Authors: Schätzing Frank
Evelyn Chambers intentó aquietar el ritmo de su respiración. Al final, la estrechez del módulo de alunizaje se le había vuelto insoportable. La noche anterior había soñado frenéticamente. Unas fuerzas superiores habían abierto el
Charon
con un enorme abrelatas, dejando a sus tripulantes a merced del vacío, que ahora se revelaba como una multitud de criaturas lejanamente parecidas a seres humanos que los miraban boquiabiertas y que, además, ¡estaban todas en pelotas! Sí, era una tontería, pero así y todo... Con una coloración verde y azulada, el tobillo de Miranda Winters había quedado marcado en su cadera. ¡Estaba harta, allí dentro! Por eso, tanto más le asombraba ahora el verdadero tamaño de la nave alunizada, que se veía descollar en la anchura del aeródromo. Era una imponente torre montada sobre unos sólidos trípodes, casi como un pequeño edificio. Se veían otras naves espaciales repartidas por el área, algunas con las escotillas abiertas y los interiores vacíos, a la espera en ese momento de acoger su carga. Algunos aparatos más pequeños estiraban sus patas de araña o miraban a ninguna parte con sus ojos de cristal. A Chambers le vino a la mente la imagen de un repelente de insectos.
—Por el aspecto de los habitantes de la base, verán que nadie se acercará a estrecharles la mano —dijo Black—. Aquí sólo se sale al exterior cuando es absolutamente imprescindible. A diferencia de ustedes, las personas permanecen seis meses en la Luna. Una semana de radiación cósmica no puede hacerles daño, siempre y cuando no se vean ustedes sin protección en medio de una tormenta solar. Pero las estancias de larga duración son otro cantar. Dado que vamos a visitar la base el día de nuestra partida, hoy no habrá ningún comité de bienvenida.
Uno de los robots con aspecto de abejorro se puso en movimiento como activado por una mano fantasma, enfiló hacia el
Charon
y sacó de su compartimento de carga unos grandes contenedores de color blanco.
—Es su equipaje —les explicó Hedegaard—, que aquí arriba está expuesto al vacío; pero no tengan miedo, esos contenedores están presurizados. De otro modo, sus cremas nocturnas se derramarían sobre sus camisetas. Vengan por aquí.
Fue como sumergirse en el agua, pero sin la presión reinante en el entorno líquido. Excitada, Chambers se dio cuenta de que ya no pesaba sesenta y seis kilos, sino tan sólo once, lo que prometía una sextuplicación de su fuerza corporal. Ligera como una niña de tres años, fuerte como una supermujer, llevada en brazos por una oleada de felicidad infantil, siguió a Black en dirección al ascensor, entró saltando en la espaciosa jaula y vio emerger de nuevo los módulos habitables de la base cuando ascendieron por encima del borde de la valla de protección y entraron en la plataforma de la terminal ferroviaria. Había varias vías férreas por allí arriba. Un tren vacío e iluminado los esperaba, bastante parecido a un tren de levitación magnética como los de la Tierra, sólo que su forma era menos aerodinámica, lo que, curiosamente, le confería cierto aspecto anticuado. Además, ¿para qué hacerlo aerodinámico? Allí arriba no había viento, ni siquiera había aire.
Evelyn miró a lo lejos.
Las impresiones la asediaban, como en un ataque. Grandes secciones del entorno podían verse muy bien desde allí arriba. Era una altiplanicie. Había colinas y crestas, la silueta recortada de las alargadas sombras; había cráteres como piscinas llenas de tinta negra; un sol blanco y resplandeciente, rasante, disolvía los contornos del horizonte, y el paisaje contrastaba con el espacio como un decorado de teatro. No había bruma, ni atmósfera que difuminara la luz, todo parecía al alcance de la mano, no importaba la distancia real a la que estuvieran los objetos, sus contornos eran nítidos. Más allá del aeródromo, las vías del tren magnético giraban hacia un valle cubierto de una negrura espesa y, gracias a la altura de sus pilares, se reafirmaban durante un rato frente a la oscuridad, para luego ser tragadas por ella sin previo aviso.
—No nos encontramos ni a quince kilómetros del polo norte geográfico de la Luna —dijo Black—. Estamos sobre una meseta situada en el borde noroccidental del cráter Peary, donde éste colinda con su vecino, el Hermite. A la región se la conoce con el apodo de «montaña de la Luz Eterna». ¿Alguien tiene idea de por qué?
—Explícalo en términos sencillos, Peter —dijo Julian suavemente.
