Authors: Schätzing Frank
—Oh, no puedo hacer eso —dice Grand Cherokee, asustado—. Ella nunca lo...
—Es por su propia seguridad —añade Xin bajando la voz—. Entre nosotros, la policía podría aparecer por aquí. Y no quiero que encuentren nada que incrimine a Yoyo.
—Sí, claro. Sólo que...
—Entiendo. —Xin hace ademán de guardar el dinero.
—No, espere... Yo...
—¿Sí?
Grand Cherokee mira el dinero y trata de comunicarle algo a Xin sin decir palabra. Su deseo es evidente. El lenguaje de la avaricia no necesita palabras. Xin mete de nuevo la mano en su chaqueta e incrementa la cantidad. El joven se muerde el labio inferior, coge los billetes y le hace un gesto con la cabeza para que entre.
—Es la última puerta a la derecha. ¿Quiere que le...?
—No, gracias. Me las arreglaré. Y como te he dicho... Si tuvieras algún indicio...
—¡Los tengo! —Los ojos de Grand Cherokee comienzan a brillar—. Sólo debo hacer un par de llamadas, localizar a algunas personas. ¡Oiga, lo llevaré hasta Yoyo tan pronto como sea posible! Sólo que...
—¿Sí?
—Tal vez necesite sobornar a alguna gente.
—¿Hablamos de un anticipo? —Algo así.
Xin ve la mentira reflejada en los ojos de Grand Cherokee. «Tú no sabes nada —piensa—, pero al menos cabe la posibilidad de que averigües algo movido por tu codicia. De cualquier manera, contactarás conmigo. Estás loco por cobrar tu parte.» Xin pone dos billetes más en las manos de su interlocutor y se marcha.
Eso había sido el día anterior.
Hasta ahora el joven no lo había llamado, pero Xin no estaba preocupado. Contaba con la llamada en algún momento durante la tarde. Entonces dedicó toda su atención al sushi, hecho exclusivamente a base de atún, salmón y macarela, todos de una calidad impresionante. A la cocina del restaurante japonés situado en la planta cincuenta y seis de la torre Jin Mao podían ponérsele pocos reparos, salvo, quizá, ciertos descuidos a la hora de disponer los platos. El restaurante pertenecía al Jin Mao Grand Hyatt, que ocupaba toda la planta cincuenta y tres del que otrora fue el edificio más alto de China. Entretanto, la torre había quedado varias veces superada en altura sólo dentro de la propia ciudad de Shanghai, la primera vez en el año 2008, a cuenta de su edificio vecino, el World Financial Center, que también albergaba un Hyatt; sin embargo, el ambiente añejo de la vencida torre tenía aún cierto aire exorbitante. Reflejaba la época en que China había empezado a buscar una nueva concepción de sí misma a través de una combinación de las tres C: comunismo, confucianismo y capital, y terminó encontrándola tanto en ciertas reminiscencias de su pasado imperial como en la estética del art déco del colonialismo. A Xin le gustaba aquello, si bien tenía que admitir que se vivía con más estilo en los edificios situados al otro lado. Lo que lo había llevado hasta allí era la idea de poder someter su existencia a un concepto no impregnado por emociones, sino por la fría aceptación de los principios del orden, que era, a fin de cuentas, la fórmula secreta de la perfección. Kenny Xin había nacido en el año 1988, y la torre Jin Mao estaba tan relacionada con el número ocho como un hombre con su genoma. A los ochenta y ocho años de edad, Deng Xiaoping había aprobado el diseño del edificio; el 28 de agosto de 1998 tuvo lugar su inauguración. Los ochenta y ocho pisos de la torre se apilaban unos sobre otros y formaban una estructura en la que cada segmento era un octavo más estrecho que la base, con sus dieciséis plantas. Las vigas de acero sobre las que descansaba la torre medían ochenta metros. En cada detalle podía identificarse la presencia del ocho. Hasta el año 2015, el edificio contó con un total de setenta y nueve ascensores, una mácula en cuyo auxilio acudió la instalación de un ascensor adicional.
