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Authors: Schätzing Frank

Límite (159 page)

BOOK: Límite
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Su frustración rezumaba espesa por todos los poros, en forma de rocío, se acumulaba en los brazos, en los pechos, en la barriga. Con gesto furibundo, repartió las capas de cálido sudor por su cuerpo, dejó que sus manos giraran en torno a la zona interior de los muslos, que los dedos se abrieran paso hacia el centro, lentamente, tomando posición en las ingles, en una estremecedora maniobra de placer apenas controlable, un placer desconocedor del orgullo. ¡Era espantoso! Paralelamente a su rabia aparecía ese humillante deseo de invocar al ausente en su imaginación, y luego... Pero ¡claro que no, de eso ni hablar, de ningún modo!

Julian, para plantearlo una vez más claramente, sólo quería tirársela, eso era todo. Él no sentía nada, no amaba. Sólo quería tirarse a la simpática y pequeña astronauta danesa cada vez que le apetecía. Del mismo modo que se tiraba al mundo entero cuando le daba la gana.

¡Maldito idiota!

Con violencia, apartó las manos, las presionó contra el borde del banco de madera situado junto a sus caderas y miró hacia afuera, hacia aquella maravilla de desfiladero, con sus superficies en colores pastel y sus tajantes sombras. Miles y miles de estrellas la miraban fijamente y parecían de pronto más alcanzables que la propia vida que deseaba tener al lado de aquel hombre. A ella no le interesaba su dinero, es decir, no le interesaba realmente el dinero, aunque tampoco le hacía ascos. No, ella quería un lugar en esa mente visionaria que concebía ascensores espaciales; quería ser el toque de genialidad más personal de Julian, su idea más brillante, y, como tal, ser tomada en cuenta por el mundo, como la mujer que él deseaba. Y eso no era algo que hubiera conseguido, sencillamente, follando. ¡Eso ella se lo había ganado merecidamente!

Para decirle esas cosas a él, por eso estaba allí. Obviamente, lo haría sin presionarlo. Sería tan sólo una planificación de futuro entregada en dosis homeopáticas, asociada a la para ella atractiva opción de hacer el amor en una sauna en cuanto hiciera su entrada el
Ganímedes.
Así lo habían acordado, y Julian había prometido unírsele de inmediato; sin embargo, eran las ocho menos cuarto, y cuando preguntó, tuvo que dispararse el cuento poco convincente de Lynn de que el grupo, hechizado por la belleza del valle de Schröter, se había olvidado del tiempo y llegaría con alguna que otra hora de retraso.

¿Cómo podía Lynn saber eso si no tenían comunicación por satélite?

Bueno, vale, ella no lo sabía. Por la mañana, Julian había hablado de la posibilidad de extender la caminata por el interior de Snake Hill, y se había referido a la posibilidad de regresar un poco más tarde. No había motivos para preocuparse. Seguramente todo estaba bien.

Bien. Ja, ja...

Hedegaard se quedó mirando fijamente hacia adelante. Tal vez estaba bien embaucar a los huéspedes, pero no a ella, vamos. En realidad, jamás debería haberse liado con el chiflado más rico del mundo. Así de simple era todo. Ya iba siendo hora de darse una ducha helada y nadar un par de largos en la piscina.

—Claro, tiene algo de iniciación —opinó Ögi—. Bueno, sólo si se lo trasciende, por supuesto.

—¿Si se lo qué? —sonrió Winter.

—Si se suma lo inmediatamente perceptible para otorgarle su significado, querida —le explicó el suizo—. Es el ejercicio más difícil hoy en día. Algunos lo llaman religión.

—¿Una bandera caída? ¿El armazón de un viejo módulo de alunizaje?

—Un viejo módulo de alunizaje y las cosas poco originales, vistas en sí mismas, que dejaron dos hombres en un lugar de la Luna de aspecto aburrido; ¡sin embargo, esos dos hombres fueron los primeros seres humanos en pisar este lugar! ¿Lo entiendes? Eso confiere a todo el mar de la Tranquilidad cierta... cierta...

