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Authors: Schätzing Frank

Límite (154 page)

BOOK: Límite
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Su secretaria entró en el despacho.

—¿Podría atender un momento el teléfono?

—¿Es importante? —preguntó Palstein con apenas disimulada gratitud de que lo sacaran por un instante de aquella danza de la muerte.

—Orley Enterprises —dijo la mujer, mirando a los presentes con una sonrisa de ánimo—. ¿Alguien quiere café? ¿Un
espresso?
¿Un donut?

—Subvenciones —dijo un hombre mayor con la voz quebrada. Nadie rió. Palstein se puso de pie.

—¿Sabe algo de Loreena Keowa? —preguntó el ejecutivo al salir.

—No.

—Bueno —dijo mirando el reloj—. Estará todavía en el avión.

—¿Intento llamarla al móvil?

—No, creo que Loreena iba a coger un vuelo tarde. Dijo algo de aterrizar hacia las doce.

—¿Dónde?

—En Vancouver.

—Muchas gracias. Acaba usted de reafirmarme en la certeza de que mantendré mi puesto de trabajo durante un rato más.

Él la miró fijamente.

—Las doce en Vancouver son las dos en Texas —aclaró la secretaria.

—¡Ah! —rió Palstein—. Madre mía, ¿qué haría yo sin usted?

—Precisamente. La llamada es en el salón de reuniones pequeño. Es una videoconferencia.

Un grupito de aspecto nervioso podía verse en el monitor de la pared. Jennifer Shaw, la responsable de seguridad de Orley Enterprises, estaba sentada alrededor de una mesa de aspecto desolado, en compañía de un hombre rubio con barba de dos días y una asiática excepcionalmente guapa.

—Siento mucho molestarlo, Gerald —dijo Shaw.

—No me molesta —sonrió él, apoyando los brazos cruzados en el borde de la mesa—. Me alegro de verla, Jennifer. Por desgracia, tengo muy poco tiempo ahora.

—Lo sé. Lo hemos sacado de una reunión. Permítame que haga las presentaciones oportunas. Chen Yuyun...

—Yoyo —dijo la guapa asiática.

—Y Owen Jericho. Desgraciadamente, el motivo es de todo menos edificante. Aun así, el asunto podrá esclarecer ciertas preguntas que usted estará haciéndose desde lo sucedido en Calgary.

—¿Calgary? —Palstein frunció el ceño—. Bueno, dispare.

Shaw le habló de la posibilidad de un ataque nuclear al Gaia, y de que tal vez a él habrían querido quitarlo de en medio para que su lugar en el grupo de turistas organizado por Julian fuera ocupado por un terrorista. Los pensamientos de Palstein volaron hasta Keowa.

«Alguien quería impedir que usted hiciera algo. Y, a mi juicio, ese algo era impedir que viajase con Orley a la Luna.»

—Dios mío —susurró él—. Eso es espantoso.

—Necesitamos su ayuda, Gerald. —Shaw se inclinó hacia adelante con el rostro duro, todo un monumento de recelo—. Necesitamos todo el material gráfico de que dispongan las autoridades estadounidenses y canadienses sobre el atentado contra usted, y también necesitamos cualquier información, textos, estado de las investigaciones. Por supuesto que podríamos ir por la vía oficial, pero usted conoce personalmente a la gente que se ocupa de esas investigaciones. Sería amable de su parte que acelerara el asunto. Texas tiene todavía toda una tarde de abundante trabajo, está llena de eficientes agentes que podrían enviarnos algo hoy mismo.

—¿Han hecho intervenir ustedes ya a la policía inglesa?

—La policía criminal, el SIS. Por supuesto que entregaremos de inmediato el material a las instancias estatales, pero, como bien puede usted imaginarse, las atribuciones de mi trabajo no son sólo entregar cosas.