Por supuesto, quedaban algunos detalles que afeaban la, por lo demás, modélica concepción inicial. Por ejemplo, el hecho de que la torre, en caso de tormenta o terremoto, oscilara como máximo unos setenta y cinco centímetros. Xin se preguntaba cómo era posible que los constructores no se hubieran percatado de ese error, un intruso en aquel modelo de belleza matemática. Xin no era arquitecto. Quizá las cosas no podían ser de otro modo, pero ¿qué eran cinco centímetros frente a la primacía de la perfección? Ante el orden del cosmos, hasta una obra como la torre Jin Mao se parecía al desorden en el cuarto de un niño.
Con sus dedos bien cuidados, Xin desplazó la bandeja de sushi hacia la izquierda, luego colocó la botella de cerveza Tsingtao y el vaso detrás, a la misma distancia. Así le gustaba más. Nada más ajeno a su voluntad que rendir tributo a los obscenos principios del orden de la gente que solía colocarlo todo en un ángulo recto. De vez en cuando, él era capaz de vislumbrar el más puro orden dentro de un caos aparente. Nada había más perfecto que la homogeneidad absoluta, sin superficies rugosas, del mismo modo que una mente absolutamente en blanco equivalía al ideal cósmico, y cada pensamiento era igual a un acto de contaminación, a menos que uno lo invocara de manera consciente y luego lo soltara de nuevo, a su arbitrio. Controlar la mente equivalía a controlar el mundo. Xin sonrió mientras hacía nuevas correcciones que lo llevaron, por ejemplo, a mover de su sitio el pequeño cuenco con la salsa de soja, a girar unos pocos grados el florero con la orquídea solitaria y a separar los palillos y colocarlos en posición paralela delante de él. ¿Acaso Shanghai, a su manera, no constituía un caos maravilloso? ¿O era más bien un orden de la arbitrariedad que se revelaba únicamente al observador entrenado, como un plan secreto?
Xin separó algunos granos de arroz sobre la tabla de madera hasta que quedó satisfecho con su aspecto.
Sólo entonces empezó a comer.
Mirando en retrospectiva, a Jericho su vida en China se le antojaba una caótica sucesión de actos temerarios y huidas, rodeado por paredes insonorizadas y obras en construcción, a cuya sombra él se esforzaba, con la laboriosidad de un animal que cava su propia guarida, por mejorar su situación financiera. Al final, el trabajo duro había dado sus resultados. Su banquero empezaba a hablarle con el tono de un amigo. Continuamente le llegaban documentos sobre inversiones en barcos, plantas para el tratamiento de aguas, centros comerciales y rascacielos. Todo el mundo parecía estar dispuesto a familiarizarlo con las posibilidades de invertir su dinero. Acogido en el seno de la mejor sociedad, respetado y agotado por el exceso de trabajo, Jericho reposaba sobre lo conseguido en todo ese tiempo con una pesantez de plomo, demasiado cansado para añadir un último capítulo a la cronología de su vida nómada y mudarse a un lugar en el que valiera la pena envejecer. Aquel paso llegaba con retraso, la idea de hacer de nuevo las maletas lo narcotizaba, por lo que prefería tumbarse por las noches en el sofá mientras los reflectores y el ruido de las obras en construcción lamían las cortinas, ver alguna película y recitar de nuevo el mantra de «Tengo que salir de aquí» para quedarse dormido con él.
Era el momento en que Jericho empezaba a dudar seriamente del sentido de su existencia.
