Authors: Schätzing Frank
28 de mayo de 2025
Hacia la una, ya Jericho había hablado cuatro veces por teléfono con Zhao, quien en ese preciso instante era testigo de una reyerta multitudinaria y le aseguró estar divirtiéndose de lo lindo.
Los yonquis de la red entraban y salían. Algunos se cambiaban a las celdas para dormir. Eran casi exclusivamente hombres los que poblaban el Cyber Planet, las mujeres formaban una ínfima minoría, y la mayor parte de ellas eran muy mayores. Los únicos que a Jericho le parecían personas medio sanas eran los usuarios de los
full-motion-suits
y las pasarelas móviles, quienes, forzosamente, hacían algo de ejercicio físico mientras exploraban aquellos universos virtuales. Muchos de ellos pasaban su tiempo en mundos paralelos como Second Life y Future Herat, o en Evolutionarium, donde podían actuar como animales, desde dinosaurios hasta bacterias. Algunos de los que estaban tumbados movían sus manos dotadas de sensores, dibujaban crípticos dibujos en el aire, lo que era un indicio de que se esforzaban por desempeñar un papel activo. La inmensa mayoría no movían ni un dedo. Habían alcanzado el estadio final, degradados a la condición de espectadores de su propio y prolongado deceso.
Curiosamente, la atmósfera ejercía un efecto catártico sobre Jericho, gracias al cual los ofensivos comentarios de Zhao desaparecían de un modo irreversible. Aquellos zombis cibernéticos parecían, en cierto modo, animarse a hacerle saber que se necesitaba solamente un insignificante esfuerzo de la voluntad para poner fin a la condición de su soledad, lo señalaban con sus dedos enflaquecidos, lo culpaban de coquetear con la tristeza, de amurallarse en el pasado y sacar a colación sus miserias, lo devolvían de nuevo a la vida, que hasta ahora no había sido tan mala como él pensaba. Jericho tomó entonces miles de decisiones, pompas de jabón sobre cuya superficie vio la irisación de un futuro. De modo singular, aquel Cyber Planet le proporcionaba consuelo. Como si lo hubieran ensayado, en ese momento lo llamó Zhao y afirmó que sólo quería saber cómo le iba.
Estaba bien, le respondió el detective.
Y otra vez volvió a la espera. Bastante familiarizado con mirar fija y estoicamente a un punto, el ir y venir del mercado empezaba a aburrirlo. La gente comía y bebía, regateaba, vagaba por allí, se apareaba, reía o se peleaba. La noche pertenecía a los gánsteres, allí vaciaban el botín del día, lo devolvían al ciclo de la codicia, y lo hacían pacíficamente, según parecía. Jericho empezó a envidiar a Zhao por aquella riña, y decidió fiarse durante un rato del escáner, sincronizó las gafas holográficas con el móvil y se conectó a Second Life. El mercado desapareció y dio paso a un bulevar con tascas, comercios y un cine. A través de la pantalla táctil del móvil, Jericho dirigía a su avatar a lo largo de la calle. En ese mundo, Jericho tenía la piel oscura, llevaba el pelo negro y largo y se llamaba Juan Narciso Ucañán, un nombre que había leído hacía muchos años en algún
thriller. A
una mesa bajo el sol estaban sentadas tres mujeres jóvenes muy atractivas, todas con alas transparentes y afiligranadas antenas encima de los ojos.
—Hola —le dijo a una de ellas.
La joven levantó la vista y le dedicó una sonrisa radiante. El avatar de Jericho era una obra maestra de la programación y, aun para las elevadas exigencias de Second Life, tenía un aspecto extraordinariamente atractivo.
—Me llamo Juan —dijo—. Soy nuevo aquí.
—Soy Inara —dijo la joven—. Inara Gold.
—Eres muy guapa, Inara. ¿Tienes ganas de vivir una experiencia fuera de serie?
El avatar que se hacía llamar Inara vaciló. El titubeo era típico de la mujer que se ocultaba detrás.
—Estoy aquí con mis amigas —repuso ella con una evasiva.
—Bueno, a mí me encantaría —dijo una de las amigas.
—A mí también —dijo la otra.
—Bien, hagamos algo los cuatro. —Juan Jericho mostró otra ancha sonrisa—. Pero primero tengo que hablar algo con la más guapa de vosotras. Con Inara.
—¿Por qué conmigo?
—Porque tengo una sorpresa para ti —dijo él, señalando una silla vacía—. ¿Puedo sentarme a tu lado?
La joven asintió. Sus grandes ojos dorados lo miraron fijamente. Él se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
—¿Podemos tener un poco de tranquilidad, hermosa Inara? ¿Solos nosotros dos?
—Que por mí no sea, guapo.
—Nosotras ya nos largamos —dijo una de las amigas, levantándose.
La otra sacó una lengua bífida por entre los dientes y pescó un insecto que pasaba, se lo tragó y resopló ofendida. Ambas desplegaron sus alas y desaparecieron detrás de un frente de nubes de color rosa. Inara adoptó una postura afectada y sacó pecho. La tela de su diminuto top empezó a volverse transparente.
