Límite (31 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¿Y estaría aquí si de verdad eso fuese un serio motivo de preocupación para usted?

—Eso también es cierto —rió Ögi—. No obstante, han sido ustedes rápidos. Extraordinariamente rápidos. Aileen y Chuck, aquí presentes, saben de sobra lo que son las normativas de construcción, los informes periciales y los gastos...

—¿Que si lo sabemos? —gruñó Chucky—. ¡Podríamos escribir todo un tratado al respecto!

—Cuando concebimos el Red Planet, les pareció que el proyecto era irrealizable —confirmó Aileen—. ¡Menudo hatajo de cobardes! Tardamos una década desde que empezamos los bocetos hasta que iniciamos la obra, y ni siquiera después nos dejaron en paz.

El Red Planet era la joyita de los Donoghue, un hotel de lujo en Hanoi que imitaba el paisaje de Marte.

—Hoy en día se lo considera una joya de la estática —dijo la mujer con expresión triunfal—. ¡Jamás ha habido un incidente en ninguno de nuestros hoteles! Pero ¿qué sucede? Cada vez que planeas algo nuevo, ellos se acercan tambaleándose como zombis e intentan devorarte, minar tu entusiasmo, tus ideas, la creatividad que has tomado prestada al Creador. Uno llega a pensar que con los años ha acumulado un patrimonio en referencias, pero es como si no percibieran en lo absoluto la obra de toda tu vida. Sus ojos están muertos, y sus mentes están llenas de eso, de normativas.

«Oh, por favor», pensó Tim.

—Sí, sí —dijo Ögi, frotándose el mentón en un gesto pensativo—. Sé muy bien a lo que se refiere. En ese sentido, mi querida Lynn, no es que me proponga verter el agua del escepticismo en el vino de la admiración. Como he dicho, ustedes han hecho posible la estación en un tiempo extremadamente rápido. También podría decirse que sospechosamente rápido, comparado con la ISS, que es mucho más pequeña, y que tardó mucho más tiempo.

—¿Quiere una explicación para ello?

—Corriendo el riesgo de abusar de usted...

—Usted no abusa de mí, Walo, de ningún modo. La presión de la competencia es la madre de toda chapuza. Sólo que Orley Space no tiene competidores. Jamás hemos tenido que ser más rápidos que otros.

—Hum.

—Fuimos rápidos gracias a la perfecta planificación, de modo que la OSS al final casi se construyó por sí sola. No tuvimos que coordinar nada excepcional con una docena de rígidas autoridades ni nos vimos obligados a movernos por las arenas movedizas de la burocracia. Sólo teníamos un socio en este negocio, los Estados Unidos de América, que habrían vendido hasta el mismísimo Monumento a Lincoln con tal de verse libres de la trampa de las materias primas. Nuestros acuerdos se complementaban a la perfección. Estados Unidos construye su base y proporciona la tecnología para la explotación del helio 3, y nosotros ponemos en marcha nuestros reactores aptos para el mercado, un sistema de transporte rápido y barato hasta la Luna y, otra cosa que no se puede olvidar, ¡mucho dinero, un montón de dinero! La aprobación intermedia por parte del Congreso fue sólo un trámite. ¡Perspectivas grandiosas para todos! Para unos, la monopolización del negocio de los reactores; para otros, el regreso a la cima de las naciones con programas espaciales y la solución de todos los problemas energéticos. Créame, Walo, con tales posibilidades a la vista, no hay otro camino que valga, salvo el de ser rápidos.

—¡Cuando se tiene razón, se tiene! —dijo Donoghue con voz de trueno—. ¿Cuándo el asunto ha sido si algo se puede construir o no? A fin de cuentas, todo depende siempre, única y exclusivamente, del maldito dinero.

—Y de los zombis —asintió briosamente Aileen—. Hay zombis por todas partes.

