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Authors: Schätzing Frank

Límite (152 page)

BOOK: Límite
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Como una piedra, el
Ganímedes
cayó en dirección al suelo.

¿Qué había hecho?

El transbordador se colocó en posición transversal. El ruido penetró desde el interior, los alaridos de tormento de una tecnología estresada.

—¡Julian! —gritó Locatelli—. ¡He metido la pata hasta el fondo!

—¿Qué pasa?

—¡Estoy cayendo!

—¿Qué has hecho? ¡Dime lo que has hecho!

Las manos de Locatelli volaban por los controles, indecisas acerca de qué palanca tocar, qué interruptor activar.

—Creo que he trastocado todos los controles de altura y velocidad.

—De acuerdo. ¡No pierdas los nervios ahora!

—¡No perderé los nervios! —gritó Locatelli, a punto de perderlos.

—Haz lo siguiente. Sencillamente, ve a...

En eso, la comunicación se cortó. «¡Mierda, mierda, mierda!» Con los dedos agarrotados, como una diva ante un montón de ratones blancos sobre el escenario, se inclinó hacia donde estaba la consola. No sabía lo que debía hacer, pero no hacer nada significaría la muerte, así que tendría que hacer algo, pero ¿qué?

Locatelli intentó corregir la posición torcida equilibrando el impulso.

El transbordador soltó un estertor como un animal enorme herido, empezó a tambalearse violentamente, se volvió hacia el otro lado. Al instante siguiente, el aparato empezó a sacudirse con tal intensidad que Locatelli temió que se partiera en mil pedazos. Sin saber qué hacer, miró en todas direcciones y, siguiendo un reflejo, volvió la cabeza hacia atrás...

Carl Hanna lo miraba fijamente.

Hanna, el culpable de todo. En otras circunstancias, Locatelli se habría levantado, le habría dado un guantazo e impartido un par de buenos consejos sobre cómo tratar a la gente, pero ahora no podía ni pensar en eso. Vio cómo el canadiense empezaba a tirar con violencia de sus ataduras, así que lo ignoró y dedicó de nuevo toda su atención a la consola. El transbordador perdía altura a gran velocidad, seguía volteándose. Locatelli decidió aceptar primero que se estaba despeñando y, luego, estabilizar la situación, pero sus esfuerzos sólo trajeron consigo que ya no tuviera ningún control sobre la consola de mando.

—¡Warren, tú...!

Hanna gritó algo.

—¡...estás en el automático! Tienes que...

¿Por qué, sencillamente, no le cerraba el pico a aquel idiota?

—¡...te has olvidado del timón! ¡Warren, maldita sea! ¡Suéltame!

—Que te den.

—¡Vamos a morir los dos!

Cabreado, Locatelli manoseó el menú principal. El altímetro descendía de un modo preocupante: 5,0; 4,8; 4,6... Como un meteorito, se dirigían a toda velocidad hacia el suelo lunar. Antes, en su desmedido afán, habría apretado algún botón, activado alguna función que le había retirado todos los poderes e impedido cualquier acceso al sistema de navegación. Ahora, sin embargo, parecía que, hiciera lo que hiciese, no tenía la menor influencia sobre el comportamiento del
Ganímedes.

—¡Warren!

¿Cómo se hacía?

«¡Recuerda! Tan sólo debes hacer lo que hiciste antes. Eso que había funcionado tan bien bajo las instrucciones de Julian.» Debía desactivar el dispositivo automático, cambiar al pilotaje manual.

Pero ¿cómo? ¿Cómo?

—¡Desátame, Warren!

¿Por qué ahora ya no funcionaba? ¡Menuda porquería de pantalla táctil! ¿Qué clase de mierda de cabina era aquélla, llena de campos virtuales, de paisajes electrónicos desconocidos y crípticos símbolos, en lugar de sólidos interruptores con carteles que tuvieran sentido, como, por ejemplo: «Hola, Warren, conéctame y todo irá bien»?

—¡Nos vamos a matar, Warren! Y eso no nos sirve a ninguno de los dos. ¡No es posible que quieras morir!

—Olvídalo, pedazo de hijo de puta.

—No te haré daño, ¿me oyes? ¡Desátame de una vez!