Ögi batalló por encontrar las palabras.

—¿Una dignidad sagrada? —propuso Aileen Donoghue con los ojos brillantes y un timbre de asidua feligresa en la voz.

—¡Exacto!

—Vaya —dijo Winter.

—¿Acaso hay que creer en Dios para sentir algo así? —Rebecca Hsu pescó una cereza caramelizada de su cóctel, afiló los labios y la engulló. Hizo un leve sonido con la boca al devorarla—. A mí me parece significativo, pero ¿sagrado?

—Porque tú no cuentas con una tradición sacra —repuso Chucky—. Tu gente, quiero decir. Tu pueblo. Los chinos no son sacros.

—Gracias por recordármelo. Ahora por lo menos sé por qué prefiero la Rupes Recta.

Se habían reunido en el club Mama Killa para realizar ciertos ejercicios de relajación comunicativa, y al mismo tiempo intentaban controlar su preocupación por la ausencia del
Ganímedes,
pasando revista, en voz alta, a los acontecimientos del día. En el Mare Tranquillitatis occidental habían admirado el armazón del módulo de alunizaje del primer vehículo lunar, con el que Armstrong y Aldrin llegaron al satélite en 1969. El lugar era considerado Patrimonio Cultural de la Humanidad, así como sus tres pequeños cráteres, bautizados en honor de aquellos dos pioneros y del tercer hombre a bordo, Collins, que había tenido que quedarse dentro de la nave espacial. Ya desde el vuelo de llegada, estando aún muy en lo alto, el «museo», como llamaban de forma general a la región, había revelado toda la banalidad de aquel paso pionero de la humanidad. Pequeño y parasitario, como un mosquito sobre la piel de un elefante, el armazón del primer viaje lunar estaba pegado al regolito, y la célebre huella de la bota de Armstrong destacaba bajo una vitrina de cristal. Aquello era un lugar para peregrinos. No cabía duda de que había catedrales mucho más suntuosas y, en cierto modo, Ögi tenía razón al percibir en todo aquello algo de lo que confería significado y grandeza al género humano. Lo que a fin de cuentas inspiraba respeto era la certeza de no haber podido estar allí cuando aquellos hombres, entonces, decidieron emprender el camino a través de aquel desierto sin aire y obraron el milagro del alunizaje. Luego, por la tarde, a la vista de la aparentemente infinita pared de la Rupes Recta, que causaba la impresión de que la Luna entera estuviera apoyada sobre un nivel de doscientos metros de alto, dejaron que obrara sobre ellos el carácter sublime de la arquitectura del cosmos, profundamente impresionados, pero sin llegar a sentir esa singular fuerza conmovedora que emanaba de las precarias piezas que recordaban la presencia humana en el mar de la Tranquilidad. La mayoría de ellos habían comprendido en ese momento que no eran pioneros en absoluto. A un pionero nadie le decía «Hola». No había deteriorados varillajes que lo saludaran, ninguna huella; un pionero sólo encontraba soledad y extrañeza.

Lynn Orley y Dana Lawrence ponían mucho afán en mantener animada la charla, hasta que Olympiada Rogachova dejó su vaso sobre la mesa y declaró:

—Me gustaría hablar con mi marido ahora.

Todos enmudecieron. Un temor atenazador se fue apoderando de los presentes. La rusa acababa de romper un acuerdo tácito, el de no preocuparse, pero de algún modo todos parecían estar contentos por ello, en especial Chuck, que había tenido que contar ya tres chistes miserables sólo para acallar a su barriga, que amenazaba con emitir sonoros gruñidos.

—Vamos, Dana —insistió la mujer—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué nos estáis ocultando?

—Una avería del satélite no es nada grave, señor Donoghue.

—Chuck.

—Bueno, Chuck. Por ejemplo, un minimeteorito del tamaño de un grano de arena puede paralizar temporalmente un satélite, y el LPCS...

—Pero no necesitáis para nada un LPCS. Armstrong y compañía no contaban con un LPCS.