—Perdona —dijo Evelyn Chambers levantando la mano—. Tal vez tengas razón, pero por otro lado nosotros no estamos aquí para tirarnos flores mutuamente. Se trata de inversiones. Mi inversión en vosotros es mi credibilidad, de modo que deberíamos poner todas las cartas sobre la mesa. ¿O qué crees tú?

Tim observó a su hermana. Obviamente ella no sabía a lo que aludía Evelyn Chambers, pero se mostró franca e interesada.

—Por supuesto. Pero ¿de qué me estás hablando?

—De fallos.

—¿Y cuáles serían esos fallos?

—Vic Thorn, por ejemplo.

—Claro. Está en la agenda. —Lynn no movió ni una pestaña—. Más tarde iba a referirme a él, pero podemos adelantarlo.

—¿Thorn? —Donoghue frunció el ceño—. ¿Y quién se supone que es ése?

—Ni idea —dijo Ögi encogiéndose de hombros—. Pero me gustaría oír algo acerca de esos fallos. Sólo para reconciliarme con los míos propios.

—Nosotros no tenemos secretos —dijo Haskin—. El año pasado la noticia llenó todos los telediarios. Thom pertenecía a la primera tripulación a tiempo completo de la base lunar estadounidense. Había hecho un trabajo excelente, por eso lo propusieron para que pasara allí otros seis meses, esta vez con el cargo de director. Él aceptó y viajó hasta la OSS para, desde allí, continuar vuelo hacia la base.

—Es cierto, ahora el asunto me suena familiar—dijo Heidrun.

—A mí también —asintió Walo—. ¿No hubo problemas con una misión en el exterior?

—Con uno de los manipuladores, para ser exactos. El aparato bloqueó las escotillas de carga del transbordador que debía llevar a los hombres de Thorn hasta la Luna. Se había quedado paralizado en pleno movimiento, después de que un fragmento de basura espacial impactara con él. Enviamos un Huros...

—¿Un qué? —preguntó Aileen.

—Un robot humanoide. El Huros encontró algunas esquirlas en una de las articulaciones, las cuales, por lo visto, habían hecho que el manipulador se desconectara.

—Eso suena muy razonable.

—Las máquinas no tienen noción alguna de lo que es razonable o no —dijo Haskin, y examinó a la mujer como si ésta hubiera insinuado que no se debía mandar a los robots al exterior sin ponerles antes unos calcetines calientes—. Acordamos que era preciso limpiar la articulación, pero el Huros no podía hacerlo, por eso enviamos a Thorn y a otra astronauta. Sólo que el manipulador no se había desconectado: se había sumido provisionalmente en una especie de coma eléctrico. De repente despertó de nuevo y lanzó a Thorn hacia el vacío. Por lo visto, sus sistemas de soporte vital se habían dañado. Perdimos el contacto con él.

—Qué horrible —susurró Aileen con voz apagada.

—Sí. —Haskin guardó silencio por un instante—. No debió de sufrir durante mucho tiempo. Posiblemente su visor recibió un golpe.

—¿Posiblemente? ¿Es que no pudieron...?

—Por desgracia, no.

—Siempre pensé que simplemente era posible seguirlo. —Aileen extendió el pulgar y el índice de su mano derecha para formar las alas de un avión y cruzó el aire con ellos—. Como en el cine.

—En el cine, sí —dijo Haskin con expresión recriminatoria.

—Pero también deberíamos contar que la actual generación de Huros, los de esta nueva serie de fabricación, sí que probablemente podrían haberlo salvado —dijo Lynn—. Además, el control a distancia de los trajes espaciales ha seguido perfeccionándose. Por lo menos, podríamos haberlo traído de vuelta.

—Si no recuerdo mal —dijo Chambers—, hubo una investigación.

—Cierto —asintió Lynn—. Y terminó con una demanda nuestra a una firma japonesa de robótica. Ellos habían construido el manipulador. Era inequívocamente un caso de responsabilidad ajena. La muerte de Thorn fue una tragedia, pero los que hacemos funcionar la OSS, es decir, nosotros, fuimos absueltos de toda responsabilidad.

