Límite (157 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¿Cómo? —explotó Lynn—. ¿Le ha contado usted lo que está pasando aquí?

—Bueno, cálmese. Yo...

—¿Les ha hablado de la bomba? —dijo Lynn, poniéndose en pie de un salto—. No puede hacer eso, ¿me oye? De ningún modo. ¡No podemos permitirlo!

—...he hablado con el subcomandante...

—¡No sin mi autorización!

—...sobre el fallo del satélite —dijo Lawrence en voz imperceptiblemente más alta, pero la suficiente para que pareciera que estaba cercenando un hueso con ella—. Y le he dicho que no podemos contactar con nuestros huéspedes. Eso fue lo que acordamos, ¿no es así, señorita Orley? A continuación, le pregunté si había recibido alguna noticia poco habitual de la Tierra, antes de que el satélite fallara. Pero él no sabía nada.

—Y entonces usted le contó que...

—No, sólo he tanteado el terreno. Y él, por su parte, no tenía nada que contarme. La base es una instalación del gobierno de Estados Unidos. Si Jennifer Shaw hubiera decidido entretanto poner al corriente de la bomba a la sede de Houston, lo habría hecho demasiado tarde. En todo caso, eso no ha bastado para informar a la tripulación de la base antes de que se interrumpiera la comunicación por satélite. Allí no saben nada de nuestros problemas, pero me he permitido expresar mi preocupación por el destino del
Ganímedes.
Ante el trasfondo de un posible accidente.

La mirada de Lynn voló por todo el recinto y finalmente se quedó fija en Tim.

—No podemos arriesgarnos a que esto se divulgue.

—Si el
Ganímedes
no se comunica con nosotros pronto, se divulgará —dijo Lawrence—. Luego tendremos que pedir a la base que envíe un transbordador a la meseta de Aristarco para que eche un vistazo.

—¡De ninguna manera! No podemos transmitir inseguridad a los invitados de Julian.

«¡Oh, Lynn! Esto es fatal, fatal.» Tim se resistió al impulso de poner su mano, con gesto protector, sobre el antebrazo de su hermana.

—¿Qué harías tú, entonces? —se apresuró a preguntar el joven Orley.

—Pues, quizá... —Ella se estrujó los dedos, buscando denodadamente una mayor claridad en el asunto—. En primer lugar, continuaría buscando.

—Los huéspedes regresarán dentro de media hora —dijo Funaki—. Querrán tener sus tragos listos.

—Axel se ocupará de ello. O no, mejor hágalo usted, Michio. Usted es la cara de ese bar. Nosotros tendremos que tomarnos nuestro tiempo. Permanecer tranquilos. Tenemos que planificar con calma los próximos pasos que debemos dar.

—Yo estoy tranquila —dijo Lawrence con voz apagada.

—Y yo puedo echar otro vistazo a esos vídeos de vigilancia —propuso Thiel—. Los de la noche en que Hanna desapareció, y los del día después.

—¿Para qué? —preguntó Kokoschka.

Sólo entonces a Tim le llamó la atención que el cocinero miraba a la pecosa alemana con ávidos ojos de perro San Bernardo, como si comprobara la calidad de sus productos cárnicos —el lomo, los pemiles y las paletas—, y en cada ocasión apartaba la vista con expresión huidiza, cuando ella lo miraba. «Vaya —pensó Tim—, el cocinero está enamorado.»

—Bueno —dijo Thiel encogiéndose de hombros—. Quien haya editado esas grabaciones debe de haber entrado para ello en la central de mando, ¿no? Quiero decir, alguna cámara debe de haber grabado a esa persona. Si podemos reconstruir lo que...

—Buena idea —exclamó Lynn exageradamente—. ¡Muy bien! Tenemos que apretarles las clavijas a Carl y a... a esa segunda persona.

—¿Apretarles las clavijas? —repitió Lawrence.

—¿Tiene usted una propuesta mejor? —inquirió Lynn con tono envenenado.