Sin embargo, no había dudado cuando Joanna lo había llevado a Shanghai para, tres meses más tarde, dejarlo plantado. Tampoco había dudado cuando cobró consciencia de que no tenía dinero para el vuelo de regreso ni para abrir de nuevo la tienda que acababa de cerrar en Londres. No había dudado ni siquiera en su primer alojamiento en Shanghai, viviendo sobre alfombras húmedas e intentando cada mañana exprimir de la ducha unos pocos litros de agua sucia, mientras las ventanas tintineaban ligeramente a causa del incesante tráfico de la vía rápida de dos niveles que pasaba directamente por delante del edificio.
En aquella ocasión se había dicho que las cosas no podían sino mejorar.
Y así había sido.
Al principio, Jericho ofreció sus servicios a las empresas extranjeras que habían llegado a Shanghai para hacer negocios. Muchas de ellas no encontraban sostén en el frágil marco de la legislación china sobre la protección de la propiedad intelectual. Se sentían espiadas y estafadas. Con el tiempo, sin embargo, aquella mentalidad de autoservicio del dragón chino había dado paso a una etapa de profunda contrición. A principios del milenio, China plagiaba con desenfado todo cuanto los piratas informáticos eran capaces de sacar de los bancos globales de ideas, pero los propios empresarios chinos empezaron a desesperarse cada vez más por la incapacidad de su gobierno para proteger sus ideas. «Nos pareció digno de imitación», decían, lo que era una versión amable de «Por supuesto que le hemos robado, pero le admiramos por haberlo inventado». Durante años se rechazaron con indignación los reproches de los
narices largas,
que planteaban que ciertas empresas e instituciones chinas les habían estado robando su propiedad intelectual. A veces el gobierno ni siquiera se dignaba comentar tales acusaciones; sin embargo, Jericho comprobó que eran especialmente esas empresas chinas las que mayor necesidad tenían de contratar a detectives cibernéticos. Los empresarios nacionales reaccionaron con entusiasmo al hecho de que Jericho, durante su labor para Scotland Yard —cuando había colaborado en la creación del Departamento de Delitos Cibernéticos—, se hubiera lanzado a una lucha sin cuartel contra ellos mismos. Les parecía que sólo podía redundar en su beneficio que sus patentes estuvieran protegidas por alguien que con tanto acierto había sabido ponerles freno en el pasado.
Pero el problema —¡un problema que era como un monstruo inquieto, proliferante, infinitamente voraz y prácticamente incontrolable!— consistía en que la élite creativa de China había estado devorándose a sí misma mientras seguía esperando la imposición de un sistema de protección de la propiedad intelectual que fuera viable y reconocido tanto a nivel nacional como internacional. Aunque era algo sabido desde siempre, a nadie le había interesado realmente que el capitalismo —prácticamente reinventado por China— se basaba en los derechos de propiedad, que una economía cuyo capital más importante era el
know-how
no podía existir sin la protección de marcas, patentes y derechos de autor, y todo ello duró hasta que ese propio capitalismo se vio víctima de las circunstancias. Entretanto, el mayor perjuicio económico causado por el espionaje chino lo estaba experimentando la propia China. Cada uno cavaba en el jardín del otro, preferiblemente con una pala electrónica. La cacería tenía lugar en la red global, y Owen Jericho estaba entre los cazadores contratados por otros cazadores que tenían la impresión de estar siendo cazados.
Después de que Jericho se convirtió en parte de esa red, sin la cual no se hacían favores ni se cerraban negocios en China, su ascenso se consumó con la dinámica de un cohete en despegue. Se había mudado cinco veces en cinco años, dos por voluntad propia, y las otras veces porque el edificio donde vivía en ese momento, por razones que jamás pudo memorizar, debía ser demolido. Se mudó a barrios mejores, a calles más amplias, a edificios más bonitos, se fue acercando cada vez más a la materialización de su sueño: ocupar una de aquellas casas rehabilitadas de estilo
shikumen,
con sus cercas de piedra y sus apacibles patios interiores en el vibrante corazón de Shanghai, y aunque a veces tuviera que hacer algunas concesiones, jamás le cupo la menor duda de que algún día lo lograría.