—Gracias, Lynn. —Chambers miró a unos y a otros—. En fin, a mí me basta como explicación. ¿O no?

—Las hazañas de los pioneros siempre exigen sacrificios —bramó Chuck Donoghue—. El primer pájaro captura al gusano, y a veces es devorado por éste.

—Bueno, pero miremos esto un poco más —propuso Ögi.

—¿No está usted convencido? —preguntó Lynn.

El suizo vaciló.

—Sí, creo que sí.

Y entonces sucedió. Fue un descarrilamiento apenas perceptible en la comisura de sus labios, la fusión nuclear del pánico en la mirada de Lynn, cuando ella...

...siente esa fuerza de absorción, como ya había ocurrido en otro momento, cuando se vio arrastrada al infierno, y se pregunta entonces, horrorizada, en qué se ha metido. Hace ya algunas semanas que ha empezado a ver algunos puntos débiles en su trabajo, sobre todo en aspectos donde esos puntos débiles no existen. Estaría dispuesta a afirmar bajo juramento que la estación espacial de Julian va a sobrevivir a toda la estúpida humanidad, mientras que, en la parte oculta, entre bambalinas, sólo ve a cada instante algo que explota o que se quiebra. ¿Y por qué?

Porque esa parte es la única que ella ha concebido, no Julian, porque es sobre la que recae toda su responsabilidad.

Sin embargo, en ella han trabajado los mismos diseñadores, los mismos arquitectos, ingenieros, las mismas cuadrillas de obreros. Los módulos de su estación apenas se diferencian de los restantes: idénticos sistemas de soporte vital, los mismos métodos constructivos. No obstante, a Lynn la atormenta la idea de que puedan tener un fallo. Cuanto más alaba su trabajo Julian, tanto más profundamente la devoran en su mente las dudas sobre sí misma. Se pasa todo el tiempo esperando lo peor. Su prudencia, normalmente tan encomiable, va creciendo hasta convertirse en una paranoia de constante recelo, busca como obsesionada cualquier indicio de su fracaso y se pone tanto más nerviosa cuantos menos encuentra. El OSS Grand se infla hasta convertirse en un espantajo de su superioridad, antes de explotar como una pompa de jabón, lo que querría decir asumir la responsabilidad por la muerte de decenas de personas. Los remaches, los puntales, los aislantes, los ventiladores, los aparatos electrónicos, las bombas de circulación, las esclusas de aire, los corredores, en todos ve ella el constructo de sí misma, algo que intenta resquebrajarse. Su excitado hipotálamo erosiona el bombardeo de adrenalina y cortisona en cuanto ella piensa en esos dos hoteles, el del espacio y el de la Luna. Si el miedo, según el concepto teológico, es lo contrario de la fe, la separación de lo divino, entonces Lynn se ha convertido en la pagana por antonomasia. El miedo a la destrucción. El miedo a ser destruida. Una y la misma cosa.

En algún momento, ya en el fondo de la desesperación, el demonio se le acercó bajo el ropaje de sus pensamientos y le susurró que el miedo al infierno sólo se supera cuando uno se adentra en él por su propio pie. ¿Cómo escapar al ciclo del miedo a que algo espantoso ocurra? ¿Qué salida nos queda antes de perder por completo la razón? ¿Cómo se libera uno?

¡En la medida en que sucede!

La pregunta es, naturalmente, ¿qué quedará de ella si su obra se revela como perecedera? ¿Es ella algo más que una invención de Julian, un personaje cinematográfico? ¿Qué ocurre si Julian deja de pensarla, pues ella se revela como indigna de ser pensada? ¿La amenaza en ese caso un sufrimiento constante? ¿La condena eterna? ¿Una existencia banal? ¿O es que acaso tiene que perecer para renacer más radiante que nunca? Si llega a su fin todo aquello a través de lo cual ella misma se define y la definen otros, ¿podrá por fin salir a la luz la verdadera Lynn, si es que existe?