—Pues bien, a principios de la década de 1990, empezó a despertarse un interés muy particular por los polos lunares, a raíz de que se comprobó que los bordes de los cráteres y las cumbres estaban permanentemente bañados por la luz del Sol. El problema de una base lunar habitada siempre había sido el suministro de energía, y se quería evitar trabajar con reactores nucleares. Ya en la Tierra había muchísimas iniciativas en contra, pues se temía que una nave espacial con un reactor de esa índole a bordo pudiera despeñarse y caer sobre una región poblada. Cuando se planeó la estación, el helio 3 era aún una opción muy vaga, por lo que se seguía apostando por la energía solar. Sólo que los colectores solares son un invento magnífico, pero totalmente inservibles de noche. Durante algunas horas se pueden recargar con baterías, pero la noche lunar dura catorce días. Fue entonces cuando los polos atrajeron la atención de todos. Es cierto que aquí el rendimiento de la luz es algo menor que en el ecuador, ya que los rayos solares inciden en una línea demasiado inclinada, pero en cambio se los tiene a disposición todo el tiempo. Si fijan su mirada en esas alturas, verán campos enteros de colectores que ajustan su posición todo el tiempo según la inclinación del Sol.
Black hizo una pausa y les dejó tiempo para que examinaran las colinas en busca de los colectores.
—No obstante, los polos no tienen la posición ideal para instalar una base. La altura del Sol es demasiado inclinada, como ya hemos dicho, están bastante alejados del tiro, por lo que era preferible instalar el telescopio lunar en la cara oculta. Los críticos censuran, además, que inmediatamente antes de empezar a construir la base, la explotación del helio 3 ya era una posibilidad tangible, de modo que deberían haberse echado por la borda los planes iniciales y haber construido la base allí donde preferían tenerla, abastecida todo el tiempo por un reactor de fusión. En efecto, suena paradójico que el helio 3 no fuera utilizado precisamente en la Luna, sino que se siguiera con los planes originales. Existe, sin embargo, otra razón que habla en favor de los polos: la temperatura. Para las circunstancias de la Luna, ésta es allí moderada, entre unos cuarenta y sesenta grados constantes al Sol, mientras que en el ecuador, en pleno mediodía, oscila sobre los cien grados. Por las noches, en cambio, el termómetro baja hasta menos ciento ochenta grados. No hay ningún material al que le gusten esas variaciones, que lo harían dilatarse desmedidamente y luego encogerse, con lo cual se volvería quebradizo, se agujerearía. Y una reflexión más que favorecía a los polos: en un lugar donde el Sol pasa tan rasante por encima del horizonte, tenía que haber regiones que jamás fueran iluminadas por el astro rey. En caso de que sí, existía la perspectiva de encontrar en ellas algo que en realidad no podía haber en la Luna: agua.
—¿Y por qué no puede haberla aquí? —preguntó Winter—. ¿Por qué no hay por lo menos un río o un pequeño lago?
—Porque se evaporaría de inmediato bajo el Sol y desaparecería en el espacio. La gravedad lunar no basta para retener los gases volátiles, y ésa es una de las razones por las que la Luna no tiene atmósfera. Sólo podía contarse con la presencia de agua congelada en esas zonas eternamente oscuras, enlazada a nivel molecular con el polvo lunar, llegada aquí con algunos meteoritos. La existencia de esos abismos permanentemente cubiertos de sombras podía demostrarse de manera rápida, como esos agujeros de impacto en la base del cráter Peary, es decir, al doblar la esquina. Y, en efecto, algunas mediciones parecían confirmar la presencia de agua, lo que habría favorecido de un modo considerable la construcción de una compleja infraestructura. La alternativa era bombearla desde la Tierra, lo que es una locura sólo por su coste.
—¿Y se ha encontrado agua? —preguntó Rogachov.
—Hasta ahora, no. Se han encontrado, eso sí, grandes cantidades de hidrógeno depositado, pero no agua. No obstante, la base se erigió aquí porque de ese modo el transporte desde la Tierra, gracias al ascensor espacial, era más sencillo y económico de lo previsto. Ahora llega en tanques hasta la OSS y, desde allí, el volumen ya no desempeña ningún papel. No obstante, se sigue buscando fervorosamente cualquier rastro de H
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0. Además —Black señaló a lo lejos, hacia la estructura en forma de bidón—, se ha empezado la construcción de un pequeño reactor que funciona con helio 3, como una reserva para la creciente demanda energética de la base.
—Pues, para ser sincera —comentó Momoka Omura con tono de crítica—, me había imaginado una base lunar como algo más imponente.
—A mí me parece muy imponente —dijo Hanna.
—Y a mí —exclamó Winter.
—Absolutamente —confirmó Nair, riendo—. ¡Todavía no puedo creer que esté aquí, en la Luna, que haya seres humanos viviendo aquí! Es algo único.
—Pues esperen a ver el Gaia —dijo Lynn en tono misterioso—. Probablemente luego no querrán marcharse.
—Si tiene el mismo aspecto que ese montón de trastos de ahí abajo, querré marcharme de inmediato —resopló Momoka Omura.
—Oye, corazón —dijo Locatelli en un tono más acre que de costumbre—, estás ofendiendo a los anfitriones.
—¿Por qué? Yo sólo...
—Hay ocasiones en que hasta tú deberías cerrar el pico, ¿no te parece?
—¿Cómo? ¡El pico lo cerrarás tú!
—Te gustará el hotel, Momoka —dijo Lynn, apresurándose a intervenir—. ¡Te gustará mucho, incluso! Y no, no tiene el mismo aspecto que la base lunar.