—Pero Hanna no está aquí.

—¿Y qué? Julian llegará de un momento a otro y lo traerá. ¿Por qué volvernos locos hasta entonces? Además, le preguntaremos... —En eso, los ojos le brillaron—. ¡No podrá pasarnos nada mientras mantengamos retenido a Carl en el Gaia! No querrá saltar por los aires él también.

—Sí, claro —dijo Kokoschka a su abultado vientre—. Terroristas suicidas. Atacantes suicidas..., ¿nunca ha oído hablar de ellos?

—¿A qué viene eso ahora? —lo increpó Lynn—. ¿Es que quiere provocarme?

—¿Qué? —El cocinero se encogió de hombros y se pasó la mano nerviosamente por la calva—. No, no..., lo siento. Yo no quería...

—¿Acaso Carl Hanna tiene aspecto de islamista?

—No, lo siento. De verdad.

—Entonces, ¡no diga más tonterías!

—Creo que todos... todos estamos un poco nerviosos.

—¿No habían dicho que los chinos, probablemente, estarían detrás de todo? —preguntó Anand, insegura.

—Es el tal Jericho quien cree eso —respondió Thiel.

—¿Cuántos chinos islamistas hay? —dijo en tono pensativo Funaki.

—Interesante pregunta.

—¡Es una chorrada! —repuso Lawrence alzando las manos—. Basta ya de esa historia. También hay algunos cristianos que han escogido el camino más corto para llegar al cielo. ¡Así que dejémonos de tonterías! Creo que Lynn nos acaba de proporcionar un argumento que nos dejaría algo de tiempo, suponiendo, claro está, que logremos poner bajo arresto a Hanna y a esa segunda persona sospechosa. Creo que haremos las cosas tal y como ella las ha propuesto. Anand y Kokoschka revisarán de nuevo las instalaciones en sus paredes y sus suelos, Thiel examinará esos vídeos, Funaki se preparará para el servicio, y Lynn y yo...

—¡Gaia, por favor, adelante!

Lawrence se quedó muda. Todos se miraron. El sistema les estaba enviando una señal de radio. En aquellos siete pares de ojos pudo leerse la esperanza, aquella llamada podía estar produciéndose a través del satélite. Thiel se levantó y miró la pantalla.

—Calisto,
aquí el Gaia —respondió la alemana, sin aliento.

—Está llegando un puñado de gente hambrienta —graznó Hedegaard—. ¿Nos veis? Si no nos ponen algo de inmediato sobre la mesa, nos vamos a donde están los chinos.

—Mierda —susurró Lawrence—. Están al alcance de la vista.

A través de la ventana panorámica de la cavidad de la barriga vieron en el cielo el transbordador reluciente, iluminado por el Sol. El
Calisto
se había acercado al hotel por la parte trasera y realizaba una parábola final y atlética. Era un ritual que cada excursión acabara con un vuelo alrededor del Gaia.

—No podréis comer todo lo que hemos cocinado para vosotros —trinó Thiel con febril alegría—. ¿Cómo ha ido vuestro día?

—¡Estupendo! No nos ha importado nada que hayáis dejado de hablarnos durante tantas horas.

—No teníamos comunicación con vosotros.

—¿En serio? ¿Qué pasa?

—Una avería del satélite —respondió Thiel.

—Ya me lo había temido. Tampoco pudimos comunicarnos con Julian. ¿Sabéis a qué se debe?

—Todavía no.

—Qué extraño. ¿Cómo es posible que todos los satélites se averíen a la vez?

—Probablemente los habréis embestido en algún descuido. Déjate de cháchara, Nina, y trae a esos hambrientos aquí abajo.

—Oui, mon général!

—A ellos los tenemos de nuevo —dijo Anand, mirando a los presentes.

—Sí. —Lawrence siguió el
Calisto
con la mirada, hasta que éste se perdió más allá de la ventana—. Además de la probabilidad de que alguno de ellos estuviese jugando un juego sucio con nosotros. ¿Qué opina usted, Lynn? ¿Vamos a recibirlos?