—Haré lo que esté en mi mano —dijo Palstein negando con la cabeza, visiblemente incómodo—. Perdóneme, pero esto es una auténtica pesadilla. Primero el ataque contra mí, y ahora esto. No hace ni una semana que le deseé a Julian un buen viaje. Pretendíamos firmar algunos contratos en cuanto regresara.

—Lo sé. Pero todavía no hay nada que indique que no será así.

—¿Por qué alguien querría destruir el Gaia?

—Eso intentamos averiguar, Gerald. Y también queremos descubrir, a ser posible, quién le disparó a usted.

—Señor Palstein. —Era la primera vez que el rubio tomaba la palabra—. Sé que le habrán preguntado esto miles de veces, pero ¿tiene alguna sospecha?

—Bueno. —Palstein suspiró y se pasó la mano por la cara—. Hasta hace pocos días habría jurado que alguien, simplemente, había dado rienda suelta a su decepción y su enfado, señor...

—Jericho.

—Señor Jericho. —Palstein ya tenía de nuevo un pie en la sala de reuniones de al lado—. Hemos tenido que despedir a mucha gente en los últimos tiempos, cerrar empresas... Ya sabe usted lo que está pasando. Pero hay gente que sospecha lo mismo que ustedes: que el ataque tenía como propósito evitar que yo viajara a la Luna. Sólo que hasta ahora no comprendía el porqué.

—El caso ahora está más claro.

—Mucho más claro. Por cierto, esa gente o, mejor dicho, esa persona, para ser exactos, no excluye que haya en juego algunos intereses chinos.

Shaw, Jericho y la joven intercambiaron una mirada.

—¿Y qué lleva a esa persona a sospechar tal cosa?

Palstein vaciló.

—Escúcheme, Jennifer, por arduo que me resulte, tengo que entrar de nuevo en esa reunión. Antes me ocuparé de que reciba usted ese material, pero hay algo para lo que tengo que pedirle un poco de paciencia.

—¿Qué es?

—Existe una película que posiblemente muestre al hombre que me disparó.

—¿Qué? —Yoyo se levantó—. Pero si eso es exactamente lo que...

—La recibirán —dijo Palstein, alzando ambas manos en un gesto de justificación—. Sólo que le prometí a la persona que investigó la película que, en un principio, la mantendría bajo llave. Dentro de pocas horas hablaré con ella y le pediré que libere el vídeo; hasta entonces les pido su comprensión.

La hermosa china lo miró fijamente.

—Hemos pasado por muchas cosas —declaró en voz baja.

—Yo también —repuso Palstein señalando su hombro—. Pero las reglas de un juego limpio me dictan que todo se haga a su debido tiempo.

—Bien —dijo Shaw, y sonrió—. Por supuesto que respetamos su decisión.

—Sólo una pregunta más —terció Jericho.

—Por favor.

—El hombre que esa persona cree que es el asesino..., ¿se lo puede ver bien en esa película?

—Bastante bien, sí.

—¿Y es chino?

—Asiático. —Palstein guardó silencio por un instante—. Posiblemente sea chino, sí. Probablemente lo sea.

CABO HERÁCLIDES, MONTES JURA, LA LUNA

Locatelli estaba atónito. Había llegado a creer que tenía dentro de su cabeza toda la superficie lunar, que los
maña
y el cráter cubrían la concavidad del hueso. De ello sacó dos conclusiones. Por un lado se preguntaba por qué se había derramado tanto polvo dentro de su cerebro y, por otro, pensaba que todo aquel viaje, tal y como él lo recordaba, jamás había tenido lugar, sino que había salido íntegramente de su imaginación, sobre todo ese último capítulo, tan poco agradable. Pensó que abriría los ojos, confiando en la consoladora certeza de que nadie podría hacerle nada y que incluso toda aquella sensación de cosas grises dando vueltas hallaría una explicación en el mundo natural. Lo único que seguía constituyendo un enigma era qué papel desempeñaba el universo en todo aquello. Lo asombraba y lo confundía que le aplastaran el lado derecho de la cara, pero ahora que estaba a punto de abrir los ojos...

