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Authors: Schätzing Frank

Límite (51 page)

BOOK: Límite
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—Nuestra llegada al hotel está prevista para las 19.15 horas; ustedes no tendrán que ocuparse del equipaje. Mientras los robots lo trasladan a sus habitaciones, nos reuniremos en el vestíbulo, conoceremos al personal, visitaremos las instalaciones y, a continuación, tendrán oportunidad de asearse. La cena, excepcionalmente, está prevista hoy para un poco más tarde, sobre las 20.30. Después, lo más recomendable es irse a dormir. El viaje ha sido agotador, y ustedes estarán cansados; además, Neil Armstrong contó que la primera noche en la Luna pudo dormir extraordinariamente bien. ¿Hay alguna pregunta por el momento?

—Sólo una. —Donoghue levantó una mano—. ¿Se podrá beber un trago?

—Cerveza, vino, whisky —dijo Lynn, radiante—. Pero todo sin alcohol.

—Lo sabía.

—Te hará bien —le dijo Aileen, muy satisfecha, mientras le acariciaba el muslo a su marido.

Donoghue gruñó alguna grosería. Como castigo, la oscuridad se los tragó. Durante un rato pudieron verse todavía los altos bordes de los cráteres bajo la intensa luz del sol, pero poco después también los perdieron de vista. Nina Hedegaard repartió unos aperitivos. Muy apropiado con aquellas tinieblas infernales, se oyó la música del Réquiem de György Ligeti, se notaba que estaban descendiendo, mientras que el expreso lunar aceleraba cada vez más y más. Black explicó que avanzaban por una especie de corredor situado entre el Peary y el Hermite. Luego pasaron volando otra vez por una zona soleada, junto a dentadas formaciones rocosas, en dirección a una hondonada muy accidentada. Una vez más los cubrió la oscuridad cuando pasaron por el lado interior de un pequeño cráter. Evelyn Chambers había estado sondeando con avidez la vida familiar de Amber, pero ahora sólo sentía deseos de admirar aquel paisaje extraño y virgen, el aspecto brutalmente arcaico de sus paredes verticales y las crestas elevadas, la aterciopelada mudez de aquellos valles y llanuras cubiertos de polvo, la total ausencia de color. Con una luz fría, el sol iluminaba los bordes de aquellos agujeros provocados por los impactos, y el tiempo parecía fundirse bajo su rescoldo. Nadie tenía ganas de charlar, y hasta el propio Chucky interrumpió uno de sus chistes antes de llegar al clímax, por demás falto de gracia, y miró hechizado hacia afuera, donde una joya de resplandor blanco azulado aparecía por el horizonte e iba ganando en altura con cada kilómetro que iban dejando atrás en dirección sur. Era el hogar de todos ellos, infinitamente lejano, un sitio de una belleza sublime y punzante.

Hedegaard y Black iban rellenando, con diligencia, sus lagunas culturales. Se mencionaron los nombres de otros cráteres: Byrd, Gioja y Main. Las cumbres se redujeron a colinas, los abismos dieron paso a llanuras desoladas. Al cabo de una hora llegaron a una extensa pared, Goldschmidt, en cuyo extremo occidental se abría la boca del Anaxágoras, que, según Hedegaard, era el recuerdo dejado por un impacto reciente, lo que movió a algunos a alzar las cabezas hacia el cielo, pues la palabra «reciente» sonaba casi como «ahora», y no como algo ocurrido cien millones de años antes. Hubo tosecillas y risitas de nerviosismo. Atravesaron Goldschmidt y volaron a través de un paisaje desértico de coloración más oscura, y fue entonces cuando Julian se puso de pie y los felicitó por haber atravesado su primer mar lunar, el Mare Frigoris o mar del Frío.

—¿Y por qué razón llaman mar a un desierto tan corriente como éste? —quiso saber Winter, con lo que les evitó a sus compañeros de viaje, más cultos, tener que formular la pregunta.

—Porque se cree que estas oscuras llanuras de basalto fueron océanos en épocas pasadas —explicó Julian—. Se partía de la idea de que la Luna debía de haber sido un sitio parecido a la Tierra. En consecuencia, se creía distinguir mares, lagos, bahías y pantanos. Lo interesante en todo esto es la nomenclatura; por ejemplo, esta cuenca se conoce como el mar del Frío. Pero existe también un mar de la Tranquilidad, el Mare Tranquillitatis, que ha pasado a la historia gracias al
Apolo
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, razón por la cual hay tres cráteres diminutos cercanos al lugar del aterrizaje que han sido bautizados, casi por deber, con los nombres de Armstrong, Aldrin y Collins; también hay un mar del Silencio, un mar de la Serenidad, un mar de las Nubes y otro de las Lluvias, un mar de las Tormentas, un mar de las Espumas, un mar de las Olas, etcétera, etcétera.

—Suena como un parte meteorológico —dijo Hanna.