Un buen día, su banquero le preguntó por qué no se decidía de una vez. Jericho respondió que aún no había llegado el momento, que algún día sería. El banquero lo puso al corriente sobre el estado de su cuenta y le dijo que ese día había llegado. Jericho se dio cuenta entonces de que el exceso de trabajo no lo había dejado ver las muchas posibilidades que ahora se le ofrecían, así que salió del banco y regresó a casa como atontado.
No se había dado cuenta de que había llegado el momento.
Con esa certeza llegaron también las dudas. Éstas reivindicaban el haber estado siempre allí, aunque él se hubiera negado a afrontarlas. Le susurraban: «¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Cómo has llegado hasta este sitio? ¿Cómo pudo pasarte esto?»
También le sugerían que todo había sido en vano, y que la peor situación en la que podía verse un ser humano era haber alcanzado su meta. La esperanza florecía bajo el amparo de lo provisional, a menudo durante toda la vida. Ahora, de repente todo se volvía vinculante. Debía convertirse en un habitante de Shanghai, pero ¿había querido serlo alguna vez? ¿Vivir en una ciudad a la que nunca se habría mudado sin Joanna?
«Mientras estuviste en el camino —le decían las dudas—, jamás tuviste que preocuparte por la meta. Bienvenido al reino de lo vinculante.»
Por último —ya por entonces vivía en un representativo edificio de varios pisos situado en la retaguardia de Pudong, el distrito de los negocios, cuya única mácula consistía en la construcción de otros altos edificios alrededor, con el correspondiente ruido y el fino polvo color marrón que se depositaba en las rendijas de las ventanas y en las vías respiratorias—, fue necesario un nuevo desalojo de la administración municipal para sacarlo de su letargo. Dos hombres sonrientes le hicieron una visita, se hicieron servir un té y le explicaron que el edificio donde vivía debía ceder su sitio a otra edificación totalmente nueva y magnífica. Si lo deseaba, le reservarían con sumo gusto una plaza en el nuevo inmueble. A lo largo del año, sin embargo, sería inevitable una nueva mudanza. Mientras tanto, el ayuntamiento estaba muy feliz de poder proporcionarle al señor Owen Jericho un piso cerca de Luchao Harbour City, a tan sólo unos sesenta kilómetros a las afueras de Shanghai, un lugar que no podía considerarse realmente parte de la periferia en una metrópoli que, en su proceso de expansión, acogía cariñosamente entre sus brazos a otras ciudades. Ah, y en un plazo de cuatro semanas querían empezar las obras, así que si él, hasta entonces... Bueno, él ya sabía. No era la primera vez, y ellos lo sentían mucho, aunque en realidad no sentían nada.
Jericho había mirado fijamente a aquellos dos delegados, al tiempo que experimentaba la maravillosa certeza de estar despertando de un coma. El mundo empezó a oler nuevamente, cobró sabor, se hizo palpable. Agradecido, había estrechado la mano de aquellos hombres perplejos y les había asegurado que le habían prestado un gran servicio y que, desde ese punto de vista, podían enviarlo a Luchao Harbour City cuando quisieran. Seguidamente telefoneó a Tu Tian y, cumpliendo con todo el ritual de la cortesía, le preguntó si conocía a alguien que conociera a alguien que, a su vez, supiera si en algún animado rincón de Shanghai había alguna casa
shikumen
rehabilitada o de nueva construcción que estuviera libre para ser ocupada a muy corto plazo. El señor Tu, que se vanagloriaba de ser el cliente más satisfecho de Jericho y, al mismo tiempo, se consideraba un buen amigo del detective, era la persona adecuada para hacer averiguaciones de esa índole. Dirigía un mediano consorcio de tecnología, mantenía muy buenas relaciones con las autoridades de la ciudad y siempre se mostraba alegremente dispuesto a «averiguar».