Authors: Schätzing Frank
—Por tanto, no encontraremos al asesino mientras sigamos buscándole un sentido a esto. —Palstein se acomodó el lazo que sostenía su brazo—. ¿Qué más da? En realidad, sólo he llamado para desearos un buen viaje.
—¡La próxima vez estarás con nosotros, sea como sea! En cuanto te sientas mejor.
—Me encantaría ver todo eso.
—¡Lo verás, hombre! —Julian sonrió—. ¡Saldrás a dar un paseo por la Luna!
—Bueno, mucha suerte. Sácales la pasta a ésos.
—Que te vaya bien, Gerald. Ya te llamaré. Desde allí arriba.
Palstein sonrió.
—Tú
ya estás
bien arriba.
Julian miró pensativo la pantalla vacía. Hacía más de una década, cuando el ramo del petróleo ocupaba a los cargos de los cárteles con sus réditos y sus alzas de precios, Palstein había aparecido un día en su despacho de Londres, curioso por saber en qué se estaba trabajando allí. En ese momento, precisamente, la materialización del ascensor había sufrido un duro revés, ya que el nuevo y esperanzador material con el que debía confeccionarse el cable mostraba irreparables errores de construcción en sus cristales. El mundo ya sabía que el polvo lunar estaba impregnado de cantidades ingentes de un elemento que prometía ser la solución a todos los problemas energéticos. Sin embargo, sin un plan sobre cómo extraer esa sustancia y transportarla a la Tierra, a lo que se añadía la escasez de reactores probados en la práctica, el helio 3 no parecía desempeñar ningún papel. No obstante, Julian había seguido investigando en todos los frentes, ignorado por el ramo del petróleo, que ya tenía bastante con desbancar a otras tendencias alternativas como la energía eólica o la fotovoltaica. Apenas había nadie que se tomara realmente en serio los esfuerzos de Julian. Sencillamente, parecía poco probable que tuviera éxito.
Palstein, por el contrario, lo había escuchado todo pacientemente y había recomendado al consejo de administración de su empresa, recién fusionada con ExxonMobil para formar EMCO, tener una participación en Orley Energy y en Orley Space. Finalmente, la dirección de la empresa no lo hizo, pero Palstein mantuvo el contacto con Orley Enterprises, y Julian aprendió a apreciar y a querer a aquel hombre melancólico que siempre parecía estar mirando hacia una lejanía incierta. A pesar de que en todos aquellos años apenas habían pasado juntos tres semanas de su tiempo, casi siempre en comidas convocadas de manera espontánea, en algún que otro acto y muy raras veces en un marco privado, los unía algo parecido a la amistad, independientemente del hecho de que la tenacidad de uno de los dos ramos le había abierto al otro, definitivamente, el camino hacia la irrelevancia. En los últimos tiempos Palstein se había visto obligado cada vez más a dar a conocer la renuncia o la restricción de varios proyectos de extracción, como estaba sucediendo ahora en Alaska o como había sucedido tres semanas antes en Alberta, donde había tenido que plantarse delante de centenares de personas muy enfurecidas y donde, de repente, había recibido un disparo.
Julian sabía que el directivo tenía razón. Una participación en Orley Enterprises no salvaría EMCO, pero tal vez sería de provecho para Gerald Palstein. Entonces Julian se puso de pie, salió de la habitación situada detrás del bar y regresó donde sus huéspedes.
—...dentro de tres cuartos de hora nos vemos aquí entonces para la cena —estaba diciendo Lynn—. Ustedes pueden quedarse, disfrutar de las bebidas y la vista o asearse y cambiarse de ropa. Pueden incluso trabajar, si es ésa su adicción, también hemos creado las condiciones óptimas para ello.
—Y eso se lo pueden agradecer a mi fanática hija —dijo Julian rodeando a Lynn con el brazo—. Ella es deslumbrante. Ella ha creado todo esto. Para mí, es la más grande.