—Puedo asegurarle que ese desperfecto técnico quedará solucionado en breve. Tardará un poquito, pero pronto estaremos hablando con la Tierra como siempre...

—Pero me resulta raro que los demás no hayan aparecido —dijo Aileen.

—No tiene nada de raro —repuso Lynn con una sonrisa forzada—. Ya conocéis a Julian. El programa que tenía preparado era enorme. Esta mañana ya había previsto que podrían retrasarse. Y ahora que lo pienso, ¿habéis visto el sistema de surcos y grietas que hay entre el mar de la Tranquilidad y el Sinus Medii? Bueno, debéis de haberlo visto cuando volabais hacia la Rupes Recta.

—Sí, parecen carreteras —dijo Hsu, continuando la cháchara para espantar el miedo.

Olympiada se quedó mirando fijamente al frente. Winter se dio cuenta de su estado catatónico y dejó de lamer el borde azucarado de su daiquiri de fresa, se le acercó y le pasó un brazo bronceado por los hombros delgados y caídos.

—No te preocupes, corazón. Lo tendrás de vuelta muy pronto.

—Me siento tan miserable... —respondió Olympiada en voz baja.

—¿Miserable?

—Sí, tan mal, tan mezquina... Lo que se siente cuando uno quiere hablar con alguien a quien desprecia sólo porque no tiene a nadie más. Es patético.

—Pero ¡tú nos tienes a nosotros! —murmuró Winter, plantándole a la rusa un beso de hermandad en la sien. Sólo entonces la mujer pareció comprender lo que Olympiada acababa de decir—. ¿A qué te refieres con lo de despreciar? ¿No será a Oleg?

—¿A quién si no?

—¡Uy! ¿Desprecias a Oleg?

—Nos despreciamos mutuamente.

Miranda Winter meditó sobre ello. A continuación intentó repasar toda su colección de gestos adecuados: asombro, reflexión, comprensión, desconcierto; luego estudió el aspecto exterior de la rusa, como si notara su presencia por primera vez. La ropa de noche de Olympiada, un mono de las reservas de Mimi Parker que cambiaba de color según el estado de ánimo de su portadora, colgaba de ella como si hubiera sido arrojado sobre una silla, mientras su maquillaje y su rímel competían por ver cómo conseguían borrar las huellas de un descuido de años y penas matrimoniales. Aquella mujer podía tener un aspecto mucho mejor. Un poco de bótox en las mejillas y en la frente, algo de ácido hialurónico para alisar las arrugas alrededor de las comisuras de los labios, algún que otro implante en ciertas zonas de su cuerpo a fin de estirar su autoestima y los tejidos conjuntivos... Por cierto, la propia Miranda había decidido, a su regreso a la Tierra, sustituir los implantes de sus nalgas. Había algo allí que no encajaba muy bien cuando una permanecía demasiado tiempo sentada.

—¿Y por qué, sencillamente, no lo dejas? —le preguntó.

—¿Por qué una alfombrilla no abandona la puerta de entrada ante la que está? —contestó Olympiada en tono reflexivo.

¡Madre mía! Winter estaba perpleja. Claro que ella se sentía irresistible en su rebosante esplendor, pero ¿era necesario, en realidad, parecer una valquiria forjada en un gimnasio para estar exenta de aquellas ideas a las que Olympiada daba vueltas en su cabeza?

—Escucha —le dijo—. Creo que estás cometiendo un error, un gravísimo error en tu manera de pensar.

—¿Ah, sí?

—Sí. Te encuentras miserable porque crees que nadie te quiere, y por eso te dejas tratar de un modo miserable, sólo con el propósito de que al menos alguien te trate.

—Hum.

—Pero, en realidad, nadie te quiere porque te sientes miserable. ¿Entiendes? Por otro lado, desde el punto de vista casial..., o causal..., como se diga... (eso de la causa y el efecto, ya sabes que no soy muy culta, pero sé cómo funciona). Una piensa que los demás la ven como una mierda, y por eso te ves a ti misma de ese modo, adoptas ese aspecto, lo que implica que los demás empiezan a ver sólo mierda en ti, y es así como se cierra el círculo. ¿Me entiendes? Se trata de una suerte de precondena interior... Porque tú eres tu mayor..., eh..., enemiga. Y porque en cierto modo lo disfrutas. Quieres sufrir.