No era el universo. Era el suelo sobre el que yacía.

Clac, clac.

Locatelli levantó la cabeza y se desplomó al suelo. Una torturante sierra circular le atravesaba el cráneo. Las formas y los colores eran borrosos. Todo estaba sumido en una luz difusa, crepuscular y chillona al mismo tiempo, de modo que tuvo que entornar los párpados. Un clac constante le llegaba hasta su oído. Intentó levantar una mano, pero sin éxito. Ésta estaba ocupada con la otra, las dos colgaban a su espalda, y no querían ni podían separarse.

Clac, clac.

Su mirada se despejó. Un tramo más adelante vio unas robustas botas y algo alargado que se mecía de un lado a otro con la regularidad de una tortura de agua china, y chocaba contra el borde del sillón del piloto, sobre el que estaba agachado el propietario de aquellas botas. Locatelli torció la cabeza y vio a Carl Hanna, que lo contemplaba con expresión pensativa, el arma en una mano, como si llevara sentado allí una eternidad. Rítmicamente, hacía golpear el cañón del arma contra el borde.

Clac, clac.

Locatelli tosió.

—¿Nos hemos estrellado? —graznó.

Hanna seguía mirándolo, pero no decía nada. Las imágenes se fueron engranando para dar forma a un recuerdo. No, habían aterrizado. Un aterrizaje forzoso. Habían salido disparados por encima del regolito y habían chocado contra algo. A partir de entonces ya no recordaba nada, sólo que, entretanto, se había producido un intercambio de roles, ya que ahora era él quien estaba atado. Una hirviente sensación de vergüenza se fue apoderando de él. La había jodido.

Clac, clac.

—¿Puedes dejar de golpear con ese cacharro contra la silla? —gimió—. Me pone de los nervios.

Para su sorpresa, Hanna paró de golpear. Apartó a un lado el arma y se frotó el mentón.

—¿Y ahora qué hago contigo? —preguntó

No sonaba como si quisiera recibir en serio una propuesta constructiva. Más bien podían percibirse algunos subtonos de resignación en sus palabras, un callado lamento que atemorizaba más a Locatelli que si Hanna se hubiese puesto a gritarle.

—¿Por qué, sencillamente, no me dejas ir? —le propuso Warren.

El canadiense negó con la cabeza.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no? ¿Cuál sería la alternativa?

—No dejarte ir.

—Es decir, dispararme.

—No lo sé, Warren. —Hanna se encogió de hombros—. ¿Por qué tuviste que hacerte el héroe, eh?

—Ya entiendo —dijo Locatelli, tragando en seco—. ¿Y entonces por qué no lo has hecho hace rato? ¿O acaso tienes algo así como una cuota? No matar nunca a más de tres personas en el mismo día, ¿eh? ¡Hijo de la gran puta! —De repente vio los caballos galopando y a él corriendo detrás de sí mismo para contenerlos de nuevo. Tal vez no era la mejor idea seguir enfadando a Hanna, pero en la fusión nuclear de su rabia no había espacio para las ideas claras. Locatelli se incorporó, logró sentarse y fulminó a Hanna con una mirada llena de odio—. ¿Te da placer hacer esto? ¿Te corrres cuando matas a alguien? ¿Qué clase de mierda perversa eres, Carl? ¡Me das asco! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Qué quieres de nosotros?

—Sólo hago mi trabajo.

—¿Tu trabajo? ¿Fue un maldito trabajo empujar a Peter a ese abismo? ¿Y volar por los aires a Marc y a Mimi? ¿Es eso un maldito trabajo, cerdo asqueroso?

«¡Basta, Warren!»

—¡Cabrón! ¡Pedazo de mierda!

«¡Basta!»

—¡Jodido mamón! Espera a que tenga las manos libres.