Los huéspedes aplaudieron. Lynn bajó la cabeza, sonriendo.
—Nada de falsas modestias —le susurró Julian—. Estoy muy orgulloso de ti. Lo puedes todo. Eres la más grande. Eres perfecta.
Poco rato después, Tim caminaba a lo largo del pasillo de la cuarta planta. Por todas partes reinaba una pulcritud antiséptica. Por el camino se tropezó con dos agentes de la seguridad y con un robot de limpieza que buscaba vestigios inexistentes o ya eliminados de un universo parcialmente habitado. La laboriosidad zumbante con que la máquina cumplía con el propósito de su existencia le confería algo profundamente desalentador. Como un Sísifo que arrastra cuesta arriba la piedra hasta la cima de la montaña, pero luego ya no tiene nada más que hacer.
Tim se detuvo delante de la habitación de ella y tocó el timbre. Una cámara enviaba su rostro al interior, y entonces se oyó la voz de Lynn que decía:
—¡Tim! Entra.
La puerta se deslizó hacia un lado. Él entró en la suite y vio a Lynn, que le daba la espalda mientras caminaba de un lado a otro delante de la ventana panorámica y llevaba puesto un largo y sexy vestido que llegaba hasta el suelo. Tenía el pelo suelto, y éste le caía en suaves ondas. Cuando ella le dedicó una sonrisa por encima del hombro, sus ojos brillaron como dos aguamarinas. Con un giro rápido, Lynn se dio la vuelta y le presentó su escote. Tim lo ignoró, mientras su hermana miraba brevemente hacia un punto situado detrás de él y su sonrisa se perdía de pronto en una zona cercana al límite del embotamiento. Tim se acercó a un sillón en forma de bola, se inclinó hacia abajo y le dio a la mujer repantigada en él —ésta iba vestida escasamente con un quimono de seda, tenía las piernas en ángulo y la cabeza echada hacia atrás— un beso en la mejilla.
—Estoy impresionado —dijo él—. De verdad.
—Gracias. —Aquella cosa vestida de noche seguía caminando oronda de un lado a otro, giraba y daba media vuelta, se bañaba en su ego rebosante, mientras que la sonrisa de la auténtica Lynn comenzaba a deformarse en las comisuras de los labios.
Tim se sentó en una banqueta y señaló al álter ego holográfico de su hermana.
—¿Es eso lo que te pondrás esta noche?
—Todavía no lo sé. —Lynn arrugó la frente—. ¿No será quizá demasiado formal? ¿Quiero decir, para una isla del Pacífico?
—Curiosa reflexión. Ya habéis derogado todas las normas habituales del romanticismo sobre los mares del sur. Es magnífico, póntelo. ¿O acaso hay otras alternativas?
El pulgar de Lynn se deslizó por el mando a distancia. Sin tránsito alguno, el aspecto exterior de su avatar cambió. La Lynn holográfica llevaba ahora puesto un mono ceñido de color albaricoque, sin mangas ni hombreras, que la versión holográfica de su hermana portaba con la misma gracia vacía que el anterior vestido de noche. Su mirada iba dirigida a imaginarios admiradores.
—¿Puedes programarla para que mire a alguien así?
—¡Qué va! ¿Piensas que quiero estar mirándome a mí misma todo el tiempo?
Tim rió. Su avatar era una figura de la época de las películas animadas en dos dimensiones, Wall-E, un robot de aspecto destartalado cuya amabilidad no guardaba ninguna relación con su aspecto exterior. Tim había visto la película de niño, y se había enamorado inmediatamente del personaje. Tal vez porque, en aquel mundo de Julian, abocado a mover montañas y a bajar estrellas del cielo, él mismo se sentía una figura destartalada.
—Mira —dijo Lynn—. ¿Y así?
La cabellera suelta y ondulada del avatar cambió y dejó ver un peinado recogido.
—Mejor —contestó él.
