Authors: Schätzing Frank
A todos esos influjos estaba expuesta la Luna, indefensa desde que la Tierra, a raíz de sus desposorios con un pequeño planeta llamado Gaia, la engendró. Constantemente, el aliento del Sol la rozaba. Ningún campo magnético desviaba el flujo de partículas cargadas de energía, y aunque éstas sólo penetraban a unos pocos micrómetros de profundidad, el polvo lunar estaba saturado hasta el fondo de ellas, removidas una y otra vez por cuatrocientos cincuenta mil millones de años de impactos de meteoritos que habían sacado a la superficie lo que yacía en lo más profundo. Desde que el satélite cobró su forma, había tragado tanto plasma solar que éste bastaba para atraer a una humanidad ávida de materias primas, que ahora llegaba hasta ellos con naves espaciales y máquinas extractoras, con el propósito de arrancarle su herencia.
A veces se producían tormentas en el Sol.
Entonces su cuerpo se cubría de manchas, imponentes arcos de plasma se tensaban sobre los océanos de su brasa, y el Sol lanzaba al espacio una radiación incrementada miles de veces, mientras el viento solar cobraba proporciones de huracán y recorría el sistema solar al doble de velocidad. Durante esas tormentas era recomendable confiar a los astronautas a la protección de sus alojamientos y, a ser posible, no andar vagando por ahí en una nave espacial. Cualquier partícula ionizada que chocara contra una célula humana dañaba la sustancia genética de un modo irreparable. Cada once años aparecían los huracanes solares con una frecuencia concentrada; en 2024 habían paralizado por un tiempo el tráfico de transbordadores y habían obligado a los habitantes de la base lunar a meterse bajo tierra. Ni siquiera a las máquinas les gustaban esas tormentas de partículas, ya que dañaban su recubrimiento exterior, borraban los datos almacenados en sus microchips, provocaban conexiones erróneas y desataban reacciones en cadena indeseadas.
Las tormentas solares —en eso todos estaban de acuerdo— constituían el mayor riesgo de la navegación espacial tripulada.
El 26 de mayo de 2025, la respiración del Sol era tranquila y acompasada.
Como era habitual, se vertía sobre la heliosfera, llegaba hasta Mercurio, se mezclaba con el dióxido de carbono de Venus y de Marte, con el aire de la Tierra, atravesaba las fundas de gas que envolvían Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, se depositaba sobre las superficies de sus satélites y llegaba también, claro está, hasta el satélite terrestre, la Luna terrestre, cada partícula a una velocidad de cuatrocientos kilómetros por segundo. Las partículas colisionaban contra el regolito, se adherían al polvo gris, se distribuían por las llanuras y las paredes de los cráteres, y algunos billones de ellas colisionaban con una colosal señora sentada al borde del Vallis Alpina, en el norte lunar, sin poder perforar su piel, o por lo menos no allí donde su cuerpo estaba blindado con hormigón lunar. Impasible ante la granizada cósmica, Gaia continuaba sentada en el saliente de su roca, con su rostro sin mirada vuelto hacia la Tierra.
Era la mujer de Julian en la Luna.
Y la pesadilla de Lynn.
El transoceánico varado en la ladera del volcán de la Isla de las Estrellas y el hotel OSS Grand habían madurado ambos en la imaginación de Lynn. El Gaia, en cambio, era el fruto de un sueño de su padre, que había visto a su hija sentada en la Luna, como una figura de luz contra el brocado negro salpicado de estrellas del espacio. Era típico de Julian ver a Lynn en una especie de sublimación metafórica, como el ideal de una humanidad en expansión, purificada. Cuando despertó, llamó a su hija desde la cama y le contó su visión. Lynn, por supuesto, acogió con entusiasmo la idea de construir un hotel con forma humana, felicitó a su padre y le prometió realizar de inmediato los primeros bocetos. Sin embargo, aquella visión edulcorada de sí misma le provocó tal vuelco en el estómago que la joven se pasó toda una semana sin dormir, cultivó sus trastornos alimentarios con un enorme grado de negatividad y empezó a tomar unas pequeñas píldoras verdes a fin de dominar su miedo al fracaso; no obstante, de algún modo, consiguió colocar aquella figura colosal al borde del Vallis Alpina, una mujer gigantesca bautizada con el nombre de la mítica madre Tierra de los antiguos griegos.
Gaia.
¡Y vaya si había conseguido aquella mujer! En el frenesí de la realización, se le evaporaron las últimas reservas de energía, pero, en cambio, pudo contemplar su obra maestra. Por lo menos a todos les parecía que lo era. Ella, sin embargo, no estaba tan segura. Según la lógica de Julian, el Gaia debería haberla sanado, ya que él veía el proyecto como una medida terapéutica contra las reminiscencias de aquella extraña enfermedad recién superada, cuya naturaleza él veía, más o menos, como si su hija hubiese sido temporalmente secuestrada por unos extraterrestres que se la habían llevado a otro planeta. También típico de Julian era aferrarse a la creencia de que los padecimientos de su hija radicaban en una falta de retos, un opresivo exceso de rutina que espesaba su sangre, normalmente tan ágil y fluida. Durante años, Lynn había dirigido ejemplarmente Orley Travel, el consorcio turístico del grupo. Era posible que añorara algo excitante y nuevo. Tal vez se sintiera poco estimulada. Administraba el mundo, pero ¿era el mundo suficiente? Vuelos suborbitales privados, excursiones pagadas a la OSS, viajes a los pequeños hoteles situados en la órbita, todo eso formaba parte del ámbito de responsabilidades de Orley Space, pero a decir verdad se trataba de turismo.