«Oh, Warren. ¡Qué estupidez, qué estupidez!» ¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué no se había conformado con pensarlo? Hanna frunció el ceño, aunque no parecía haber oído realmente lo que Warren le había dicho. Su mirada se dirigió a la esclusa de aire, y entonces, sin previo aviso, se inclinó hacia adelante.

—Ahora presta atención, Warren. Lo que yo hago más bien tiene que ver con la tala de árboles y el secado de pantanos. ¿Lo entiendes? Matar puede llegar a ser necesario, pero mi trabajo no consiste en destruir algo, sino en preservar y construir otra cosa. Una casa, una idea, un sistema, lo que te parezca.

—¿Y qué sistema se legitima matando?

—Todos.

—Eres un maldito enfermo. ¿Y en nombre de qué sistema has asesinado a Mimi, a Marc y a Peter?

—Basta, Warren. No pensarás en serio que vas a insuflarme algún complejo de culpa, ¿no?

—¿Trabajas para algún jodido gobierno?

—Al final, todos trabajamos para algún jodido gobierno. —Hanna se reclinó hacia atrás con un suspiro tolerante—. Bien, te contaré algo. ¿Recuerdas la crisis económica de hace dieciséis años? Al mundo entero le castañeteaban los dientes de miedo. También a la India. Pero ¡allí la crisis dio lugar a un nuevo impulso! Se invirtió en protección del medio ambiente, en alta tecnología, en educación y en agricultura, se alivió el sistema de castas, se exportaron servicios e innovaciones, se redujo la pobreza. Mil millones y medio de motivados arquitectos de la globalización, en su mayoría gente joven, se desplazaron hacia el lugar número tres de la economía mundial.

Locatelli asintió sorprendido. No tenía ni la menor idea de por qué Hanna le estaba contando todo aquello, pero en cualquier caso era mejor eso a que le disparen por no tener tema de conversación.

—Por supuesto que Washington se preguntó enseguida cómo había que tratar con dicho fenómeno. Por ejemplo, les perturbaba la idea de que una India fortalecida podría olvidarse del buen Tío Sam debido a un acercamiento a Pekín. ¿Qué bloque podría cristalizar de todo ello? ¿Uno entre la India y Estados Unidos? ¿Entre la India, China y Rusia? Washington siempre había contemplado a los indios como unos importantes aliados y les habría gustado instrumentalizarlos en contra de China, pero Nueva Delhi defendía su autonomía y no quería que nadie les dictara órdenes o los utilizara.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros?

—En esta fase, Warren, se envió a hombres como yo al subcontinente para que nos ocupáramos de encaminar la tendencia en la direción correcta. Habíamos recibido instrucciones de apoyar con todas nuestras fuerzas el milagro económico indio, pero cuando en el año 2014 el embajador chino en Nueva Delhi fue volado por los aires por la Ligim, la Liga para una Gran India Musulmana, eso enturbió las relaciones bilaterales indiochinas, justo en el momento de favorecer ciertos importantes acuerdos entre la India y Estados Unidos.

—Entonces, tú eres... ¡Un momento! —Locatelli mostró los dientes—. ¿No irás a contarme...?

—Pues sí, algunos de esos acuerdos se los debes, por ejemplo, a que tus colectores solares encuentran ventas tan atractivas en el mercado indio.

—¡Eres un puto agente de la CIA!

Hanna sonrió con moderada autosatisfacción.

—La Ligim fue idea mía. Uno de los innumerables trucos para evitar la formación de un bloque chino, ruso e indio. Algunos de esos trucos funcionaron, a veces, pagando el precio con algunas vidas humanas. Otros fracasaron, aunque también costaron vidas humanas, gente de la nuestra. Respeto tu genialidad, Warren, pero la gente como tú se hace grande e influyente en el marco de ciertas condiciones que alguien ha tenido que crear, por ejemplo, un gobierno de mierda. ¿Acaso puedes descartar la posibilidad de que tu liderazgo en el mercado en el lado opuesto del planeta ha sido comprado con un par de vidas humanas?

BOOK: Límite
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