—¿De verdad? —Lynn dejó caer los hombros—. Mierda, lo he llevado recogido todo el día. Pero tienes razón. A menos que...
El avatar presentó ahora una blusa ajustada de color azul turquesa, combinada con un pantalón de tono achampanado.
—¿Y así?
—¿Qué ropas son ésas? —quiso saber Tim.
—Mimi-pijadas. La actual colección de Mimi Parker, Mimi Kri se llama. Ha traído todos sus cachivaches, y me ha obligado a prometerle que llevaría puesto alguno de ellos. Su catálogo es compatible con la mayoría de los programas de avatar.
—Entonces, ¿el mío también podría llevar esa ropa?
—Siempre y cuando pudiera coserse sobre orugas y palas de buldóceres. Qué chorrada, Tim, sólo funciona con avatares humanos. El programa, por cierto, es implacable. Cuando estás demasiado gorda o eres demasiado bajita para las creaciones de Mimi, se niega a hacer los cálculos. El problema es que la mayoría de la gente embellece tanto sus avatares que en el ordenador todo encaja y luego, aun así, el aspecto es un desastre.
—Ellos mismos tienen la culpa —dijo Tim, entornando los ojos—. ¡Oye, pero tu avatar tiene un trasero demasiado pequeño! La mitad del tuyo. No, un tercio. ¿Y dónde está tu tripa? ¿Y tu celulitis?
—Idiota —rió Lynn—. ¿A qué has venido en realidad?
—Oh, nada.
—¿Nada? ¿Ésa es una razón para venir a visitarme?
—Bueno —dijo él, vacilante—. Amber me dijo que estaba exagerando con mis preocupaciones.
—No, está bien.
—No tenía intenciones de sacarte de quicio antes.
—Es amable de tu parte que te preocupes. De verdad.
—No obstante, tal vez... —Tim se retorció las manos—. ¿Sabes una cosa? Yo le achaco a Julian una absoluta ceguera en lo que a su entorno se refiere. Puede que él sea capaz de seguir el rastro de átomos aislados en una estructura espacio-tiempo, pero cuando estés muerta delante de él en tu tumba, se quejará porque no lo has escuchado como es debido.
—Estás exagerando.
—En cualquier caso, no tengo en cuenta aquella crisis. Recuérdalo.
—De eso hace cinco años —dijo Lynn suavemente—. Y él no tenía experiencia previa.
—Tonterías. ¡Él lo negó! ¿Qué experiencia especial se necesita para reconocer un desplome con depresiones y ataques de angustia sino reconocer lo que hay? En el universo de Julian, nadie se desploma, ése es el punto. Él sólo conoce superhéroes.
—Tal vez le falte cierto regulativo. Tras la muerte de mamá...
—La muerte de mamá ocurrió hace diez años, Lynn. ¡Diez años! Y desde que fue consciente de que ella, en algún momento, había dejado de respirar, de hablar, de comer y de pensar, se puso a follar por ahí y...
—Eso es asunto suyo. De verdad, Tim.
—Sí, me callaré la boca —dijo el hermano, mirando al techo, como si pudiera encontrar allí algunos indicios sobre el verdadero motivo de su visita—. En realidad sólo he venido para decirte que tu hotel es fantástico. Y que me alegra hacer este viaje.
—Eres un cielo.
—¡En serio! Lo tienes todo bajo control. ¡Todo está organizado fabulosamente! —Tim sonrió—. Hasta los invitados son soportables en cierta medida.
—Si alguno no te cae bien, lo arrojaremos al vacío —dijo su hermana entornando los ojos, y añadió con voz funesta—: ¡En el espacio nadie te oye gritar!
—¡Uhhhh! —rió Tim.
—Me alegra que vengas con nosotros —añadió ella en voz baja.
—Lynn, prometí cuidar de ti, y es lo que estoy haciendo. —Tim se levantó, se inclinó hacia su hermana y le dio otro beso—. Bueno, hasta ahora. Ah, y ponte el pantalón con la blusa. Con ellos, el pelo suelto se ve de maravilla.