—Adoro las sorpresas —susurró la joven.
—Y ésta es una..., Emma.
Emma Deng se mostró tan sorprendida que por un momento perdió el control sobre su ropa. El top desapareció y dejó al desnudo unos pechos de forma perfecta. Al instante siguiente, su torso se coloreó de negro.
—No te vayas, Emma —se apresuró a decir Jericho—. Eso sería un error.
—¿Quién eres tú? —dijo entre dientes la mujer que se hacía llamar Inara.
—Eso no viene al caso. —El avatar de Jericho cruzó las piernas—. Has malversado dos millones de yuanes y has pasado secretos de empresa a Microsoft. No es posible endosarse más problemas a la vez.
—¿Cómo...? ¿Cómo me has encontrado?
—No ha sido difícil. Tus preferencias, tu semántica...
—¿Mi qué?
—Olvídalo. Me he especializado en hallar el rastro de personas en la red, eso es todo. Entretanto, has estado conectada el tiempo suficiente como para que pudiese localizarte.
Era mentira, pero Jericho sabía que Emma Deng no poseía los conocimientos necesarios para descubrir su embuste. Era una chica lista que había sabido aprovechar la circunstancia de su relación íntima con el mayor socio de la empresa donde trabajaba para cometer todo tipo de estafas durante años.
—Si lo quisiera —continuó Jericho—, la policía podría estar dentro de diez minutos a las puertas de tu casa. Podrías huir, pero ellos te encontrarían, del mismo modo que te he encontrado yo. Más tarde o más temprano te pillaremos, así que te aconsejo que me escuches.
La mujer se quedó tiesa. En su aspecto exterior, tenía tan poco que ver con la verdadera Emma Deng como Owen Jericho con Juan Narciso Ucañán. Si uno se basaba en su perfil psicológico, la probabilidad de que Emma escogiera un cuerpo como el de Inara Gold oscilaba casi en un cien por cien. Jericho estaba muy satisfecho consigo mismo.
—Escucho —soltó la mujer.
—Bien, el honorable Li Shiling está dispuesto a perdonarte. Ése es el mensaje que tengo que transmitirte.
Emma soltó una sonora carcajada.
—Me estás vacilando, ¿verdad?
—Para nada.
—Tío, puede que yo sea tonta, pero no tanto. Shiling va a hacer que arda en el infierno.
—Y nadie podría culparlo.
—Bueno, estupendo.
—Pero, por otra parte, el señor Li parece echar de menos las ventajas de tu compañía. Desde tu partida, la vida le parece algo sosa, sobre todo en la zona de las ingles.
El hermoso rostro de Inara Gold manifestó entonces un odio visceral. Jericho supuso que la auténtica Emma estaría sentada delante de un escáner de cuerpo entero, el cual procesaba su mímica y su gestualidad en tiempo real y lo transmitía al avatar.
—¿Y qué más ha dicho ese cerdo? —gruñó la mujer.
—No querrás oírlo.
—Claro que quiero. Deseo saber en qué me meto.
—¿Qué tal un refrescante baño en el río Huangpu, tal vez, con unas bolas de plomo sujetas a los pies? ¡Por supuesto que está cabreado! En el segundo mejor de los casos, te entregaría a las autoridades. Pero él preferiría, según sus propias palabras, que le hicieras otra mamada.
—Shiling es asqueroso.
—Tan grave no parece haber sido.
—¡Él me obligó!
—¿A qué? ¿A aligerarlo de dos millones? ¿A venderle a la competencia unos planos de construcción? ¿A sonsacarlo para ganarte su confianza?
Emma miró hacia un lado.
—Bueno, ¿y qué es lo que quiere?
—Nada en especial. Que te cases con él.
—Mierda.
—Puede ser —dijo Jericho serenamente—. Hay mucha mierda también en el Huangpu. La calidad del agua ha disminuido extremadamente. El señor Li espera tu llamada al número que ya conoces, y quiere oír un «Sí» bien alto y articulado. ¿Qué me dices? ¿Te ves capaz? ¿Qué debo comunicarle?
—Mierda. ¡Mierda!
—Él quiere oír otra cosa.
Entretanto,
Diana
había estado investigando, a través del servidor correspondiente, la localización de Emma. La mujer estaba en un piso en Hong Kong. Muy lejos, pero no lo suficiente. Ningún lugar sería muy lejos, a menos que abandonara el sistema solar.
—Tal vez hasta te compre un apartamento en Hong Kong —añadió Jericho en tono conciliador. Emma desistió.
—De acuerdo —dijo con voz chillona.
—El señor Li estará disponible para ti en cualquier momento. Antes de una hora quiere recibir tu feliz llamada; en otro caso me veré obligado a dar la voz de alarma para que empiece tu cacería. —Jericho hizo una pausa—. No lo tomes como algo personal, Emma. Yo vivo de esto.
—Sí —susurró la mujer—. Todos somos prostitutas.
—Tú lo has dicho.