—Has dado en el clavo —sonrió Julian—. La culpa la tiene un tal Giovanni Battista Riccioli, un astrónomo del siglo diecisiete y contemporáneo de Galileo Galilei. Su ambición era bautizar cada cráter y cada cadena montañosa con el nombre de algún gran astrónomo o matemático, pero en algún momento se le acabaron los astrónomos. Mala suerte. Más tarde, los rusos y los estadounidenses retomaron su sistema. Hoy podemos encontrar en la Luna nombres de escritores, de psicólogos, de exploradores polares, hay Alpes lunares, Pirineos y Andes. En cualquier caso, Riccioli tenía claro que las oscuras llanuras tenían que ser mares. Ya Plutarco lo creía así, y Galileo opinaba que si la Luna era una segunda Tierra, sus partes iluminadas tenían que ser forzosamente masas de tierra, y las partes más oscuras serían aguas. Claro que también Riccioli quiso dar a sus
maña
algunos nombres distinguidos, pero ¡en eso cometió un gravísimo error! Creía haber reconocido que el clima en la Tierra se regía de acuerdo con las fases de la Luna. Es decir, que el buen tiempo significaba Luna creciente...

—Y la Luna menguante significaba un tiempo de perros.

—¡Así es! Desde entonces, los mares de la hoz lunar situada al este llevan la tranquilidad y la armonía en sus nombres, mientras que en el occidente todos son tormentas y lluvias a más no poder, y un mar en la cercanía de los polos tenía que ser frío, por supuesto, de ahí el nombre de Mare Frigoris, mar del Frío. ¡Oh, mirad! Creo que algo nos sale al encuentro.

Chambers estiró el cuello. En un primer momento no vio nada salvo el serpenteante trayecto de las vías a lo lejos, pero entonces algo le saltó a la vista. Era un puntito que se aproximaba a toda velocidad, que volaba por encima de los raíles y se iba convirtiendo en algo alargado, con los faros encendidos. Mientras intentaba dilucidar algunos detalles, el tren de mercancías llegó donde ellos estaban y pasó veloz por su lado. Se habían cruzado a una velocidad de mil quinientos kilómetros por hora, pero no habían oído ni sentido el menor ruido.

—El helio 3 —dijo Julian con tono reverencial—. El futuro.

Y entonces se sentó, como si no hubiera nada más que añadir a eso.

El expreso lunar continuó avanzando. Poco tiempo después empezó a dibujarse en el horizonte una maciza cresta montañosa que fue ganando en altura a una velocidad poco habitual, como si el mar del Frío fuese realmente un mar y aquel macizo saliera de sus profundidades. Chambers recordaba haber oído que tales efectos se debían a la fuerte curvatura del satélite. Black les hizo saber que se trataba del cráter Plato, un magnífico ejemplar de más de cien kilómetros de diámetro, con paredes de hasta dos mil quinientos metros, otra formación fragmentaria que permanecía oculta en alguna parte de la inflamada corteza cerebral de Chambers. Con agilidad, el expreso lunar se fue adentrando en el Mare Imbrium, la desértica llanura colindante. Las vías de la línea de carga se separaron como les habían anunciado y desaparecieron hacia el oeste, mientras ellos rodeaban Plato y se situaban detrás del cráter. En el horizonte se agolpaban nuevas montañas, los Alpes lunares, intensamente iluminados y cruzados por arterias de sombras. En osada trayectoria, las vías serpenteaban por aquel paisaje montañoso, con los pilares del tren eléctrico aferrados a la dentada roca. Cuanto más alto llegaban, tanto más desconcertante era el panorama: agrestes cumbres de dos mil metros, salientes de estructura cubista, espinas dorsales erizadas de dientes. Una última mirada a aquella alfombra de polvo del Mare Imbrium, y a partir de entonces se adentraron en una curva en el interior, entre cumbres y mesetas, en dirección al borde del Gran Cañón lunar, y allí...

Chambers no daba crédito a lo que veían sus ojos.

Un suspiro de emoción recorrió el tren. Apenas perceptible, el zumbido del motor se mezclaba con el misterioso y grave bajo del tema de
Zaratustra,
mientras el expreso lunar iba disminuyendo la velocidad y empezaban a oírse los primeros chisporroteos de las fanfarrias. Puede que Richard Strauss tuviera en mente el amanecer de Nietzsche, y Kubrick, la transformación del genio humano en algo nuevo, más sublime; pero Chambers, en ese instante, pensaba en Edgar Allan Poe, cuyo abismo narrativo ella había recorrido con entusiasmo durante su juventud, y que había quedado en su memoria con una sola frase, el escalofriante final de su libro
Las aventuras de Arthur Gordon Pym:
«Pero he aquí que surgió en nuestra senda una figura humana amortajada, de proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la Tierra. Y el tinte de la piel de la figura tenía la perfecta blancura de la nieve.»

Evelyn Chambers contuvo el aliento.

A unos diez o doce kilómetros de distancia, sobre la cima de una meseta y muy por encima del saliente en forma de terraza, más allá del cual el cañón caía en vertical, había algo que reposaba y miraba hacia la Tierra.

Era un ser humano.