Con cierto alivio, Tim se dio cuenta de que Lawrence había vuelto a usar el nombre de pila de su hermana. ¿Una oferta de paz? ¿O una mera táctica para darle seguridad a Lynn? No dudaba que la directora del hotel seguía sospechando que su hermana estaba en la conspiración, pero Lynn se relajó considerablemente.

—Ni una palabra de todo esto a los huéspedes —dijo.

—De acuerdo —asintió Lawrence—. En principio. Pero cuando todos estén aquí, tenemos que acabar con esto de una vez. O bien Hanna y consorte contestan a las preguntas y arrojan un poco de claridad al asunto, o informamos a la base y evacuamos el hotel.

—Eso lo veremos luego.

—Le daremos otra hora al
Ganímedes.

—¿Cómo se le ocurre pensar que el
Ganímedes
necesitará otra hora para llegar?

«Lynn ha perdido realmente todo sentido de la realidad —pensó Tim—. O tal vez sea ella quien está haciendo el juego sucio.

¡Error! Ese pensamiento no está permitido.»

—Sea como sea —dijo Lawrence—, vamos.

CALGARY, VANCOUVER, CANADÁ

—Créeme, he exprimido todo lo que podía sacarse de la red —dijo el aprendiz—. No puedo ofrecerte más de lo que ya te ofrecí anoche.

El Boeing 737 de la compañía Westjet Airlines se hundió en un bache aéreo. Cien mililitros de zumo de naranja se derramaron del vaso de cartón en el momento en el que Keowa retiró la tapa de papel de aluminio, salpicándole la blusa y rociando su cruasán.

—¡Joder! —maldijo la periodista.

—La época de Gudmundsson en la APS...

—¡Mierda! ¡Menuda mierda! —El zumo le goteó de la bandeja y cayó en su regazo—. ¿Qué era la APS?

—La African Protection Services.

—¡Ah, sí! Vale.

—Al tiempo que Gudmundsson pasó en la APS lo precede su estancia en Mamba, la otra empresa de seguridad que operaba a principios del milenio en Kenia y en Nigeria y que, en el año 2010, se fusionó con otro grupo parecido llamado Armed African Services. Allí, Gudmundsson dirigió varios equipos...

—Eso ya me lo contaste ayer —le dijo Keowa, esforzándose por dar el uso más eficaz a la diminuta servilleta de papel.

—...y participó en operaciones en Gabón y Guinea Ecuatorial. ¿Te vas a comer eso?

—¿Qué?

—El cruasán. Tiene mal aspecto, si me permites que te lo diga.

Keowa le lanzó una mirada al bollo empapado en zumo. Antes sólo era una masa poco consistente, pero ahora era poco consistente y encima estaba mojado.

—De ninguna manera.

Su ayudante estiró la mano y se metió la mitad en la boca.

—En varios momentos hay indicios de que la APS ayudó a subir al poder a algún dictador tribal —dijo el joven mientras masticaba—. Esto siempre fue desmentido por la APS, pero parece haber algo de verdad en ello. Gudmundsson, por su parte, podría haber participado en un golpe de Estado antes de abandonar la firma, para irse a trabajar por su cuenta. La APS era dirigida por un tal Jan Kees Vogelaar, que también había sido el jefe de Mamba. Más tarde Vogelaar formaría parte del gobierno de Guinea Ecuatorial, el mismo sitio donde tuvo lugar el golpe de...

—Olvídalo.

—Querías que hiciera una radiografía a todo el pasado de Gudmundsson —dijo el aprendiz, en tono ofendido.

—Sí, al suyo, pero no al del tal Vogelaar o como se llame. —Keowa se sacudió el zumo de naranja de las perneras del pantalón—. ¿No hay nada sobre lo que hizo hace tres años?, ¿si estuvo en Perú o algo así? En Eagle Eye son todos tan comunicativos...