Chambers sonrió. Por cuestiones de oficio, le alegraban las pequeñas rencillas como ésa, sobre todo teniendo en cuenta que Locatelli y su musa japonesa mostraban casi siempre unanimidad en cuanto se trataba de poner verdes a otros. De todos modos, tenía planes de pedirle a Locatelli que acudiera a una de sus próximas emisiones, que pensaba titular «La guerra de los pequeños salvadores del mundo. Cómo el fin del ramo del petróleo atiza las luchas de poder entre quienes ofrecen energías alternativas». Tal vez se podría insertar alguna que otra pregunta privada en el entramado de la conversación.
Chambers siguió a Black con el mejor humor.
Subieron al tren a través de una esclusa presurizada y se deshicieron de los cascos y los blindajes. El aire había sido acondicionado a una temperatura agradable, y las dimensiones de los asientos eran las apropiadas para acoger el sobrepeso, como comprobó Rebecca Hsu, entre suspiros que pretendían despertar la compasión de los presentes. Así se lo comentó Evelyn a Amber Orley, con la que Chambers apenas había charlado hasta el momento. Amber, sin embargo, era amable con todo el mundo, y hasta el propio hijo de Julian, al principio un tanto retraído, se había revelado como una persona afable, si no se tenía en cuenta la preocupación plomiza que lo afectaba en lo relativo a su hermana. Esa preocupación les estropeaba el buen humor a él y a su mujer; además, parecía hacer mella en la relación de Tim con su padre. Nada de eso se le había escapado a Chambers. Desde su punto de vista, Lynn había simulado aquel ataque de mal del espacio en el Picard. Algo le pasaba a esa chica, y Chambers estaba decidida a averiguarlo. Mukesh Nair había acaparado a Tim y le hacía saber cuánto gozaba de la vida, de modo que Chambers se sentó junto a Lynn.
—A menos que quiera usted que su marido...
—¡No, de ningún modo! —dijo Amber, acercándose—. Estamos en la Luna. ¿No es grandioso?
—¡Es total! —afirmó Chambers.
—Y primero el hotel —dijo Amber haciendo girar los ojos con dramatismo.
—¿Usted ya lo conoce? Hasta ahora han hecho un misterio enorme de ello. No hay fotos, ni películas...
—Hay momentos, aunque raros, en los que la parentela tiene alguna ventaja. Lynn nos enseñó los planos.
—¡Reviento de curiosidad! Eh, ya nos movemos.
De manera imperceptible, el tren se había puesto en movimiento. Una música etérea inundó el espacio interior, una música suave y dilatada, como si la orquesta tocase bajo los efectos de alguna droga.
—Precioso —dijo Eva Borelius detrás de Chambers—. ¿Qué pieza es?
—Aram Jachaturian —respondió Rogachov—. Adagio para solo de violonchelo y cuerdas, de la suite
Gayaneh.
—Bravo, Oleg —dijo Julian dándose la vuelta—. ¿Puede decirme también qué grabación es?
—Supongo que será la Filarmónica de Leningrado bajo la dirección de Guenadi Rozhdéstvenski, ¿no?
—Dios mío, qué culto —exclamó Borelius, que parecía totalmente perpleja—. Usted sí que es un conocedor.
—Conozco sobre todo las preferencias de nuestro anfitrión por cierta película —dijo Rogachov, inusualmente alegre—. Digamos que he venido preparado.
—No sabía que se interesaba usted tanto por lo clásico...
—Pues no —se le oyó decir a Olympiada—, la verdad es que uno no lo cree capaz de tanto.
«Uy —pensó Evelyn Chambers—. Esto se pone cada vez más interesante.»
Lynn se apostó en el pasillo intermedio.
—Tal vez les haya llamado la atención —dijo la hija de Julian hablando por un pequeño micrófono— que siempre me toque a mí hablar cuando se trata de las comodidades del alojamiento. Les anticipo que lo que van a vivir en este viaje tiene carácter de premier. Ustedes fueron los primeros huéspedes en el hotel Stellar Island, y ahora serán los primeros en pisar el Gaia. Con ello, automáticamente, están disfrutando, en primicia, de un viaje en el expreso lunar que recorrerá los mil trescientos kilómetros que nos separan del hotel en menos de dos horas. La verdadera función de la estación que acabamos de dejar atrás es la de un lugar de transbordo. En el Mare Imbrium o mar de las Lluvias, situado al noroeste, extraen el helio 3. A través de las vías férreas llegan hasta aquí los tanques, se cargan en las naves espaciales y son enviados a la OSS. La vía de los trenes de carga discurrirá durante un tiempo paralelamente a la nuestra, pero luego, poco antes de que lleguemos a nuestro objetivo, se desviará hacia el oeste, de modo que es probable que nos crucemos con algún tren de mercancías durante el camino.
En las ventanas laterales podía verse todavía el aeródromo con sus muros de protección. El tren magnético aceleró, se alejó de la base describiendo una amplia curva descendente y avanzó hacia el reino de sombras del valle.