¡Uy, eso sonaba bien! Como en la universidad.

—¿Eso crees? —preguntó Olympiada, mirando a Winter con unos ojos que eran como unos sucios charcos de lluvia de noviembre.

—¡Claro! —Aquello le gustaba. La cosa estaba cobrando un tono psicológico. Debería hacerlo más a menudo—. ¿Y sabes por qué quieres sufrir? ¡Porque buscas reafirmarte! Porque te parece que eres eso, como ya hemos dicho... —«¡Vocabulario, Miranda, vocabulario! No uses sólo la palabra "mierda". ¿Cómo podría decirse?»—. Te ves hecha una puta mierda, no otra cosa, pero ser una puta mierda es mejor que no ser absolutamente nada, y si los demás también ven que eres una mierda, ello se convierte en una reafirmación clarísima de lo que tú piensas. ¿Entiendes?

—Santo cielo.

—Sentirse miserable es algo de lo que puedes fiarte, créeme.

—No lo sé.

—Sí, sentirte hecha una mierda te da sostén. ¿Qué dice la gente cuando va a la iglesia? «Dios, soy un pecador, no soy digno, la cagué incluso antes de nacer, soy una porquería, perdóname y, si no, también está bien, tienes razón, soy un parásito, un parásito por herencia...»

—¿Por...
herencia?

—¡Sí, que es congénito! —dijo Miranda gesticulando con grandilocuencia, como si estuviera ebria—. En el cristianismo existen esas cosas, uno está condenado desde el principio. Y así te sientes tú. Piensas que el sufrimiento es tu refugio, tu hogar, pero no es así. Sufrir es una puta mierda.

—¿Tú nunca sufres?

—¡Por supuesto, como una perra! ¿Sabes una cosa? Yo fui alcohólica, recibí el galardón a la peor actriz, estuve en chirona, ante un tribunal. ¡Caray! —Miranda soltó una carcajada, enamorada del desastre de su biografía—. Fue un desastre.

—¿Y cómo es que nada de eso te preocupa mucho?

—¡Claro que me preocupa! Tener mala suerte me preocupa mucho.

—Pero tú no te ves a ti misma..., eh..., eso..., desde el principio.

—No —dijo Winter, negando con la cabeza—. Sólo durante breves momentos, cuando he bebido. Normalmente no sabría de qué estoy hablando ahora. Pero no por principio.

Por primera vez esa noche, Olympiada sonrió, lo hizo con cautela, como si dudara de estar preparada para hacerlo.

—¿Me revelas un secreto, Miranda?

—Lo que quieras, tesoro.

—¿Cómo se llega a ser como tú?

—No tengo ni idea. —Winter reflexionó, pensando seriamente en ello—. Creo que se necesita cierta falta de... imaginación.

—¿Falta de imaginación?

—Sí —dijo Miranda, relinchando de risa—. Imagínate que no tenga ni pizca de imaginación, de fantasía. De ese modo no puedo verme a través del prisma de otros. Quiero decir, me doy cuenta cuando la gente me encuentra guay y todo eso, o cuando hombres y mujeres me desnudan con la mirada, claro. Pero, por lo demás, yo me veo exclusivamente a través de mis propios ojos, y si algo no me gusta, lo corrijo. No puedo imaginarme, sencillamente, cómo quieren los demás que sea, así que no intento ser así. —Hizo una pausa y le hizo notar a Funaki que su copa estaba vacía—. Y ahora deja ya de verte a través de los ojos de Oleg, ¿de acuerdo? ¡Eres simpática, supersimpática! Dios mío, pero si eres hasta diputada en esa cosa rusa... ¿Cómo me dijiste que se llamaba?

BOOK: Límite
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