—Paciencia, Pocahontas, estoy trabajando en ello.

Keowa miró por la ventanilla. Volaban ahora por encima de las montañas Rocosas. Era un viaje breve pero turbulento. El Boeing se sacudía sin cesar. Rápidamente, se bebió el resto del zumo y dijo:

—Quiero presentarle a Susan la mayor cantidad de elementos posibles, ¿entiendes? Tiene que comprender que no podemos abandonar ya este tema. Que estamos muy cerca de la verdad.

—Hum. Sí. —La otra mitad del cruasán fue a reunirse con la primera—. Si realmente Ruiz tiene algo que ver con Palstein... Pero lo que tienes sigue siendo sólo una suposición.

—Tengo mi instinto.

—Cosas de indios.

—Espera y verás. ¿Puedes, por cierto, dejar de parlotear hasta que hayas tragado? Esa cosa no tiene mejor aspecto mientras da vueltas en tu boca.

—Venga, mujer —suspiró su aprendiz—. Tú de verdad que tienes problemas.

Keowa miró de nuevo hacia afuera. Allá en lo profundo, por debajo de ella, discurría la arrugada cresta de las Rocosas. Era cierto que su ayudante había querido decir otra cosa, pero aquello le recordaba ahora la mirada de preocupación de Palstein el día anterior. Que estaba dirigiéndose, entre risas, a su perdición. Que tendría problemas si continuaba levantando piedras bajo las cuales se ocultaban, al acecho, criaturas como Lars Gudmundsson. ¿Y qué? ¿Acaso Woodward y Bernstein se habían dejado amedrentar por esos insectos cuando cogieron a Nixon por los huevos? La preocupación de Palstein le honraba; las anquilosadas dudas de Susan la cabreaban. ¿Acaso debía desperdiciar la oportunidad de esclarecer su propio Watergate?

«Las buenas intenciones no cuentan —pensó—. El coraje no se compra. Por lo menos, el mío no.»

Al cabo de un rato, dictó en voz baja, en su teléfono móvil, los datos acumulados en las investigaciones realizadas hasta el momento, y luego dio la orden para que el
software
convirtiera lo dicho en texto escrito, colgó el material cinematográfico de Bruford y envió los archivos a las dos direcciones de correo electrónico.

Mejor que mejor.

Las turbulencias cesaron.

Tres cuartos de hora más tarde, el avión se dirigió hacia las estribaciones de las Coast Mountains, e inició su vuelo de descenso hacia el Aeropuerto Internacional de Vancouver. Hacía un tiempo espléndido. Unas pequeñas nubes blancas se desplazaban tierra adentro, y la luz del sol centelleaba en el estrecho de Georgia. El cuerpo oscuro y boscoso de las islas de Vancouver invocaba mitos de los indios y el aroma de los árboles de la vida y de los abetos de Douglas. Con cada metro que descendía, el buen humor de Keowa aumentaba, pues la verdad era que, en muy pocos días, habían averiguado una enorme cantidad de información. Tal vez deberían darse por satisfechos con lo que sabían acerca de Gudmundsson y, en su lugar, poner todas sus fuerzas en investigar el trasfondo de esa extraña conferencia de Pekín. Mientras el Boeing rodaba por la pista, trazó un plan estratégico para proceder durante la próxima reunión de la redacción, empezando por actuar en un principio como si el nombre de Palstein jamás se hubiera mencionado. Pensaba confundir a Susan, abordar con entusiasmo el tema de «La herencia del monstruo», pasar a los demás el guión y demostrar que se tomaba en serio sus deberes. Luego, con la foto del gordo asiático, mostraría sus cartas. Bueno, tal vez no tuviera una escalera real, pero sí estaba dispuesta a llamar
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a lo que tenía en las manos.

—Sólo espero que Sid sea puntual —dijo su ayudante cuando atravesaban la terminal con sus tallas en madera de arte aborigen—. La verdad es que jamás es puntual.

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