—¿Señorita Orley? ¿No se siente usted bien?

—Cariño, ¿qué te pasa? —Era el falsete maternal de Aileen—. Estás blanca como el papel.

—¿Lynn? —Tim apareció a su lado. La suave presión de sus dedos en su brazo. Poco a poco, empezaron a girar como dos estrellas hermanadas.

«Lynn, oh, Lynn. ¿En dónde te has metido?»

—¡Eh, Lynn! —Unos dedos blancos y delgados le acariciaron la frente, unos ojos violetas la miraban—. ¿Va todo bien? ¿Has fumado algo de mala calidad?

—Lo siento —dijo ella, parpadeando—. Me habéis pillado.

—¿En qué te hemos pillado, cariño?

La sonrisa regresó a los labios de Lynn. Un caballo que conocía el camino. Tim la observaba con ojos penetrantes. Estaba a punto de decirle que él sabía bien lo que pasaba, pero no debía decir ni preguntarle nada. Lynn se estiró, se apartó de aquella fuerza que la absorbía. Una victoria momentánea.

—Mal del espacio —dijo—. Qué tontería, ¿no es cierto? Pensé que jamás me pasaría, pero me habré equivocado. Las luces se han apagado por un momento.

—En ese caso, yo también puedo admitirlo —dijo Ögi, sonriendo—. Yo también me siento un poco pachucho.

—¿Tú? —replicó Heidrun, mirándolo—. ¿Tienes el mal del espacio?

—Pues sí.

—¿Y por qué no has dicho nada?

—Agradécelo. Llegará el día en que sean mis enfermedades las que hablen por mí. ¿Está usted mejor, Lynn?

—Sí, gracias. —Lynn apartó la mano de Tim—. Planifiquemos el día.

Su hermano la miraba fijamente. «Claro —le decía su mirada—, tienes el mal del espacio. Y yo soy el hombre de la Luna.»

Tim consiguió atajar a Julian cuando éste salía de su suite, una hora antes de la cena. El padre de Tim llevaba puesta una camisa cortada a la moda, con corbata, los obligados vaqueros y unos elegantes mocasines con el emblema de Mimi Kri.

—Tú también puedes vestirte con su ropa si quieres —dijo Julian con jovialidad—. Mimi ha creado una colección para la estancia en la ingravidez y en gravitación reducida. Está bien, ¿no? —Entonces giró sobre sí mismo—. Reforzado con fibras, nada puede revolotear. Ni siquiera la corbata.

—Julian, escucha...

—Ah, antes de que me olvide, ella también ha traído algo para Amber. Un vestido de noche. Vaya, qué estúpido soy. Quería que la sorprendiera, pero ya ves cómo está todo aquí. Esta turba no me deja ni un minuto de paz. Por lo demás, ¿todo bien, hijo?

—No, tengo que...

—Vestidos de noche en la ingravidez, ¡imagínatelo! —Julian sonrió—. ¿No es algo descabellado? ¡Es una locura! Sin esos refuerzos podrías mirar bajo la falda de cualquiera. Marilyn Monroe estaría indefensa frente a esto, allí de pie sobre ese respiradero, cuando la ráfaga de aire le levanta el vestido, ya sabes. —No, no lo sé.

Julian frunció el ceño. Por fin parecía percibir la presencia de Tim en su conjunto, un mono estrujado con una mancha rojiza en la parte superior, algo que no prometía nada bueno.

—Probablemente no conozcas la película, ¿o sí?

—Padre, me importa una mierda a quién se le suba la falda. Tienes que ocuparte de tu hija otra vez, maldita sea.

—Y lo hago. Desde que vino al mundo, para ser más exactos.

—Lynn no está bien.

—Ah, es eso. —Julian miró su reloj—. Sí, me lo ha contado. ¿Vienes con nosotros al Kirk?

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