cara se hincha, las mejillas se te ponen como manzanas, y aparece lo que los astronautas denominan
puffy
face,
una cara ligeramente hinchada. Un efecto agradable, por cierto, porque compensa las arrugas y las hace parecer más jóvenes, sólo que no se mantiene por mucho tiempo. Una vez regresen a la Tierra, la gravedad tirará del tejido, como siempre ha hecho, así que disfruten del momento.
—Tengo un frío tremendo en las piernas —dijo con recelo Rebecca Hsu, que, inflada dentro de su albornoz, parecía una esponja para restregarse en la ducha—. ¿Es normal?
—Totalmente normal. Debido a la redistribución de los fluidos corporales, las piernas empiezan a sentir un poco de frío. Pero uno se acostumbra a ello, al igual que se acostumbra a las sudoraciones y a la temporal pérdida de orientación. He oído decir que una de ustedes lo ha pasado bastante mal, ¿no es así?
—Madame Tautou —asintió Miranda Winter—. ¡Uy! La pobre tiene que estar yendo constantemente... —Miranda bajó la voz—. Bueno, también pasa ahí abajo, lo cierto es que pasa en todas partes.
—Es el llamado mal del espacio —asintió Lurkin—. No es motivo para avergonzarse, hasta los astronautas experimentados lo padecen. ¿Quién más tiene algún síntoma?
Olympiada Rogachova levantó la mano con vacilación. Al cabo de unos segundos, Momoka Omura levantó su dedo índice y volvió a esconderlo de inmediato.
—Irrelevante —dijo.
—Bueno, en mi caso sucede lo siguiente —dijo Hsu—. Mi sentido del equilibrio se ha descontrolado un poco. En realidad estoy acostumbrada a las fuertes marejadas.
—Me alegro de que todo permanezca dentro —suspiró Rogachova.
Lurkin sonrió. Por supuesto, ya le habían informado de que la mujer del oligarca ruso tenía un problema de alcoholismo condicionado por su desgaste mental. En buena lid, Olympiada Rogachova no debería estar allí, sin embargo, durante los catorce días de entrenamiento sólo había bebido té y desmentido a todos los escépticos. Por lo visto, también podía funcionar sin vodka ni champán.
—No es para tanto, señoras. A más tardar pasado mañana estarán inmunizadas contra el mal del espacio. Lo que afecta a todo el mundo son los cambios fisiológicos de larga duración. En la ingravidez disminuye su masa muscular. Sus pantorrillas se encogen hasta parecer patas de gallina, el corazón y la circulación sanguínea se sobrecargan más de la cuenta. Sólo por esa razón, practicar deporte diariamente es un deber sagrado de cada astronauta, es decir, ergómetro, gimnasia, levantamiento de pesas, siempre bien sujetas con correas, se entiende. En las misiones de larga duración se ha comprobado, además, que se produce una considerable atrofia de la sustancia ósea, principalmente en la zona de la columna vertebral y de las piernas. El cuerpo pierde hasta un diez por ciento de calcio durante medio año en el espacio, aparecen trastornos inmunológicos, la cura de cualquier herida se vuelve más lenta, son todos fenómenos secundarios sobre los que Perry Rhodan guarda silencio desvergonzadamente. Ustedes estarán sólo pocos días en estado de ingravidez, no obstante, les recomiendo firmemente practicar deporte. Así que, ¿con qué empezamos? ¿Remo, bici,
jogging?