Jericho puso fin a la conexión y abandonó Second Life. La ventana de visión de las gafas se despejó. Por el mercado deambulaban los últimos merodeadores. La mayoría de los puestos de venta habían cerrado. Jericho visualizó la hora.
Las cuatro de la mañana.
—Diana
—dijo a su móvil.
—Hola, Owen. ¿Todavía estás despierto?
Jericho sonrió. La complicidad de un ordenador tenía algo especial cuando hablaba la voz de
Diana.
El detective miró a su alrededor. La mayoría de las tumbonas estaban vacías. Por aquí y por allá trabajaban los sistemas de limpieza. Hasta los yonquis desarrollaban cierta intuición para los horarios del día.
—Despiértame a las siete,
Diana.
—Con mucho gusto, Owen. Ah, ¿Owen?
—¿Sí?
—Estoy recibiendo un mensaje para ti.
—¿Me lo puedes leer en voz alta?
—Zhao Bide escribe: «No quisiera despertarle, por si acaso sus ojos se han cerrado por el peso de la responsabilidad. Dulces sueños. Cuando todo esto haya pasado, iremos a tomar algo.»
Jericho sonrió satisfecho.
—Respóndele que... No, deja, no le respondas nada. Plancharé un rato la oreja.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—No,
Diana,
muchas gracias.
—Hasta luego, Owen. Que duermas bien.
«Hasta luego, Owen.» Luego, Owen. Owen...
Luego, luego, luego... El tiempo pasa y pasa sin que ella regresara. Él yace en su cama y espera. Está en la cama de la sucia habitación que él, de corazón, espera poder abandonar un día con ella.
Pero Joanna no regresa.
En su lugar, unas criaturas gordas parecidas a chinches empiezan a trepar por el cubrecama... Tienen las garras torcidas y se aferran a las fibras de algodón... El crujido de las patas segmentadas... Los timbres de alarma... Tentáculos que palpan y que le rozan la planta de los pies... Alarma, alarma...
¡Despierta, Owen!
¡Despierta!
—¿Owen?
Jericho saltó del susto, su cuerpo era un único latido. —¿Owen?
La luz matutina se le clavó en los ojos.
—¿Qué hora es? —murmuró el detective.
—Son las seis y veinticinco —dijo
Diana
—. Perdona que te despierte antes de hora, pero tengo una llamada de prioridad uno para ti.
«Yoyo», le pasó por la cabeza como un disparo.
No, los escáneres trabajaban con independencia de
Diana,
lo habrían torturado con un ruido que desgarraba los nervios y que era imposible no oír. Además, habría visto su figura en rojo. Pero entre las personas que empezaban a poblar poco a poco el mercado de nuevo, no había ningún Guardián.
—Comunícame —dijo Jericho con voz apagada.
—¿Qué pasa? ¿Duermes aún?
El cráneo cuadrado de Tu le sonrió. Tras él, el Serengeti —o algún paisaje parecido— despertaba a la vida. En cualquier caso, podían verse jirafas y elefantes en el entorno. Sobre unas montañas de colores pastel colgaba una naranja luminosa. Jericho se incorporó. Un ronquido generalizado inundaba el Cyber Planet Sólo había una chica joven sentada sobre su catre con las piernas cruzadas y un café en la mano. No tenía aspecto de yonqui. Jericho se dijo que estaba haciendo una breve visita a fin de ver las noticias de la mañana.
—Estoy en Quyu —dijo el detective, reprimiendo un bostezo.
—Sólo pensé, al oír a tu recepcionista... Tiene una bonita voz, pero normalmente respondes tú mismo.
—Diana
es...
—¿Llamas
Diana
a tu ordenador? —preguntó Tu con interés.
—Ando escaso de personal, Tian. Tú tienes a Naomi. Había una serie de televisión en la que un agente del FBI se pasaba todo el tiempo sosteniendo conferencias de larga distancia con su secretaria, pero jamás le había visto el rostro...
—¿Y ésa se llamaba
Diana?
—Mmmm.
—Simpático —dijo Tu—. ¿Y qué te impide tener una secretaria de verdad?
—¿Dónde la voy a meter?
—Si es atractiva, en tu cama. Te has establecido recientemente, hijo mío. Vives en un
loft
en Xintiandi. Ya es hora de que arribes a tu nueva vida.
—Gracias, ya lo he hecho.
—Frecuentas a gente que, a la larga, no muestra comprensión alguna hacia los ermitaños.
—¿Algo más, reverendo? —Jericho se incorporó a duras penas de la tumbona, caminó hasta el bar y escogió un capuchino—. ¿No quieres saber cómo vamos en nuestra búsqueda?
—No tenéis nada.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Si tuvierais algo, hace rato que me lo habrías restregado por las narices.
—Tu llamada tiene prioridad uno. ¿Por qué?
—Porque me precio de ser tu mejor colaborador —dijo Tu con una risita—. Querías saber a quién había telefoneado el tal Wang antes de morir.
El café cayó borboteante en el vaso de cartón.
—¿Eso quiere decir que...?
—Sí, eso mismo. Te pasaré el registro de llamadas, todas las que realizó desde el 26 de mayo. Deberías hacerme un homenaje.