—Era eso, exactamente, lo que quería oír, hermanito.
Tim se marchó. Lynn hizo que su avatar siguiera modelando un poco más y se probara algunas joyas. Tradicionalmente, los avatares eran asistentes virtuales, programas convertidos en personajes que ayudaban a organizar la vida cotidiana de gente muy atareada, y creaban la ilusión de tener un colega, un mayordomo o un compañero de juegos. Administraban datos, recordaban citas, proporcionaban informaciones, navegaban por la red y hacían propuestas que se correspondían con el perfil de personalidad de sus usuarios. No había límites para su diseño, de lo que formaba parte también el clonarse virtualmente, ya fuera porque uno estaba enamorado de sí mismo o, sencillamente, para ahorrarse el viaje hasta la
boutique.
Al cabo de cinco minutos, Lynn telefoneó a Mimi Parker. El avatar se encogió y la imagen se congeló, y en su lugar apareció en la pantalla holográfica la californiana, que chorreaba agua y llevaba una toalla alrededor de las caderas.
—Acabo de salir de la ducha —dijo a modo de disculpa—. ¿Has encontrado algo bonito?
—Esto —dijo Lynn, y le envió un archivo JPEG del avatar, que pudo verse en el monitor de la Parker al instante.
—Oh, buena elección. Te queda estupendo.
—Muy bien. Se lo diré a los del servicio. Pronto irá alguien a recogerlo a tu habitación.
—Vale. Entonces, hasta luego.
—Sí, hasta luego —sonrió Lynn—. ¡Y gracias!
La proyección desapareció. Al mismo tiempo desapareció la sonrisa de Lynn. Su mirada se extravió. Con expresión vacía, miró fijamente hacia adelante y recapituló en su mente el último comentario de Julian antes de que ella abandonara la terraza mirador: «Estoy muy orgulloso de ti. Lo puedes todo. Eres la más grande. Eres perfecta.»
Perfecta.
¿Por qué ella entonces no se sentía así? La admiración de su padre hacia ella pesaba sobre Lynn como una hipoteca sobre una casa de brillante fachada y tuberías y cables en mal estado. Desde que había entrado en la suite, ésta se había vuelto como de cristal, como si el suelo pudiera resquebrajarse bajo sus pies. Lynn se incorporó, corrió al cuarto de baño y tomó dos pequeñas pastillas verdes que ingirió con avidez. Luego se quedó pensativa y se tomó una tercera.
«Respirar, sentir el cuerpo. Respirar bien con el diafragma.»
Después de pasar un rato mirándose fijamente al espejo, sus ojos se deslizaron hasta sus dedos. Éstos rodeaban el borde del lavabo, en el dorso de sus manos destacaban los tendones. Sopesó brevemente la posibilidad de arrancar el lavabo de su anclaje, algo que de todos modos no conseguiría, sólo que eso le evitaría ponerse a dar gritos.
«Eres la más grande. Eres perfecta.»
«Que te den, Julian», pensó.
En ese preciso instante sintió cómo una cálida oleada de rubor recorría su cuerpo. Con el corazón palpitante, se dejó caer al suelo e hizo, entre jadeos, treinta flexiones. Encontró en el bar una botella de champán y se bebió una copa, aunque normalmente eran pocas las veces que tomaba alcohol. El agujero negro que se había abierto ante ella sin previo aviso empezó a cerrarse de nuevo. Llamó al personal de servicio, les ordenó que fueran a la suite de Mimi Parker y se metió debajo de la ducha. Un cuarto de hora más tarde, cuando entró en el ascensor vistiendo la blusa y el pantalón, con el pelo suelto, ya aguardaba dentro Aileen Donoghue, que parecía haber estado esperándola. De los lóbulos de sus orejas colgaban dos bolas navideñas. El profundo valle de su busto devoraba un collar.