Y fue así como Julian decidió confiar a su hija no Orley Space, sino la mayor aventura en la historia de la construcción de hoteles.
Lo que simplificó la planificación del titánico proyecto fueron las libertades en la estática, ya que en la Luna todo pesaba únicamente una sexta parte de lo que pesaba en la Tierra. El trabajo se dificultó a causa de la total ausencia de experiencia en grandes construcciones lunares. Grandes secciones de la base lunar estadounidense fueron instaladas bajo tierra, y el resto de los edificios eran increíblemente achatados. China había renunciado por completo a tener un emplazamiento fijo, y dio cobijo a su base exterior en unos vehículos acoplables con forma de camiones cisterna que seguían a las máquinas de procesamiento no lejos de la zona de extracción. En el polo sur lunar, sobre los bordes de los cráteres de la cuenca Aitken, una pequeña estación alemana compartía su lugar bajo el sol con su equivalente francés, cada una concebida para una tripulación de un solo hombre; en el Oceanus Procellarum, por su parte, una cosa de aspecto vivaracho, laboriosa y automatizada, exploraba los terrenos ideales para una base rusa que jamás sería construida. El mar de la Serenidad ofrecía hogar y pasatiempo a un robot indio, mientras que Japón habitaba un entorno desolado —por vacío— al doblar la esquina. La Luna no tenía mucho patrimonio construido para exhibir. No obstante, el tren de alta velocidad demostraba que las estructuras elevadas y afiligranadas tenían consistencia en su campo gravitatorio, estructuras que en la Tierra se habrían venido abajo por su propio peso.
Y el Gaia iba a ser grande. No sería una pequeña pensión con desayuno incluido, sino un monumento para mayor gloria de la humanidad..., y para alojar en él a doscientos de sus más solventes representantes.
Con abnegación, Lynn había reunido a diseñadores y expertos en estática, había empezado con los planos, todo bajo el más estricto secreto. Muy pronto se puso de manifiesto que una figura de pie sería demasiado alta. Por eso, como solución alternativa, se diseñó una Gaia sentada, lo que contó sobre todo con la aprobación de Julian, que había soñado con su hotel en esa postura y no en otra. Y puesto que no había desacuerdo en representar el cuerpo humano con fidelidad a los detalles, lo primero que hizo el equipo de ingenieros fue fundir las piernas de la mujer para crear un imponente complejo que parecía llevar una falda muy ajustada, al que colocaron sobre el borde de un saliente. El trasero y los muslos formaban la parte del edificio que reposaba en posición horizontal, sección que, más allá de la rodilla, doblaba hacia el abismo que se abría debajo sin establecer ningún contacto con la roca situada detrás. Esta osadía de la estática bastó para que Lynn, a ratos, tuviera que buscar sostén en la taza del inodoro, donde la joven echara de nuevo, a medio digerir, lo poco que había conseguido tragar con mucho esfuerzo. Para contrarrestar esto, incrementó el consumo de pastillas, pero Julian estaba entusiasmado, mientras los expertos decían que sí, que claro, que el proyecto era factible.
Huelga recalcar que «factible» era la palabra favorita de Julian.
A continuación, tocó poner de manifiesto los atributos femeninos, para lo que se concentraron en el torso, en esencia un edificio de varias plantas, con curvas en lugar de paredes en línea recta. La figura adquirió un talle y la insinuación de unos senos en torno a los cuales se debatió mucho. A los dibujantes masculinos, los pechos les salieron demasiado grandes. Lynn les dijo que no tenía intenciones de establecer una lucha a muerte con la estática en aras de conseguir las tetas ideales de una estrella del porno, y todo para poder alojar en ellas a un par de personas más. Por tanto, las censuró. De repente, toda aquella idea de poner a una mujer en la Luna le pareció horriblemente obtusa. En eso intervino Julian, quien dijo que la eliminación del torso hacía que la figura pareciera un hombre, y preguntó si no era ya hora de que fuera una mujer la que representara a toda la humanidad. Un arquitecto insinuó que Lynn era demasiado mojigata. La hija de Julian se acaloró. Dijo que no estaba para nada en contra del placer, y mucho menos estaba poco dotada, pero que le dijeran qué diablos debía encarnar Gaia. ¿Un monumento a un par de melones? ¿A la voluntad de expansión de los pechos femeninos? «En fin, algo curvado», opinó Julian. «De acuerdo, pero casi con el aspecto de un jovencito», replicó Lynn. «Pero sin aspecto andrógino», protestó el jefe del equipo encargado de la fachada. «Sí, pero bajo ningún concepto algo que sobresalga demasiado», insistió Lynn. «Que sea entonces algo discreto», propuso Julian, lo que sonaba de maravilla, sólo que... ¿Qué significaba «discreto»?