No, era la silueta de un ser humano. No era un hombre, sino una mujer de proporciones perfectas: la cabeza, los miembros y el cuerpo brillaban luminosos ante aquel infinito mar de estrellas. Despojada de toda mímica, sin boca, nariz ni ojos, aquella figura tenía algo de ensueño, cierta añoranza en la manera en que doblaba las piernas sobre el borde y mantenía los brazos apoyados sobre los codos, entregada por completo al silencioso y lejano planeta que flotaba sobre ella y que jamás pisaría.

Tenía por lo menos doscientos metros de altura.

DALLAS, TEXAS, ESTADOS UNIDOS

Si Loreena Keowa no hubiese sido ya el emblema de Greenwatch, habría sido necesario inventarla.

Sus raíces eran inconfundibles. Era
tlingit
hasta la médula, pertenecía a un pueblo cuyo espacio vital abarcaba desde hacía generaciones las franjas costeras del sureste de Alaska y partes del territorio del Yukón y de la Columbia Británica, en el lado canadiense. Apenas quedaban unos ocho mil
tlingit,
y la tendencia era a desaparecer. Sólo unos pocos centenares de ancianos dominaban todavía la melódica lengua
na-dené,
pero eran cada vez más los jóvenes como Keowa los que, en unos verdeantes Estados Unidos, se entendían a sí mismos como los portadores del estandarte de la autoafirmación étnica.

Keowa era oriunda de un clan de Hoona, el «Pueblo sobre los Acantilados», una colonia de
tlingits
en la isla Chicagof. Entretanto, cuando no estaba en Vancouver —la sede principal de Greenwatch—, vivía a unos ochenta kilómetros al oeste de Hoona, en Juneau. El corte de su cara, inequívocamente indio, tenía también rasgos de su herencia blanca, aunque, hasta donde ella sabía, jamás un blanco se había introducido en su clan por la vía del matrimonio. Aunque no era guapa en un sentido clásico, irradiaba un excitante y ligeramente romántico aspecto salvaje. Su pelo, largo, negro y brillante, respondía a la idea que tienen los corredores de Bolsa neoyorquinos sobre el pelo de los indios tanto como su estilo a la hora de vestirse, que contradecía todos los clichés acerca del «buen salvaje». Por su aspecto, parecía que la protección del medio ambiente podía practicarse también vestida de Gucci y Armani. Clara en su temática, apenas resultaba polémica. Sus reportajes eran considerados bien fundamentados e implacables, pero al mismo tiempo conseguía no condenar a nadie de manera definitiva. Sus detractores la calificaban como una andante solución de compromisos para suavizados activistas ecológicos de Wall Street, mientras que sus partidarios apreciaban su potencial integrador. Aparte de lo que hubiera de cierto en ambas opiniones, era indiscutible que el éxito de Greenwatch se debía en gran medida a la labor de Loreena Keowa. En los últimos dos años, el otrora pequeño canal de Internet se había situado a la cabeza de todas las emisoras ecologistas de Estados Unidos y, curiosamente, en muy pocas ocasiones se había visto obligado a corregirse, algo que no era en absoluto obvio, ya que la competencia en Internet por obtener exclusivas generaba muchas veces una preocupante precariedad en las investigaciones.

Algo típico de Greenwatch era que, en el canal, se le profesaba una especial simpatía a Gerald Palstein, el jefe del departamento estratégico de EMCO, la empresa que, en realidad, representaba al malvado enemigo. Sin embargo, Palstein defendía posiciones ecologistas, y en Calgary se había convertido en una víctima al haber puesto fin a algo que hacía que los defensores del medio ambiente enrojecieran de rabia. A principios del nuevo milenio, algunos consorcios como ExxonMobil, animados por la administración Bush, tan renuente a todo lo que fuese ecología, habían dado vida de nuevo a lo que prácticamente era un terreno abandonado: la explotación de las arenas bituminosas, una mezcla de arena, agua e hidrocarburos que iban desde el carbón bituminoso hasta el petróleo crudo, cuyos mayores yacimientos estaban, entre otros lugares, en Canadá. Se estimaba que sólo las reservas de las regiones de Athabasca, Peace River y Cold Lake alcanzaban los veinticuatro mil millones de toneladas, con lo que el país pasaba a ocupar el segundo puesto después de Arabia Saudí en la lista de los países ricos en petróleo. Extraer el oro negro de la arena costaba, sin embargo, tres veces más que la extracción tradicional, una pérdida para el negocio mientras los precios del barril de crudo oscilaran entre los veinte y los treinta dólares. Pero la rápida subida de los precios había terminado legitimando aquel costoso procedimiento, favorecido por la proximidad de Canadá a Estados Unidos, un país consumidor, siempre sediento de petróleo, y que agradecía cualquier fuente de crudo no procedente de los países árabes. Con el símbolo del dólar en los ojos, los consorcios se habían lanzado sobre aquellas reservas en estado de modorra, lo que había provocado, en un plazo muy corto de tiempo, la destrucción total del bosque boreal, de los paisajes de las marismas y de las aguas. Además, por cada barril de ese petróleo sintético y obtenido por dicho procedimiento, llegaban a la atmósfera de la Tierra más de ochenta kilogramos de gases de efecto invernadero, así como cuatro barriles de agua contaminada a lagos y ríos.

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