Una joven que hacía sus prácticas acudió rápidamente en auxilio de todos, se sentó sin decir palabra ante el ordenador y dibujó una curva. Todos la contemplaron. Les gustó. Era algo juvenil, pero no andrógino. Aquella curva satisfizo a todos los presentes, y el tema quedó dado por zanjado.
Femeninos, pero sin ser demasiado estrechos, salieron los hombros, con unas torres en ángulo que iban rejuveneciendo hacia el suelo y desembocaban en la estilización de las dos manos apoyadas. Al torso le surgió un cuello esbelto y, encima de él, una cabeza en perfecta proporción con el cuerpo, una cabeza sin pelo y sin rostro, no más que el noble perfil de un cráneo en estado puro, ligeramente apoyado sobre la nuca, de modo que Gaia tuviera siempre la Tierra en su campo visual. Todo aquello, el modo en que fue cobrando forma en el ordenador, le deparó a Lynn cólicos y sudoraciones, pero con paciencia se enfrentó también al nuevo reto: usar la mayor cantidad posible de cristal con la protección óptima contra la radiación. El «rostro» de Gaia, anunció, debía ser transparente, pues pensaba instalar allí los restaurantes y los bares; la parte trasera de la cabeza, en cambio, sería el reino de los cocineros, y debía estar blindada. El cristal se extendió entonces a lo largo del cuello y sobre la ondulación del pecho, donde se encontraban las suites, y como joya de la corona servía un gigantesco ventanal de corte gótico para la hendidura de la barriga, cuatro niveles con la recepción, el casino, pistas de tenis y sauna, así como un gran ventanal de cristal en la espinilla y otras ventanas en los lados exteriores de los brazos. Julian objetó que aquel inmenso ventanal le recordaba las detestadas visitas a la iglesia en tiempos en que todavía no podía negarse a ir, y entonces Lynn sustituyó la aguja del ventanal por un arco románico, y la ventana se quedó.
El resto —la fachada posterior, los hombros, la zona de las costillas, el cuello, los muslos y los brazos interiores— estaría revestido con placas blindadas de hormigón fundido, hecho a partir del regolito, y reforzado con planchas de cristal con agua en el medio a fin de absorber las partículas y evitar la pérdida de calor. El hormigón, dando por sentada la aprobación de Estados Unidos, debía obtenerse en las instalaciones ya existentes en el polo norte, y se elaboraría sin necesidad de añadirle agua, sólo por medio del calentamiento; luego los componentes constructivos serían rundidos en una fábrica de montaje automatizada. El hormigón lunar tenía la reputación de ser diez veces más resistente que el hormigón normal, resistente contra la erosión, la radiación cósmica y los micrometeoritos; además, era barato.
El esqueleto de Gaia cobró forma: primero fue un imponente soporte principal en forma de espina dorsal, a través del cual discurrían todos los conductos y las cajas, así como tres ascensores de alta velocidad; de esa espina dorsal partían unas costillas de acero que sostenían la cubierta exterior y las plantas, así como unos anclajes que se hundían en lo más profundo de la meseta rocosa. En un principio no parecía que hiciesen falta puntales cruzados, hasta que alguien se dio cuenta de que la estructura estaría sometida a una carga mucho más elevada de lo que se había pensado en un inicio, ya que el vacío circundante no tendría nada que oponer a la presión de la atmósfera artificial creada en el interior. Algunas de las medidas tomadas perdieron vigencia, se calcularon de nuevo con fervor todos los parámetros, hasta que los expertos dieron el problema por resuelto. Después de eso, la reserva de fantasías apocalípticas de Lynn se amplió con un hotel más, otro hotel que en algún momento estallaría.
Sin embargo, Gaia resplandecía.
Brillaba desde su interior, y brillaba también gracias a unos potentes reflectores que bañaban su impecable blancura exterior con una suave luz. Tras años de esfuerzos, Lynn lo había conseguido. Había terminado la mujer ideal de Julian, o al menos lo había conseguido en la mayoría de sus aspectos. Algunas de las habitaciones más baratas carecían todavía de servicio de agua y de eliminación de residuos, y la iglesia mixta, preparada para acoger todas las religiones y situada allí donde las rodillas de Gaia se doblaban en ángulo, necesitaba unos sistemas de soporte adicionales que debían satisfacer del todo los estándares de seguridad; en cuanto a la banalidad de construir un puerto espacial, tal vez algún día levantarían uno, pero eso sería en el futuro, con el propósito de facilitar las conexiones directas entre el Gaia y la OSS. Por otra parte, el expreso lunar superaba en calidad a cualquier vuelo directo. Llegar con él era mucho más placentero y, además, ya tenían un aeródromo para el tráfico interlunar. Todo estaba bien.