La llanura, ahora ladeada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ganaba en amenazadora presencia, la cresta montañosa situada a la derecha estiraba sus cimas por encima del trayecto del transbordador. Al acercársele, Sinus Iridum daba la impresión de que se estaba produciendo allí una metamorfosis inexplicable y extraña. Por momentos, la llanura de basalto parecía estar en pleno proceso de disolución, era más una especie de niebla que una superficie sólida, se veían en ella algunos fenómenos oscuros y enigmáticos. Algo más de un kilómetro separaba al transbordador del punto de impacto. De una manera difusa, se vieron entonces las vías del tren magnético, cúpulas, antenas y armazones. Por un espacio muy breve, Locatelli pudo ver un grupo de estructuras con forma de insectos en medio de un terreno que se elevaba ligeramente, luego también dejó de verlas, y el transbordador continuó descendiendo hacia su perdición.

—¡Warren, eres un maldito cabezota!

Lo peor era que Hanna tenía razón.

—¡Vale, está bien!

Maldiciendo, se levantó dando tumbos de su asiento, en un estado casi de ingravidez total, debido a la descabellada velocidad descendente. A su alrededor, todo traqueteaba, vibraba y retumbaba. El suelo estaba muy inclinado, apenas era posible sostenerse sobre él, sólo que, sin saber cómo, flotaba. Con el arma en una mano, se plantó al lado del canadiense, luego se colocó a sus espaldas y tiró con la mano libre de las ataduras.

Nada. Parecían como soldadas.

«Buen trabajo, Warren. ¡Bravo!»

Tendría que emplear ambas manos. ¡Menuda mierda! ¿Qué podía hacer con la pistola? ¡Sostenerla bajo la axila, de prisa! No podía dejar que lo dominara el pánico. Soltar los nudos, aflojarlos, deshacerlos cuidadosamente. Las correas se deslizaron hacia el suelo. Hanna extendió los brazos, dio un salto, consiguió agarrar el respaldo del asiento del piloto y se sentó en él. Su mirada se posó en la consola de mandos.

—Me lo imaginaba —lo oyó decir Locatelli.

Con esfuerzo, se sentó en el puesto del copiloto. El canadiense no le dedicó ni una sola mirada. Trabajaba muy concentrado, introduciendo una serie de órdenes, y entonces el
Ganímedes
enderezó el rumbo. Debajo de ellos se levantó un infinito mar de polvo, unos dedos borrosos se alzaron en el medio, se extendieron hacia ellos, revueltos por algo colosal con forma de insecto que se arrastraba por la llanura. Locatelli contuvo el aliento. En todo aquel escenario gris y borroso parecían moverse unos escarabajos enormes y relucientes, y entonces, de pronto, sintió como si le exprimieran el cerebro y éste se le estuviera saliendo por las orejas. Hanna frenó con violencia el transbordador. Delante de los cristales se revolvían las nubes de polvo. En un vuelo a ciegas, caían hacia ellas, a demasiada velocidad. Hacía un momento había sentido ganas de propinarle otra buena paliza a Hanna, pero ahora deseaba verlo en pleno ejercicio de sus facultades, como dueño de la situación. El sudor cubría el rostro del canadiense, resaltando los músculos del mentón. En la parte posterior del
Ganímedes
se oyó un estampido parecido a una explosión, luego algo retumbó con estruendo, y la nariz de la nave se alzó...

Tocaron tierra.

A la velocidad de un rayo, los soportes de aterrizaje se partieron. Locatelli fue lanzado fuera de su asiento, como si un gigante hubiera pateado al
Ganímedes
en la barriga, luego dio un salto mortal y se deslizó, sin que nada pudiera detenerlo, hacia la popa. Todos los huesos de su cuerpo parecían haber cambiado de posición. Con las turbinas bramando, el aparato surcó el regolito, botó, golpeó contra algo, siguió avanzando a toda velocidad, se encabritó, se zarandeó, pero el fuselaje resistía. Desesperado, Locatelli buscó con los dedos algo a lo que pudiera agarrarse. Su mano se cerró en torno a una viga de metal. Los músculos se tensaron, y el americano se levantó, pero perdió el sostén y voló hacia adelante cuando aquel trozo de chatarra, que seguía avanzando a toda marcha, colisionó con algo, se alzó y trepó por una colina. En el momento en que la nave se quedó quieta, bajo una avalancha de escombros, él aterrizó entre dos filas de asientos, fue arrastrado hacia adelante debido al impulso de su propia aceleración y se golpeó en la cabeza.

Todo a su alrededor se tiñó de rojo.

Luego todo se volvió negro.

MESETA DE ARISTARCO

La breve euforia sentida al oír la voz de Locatelli había dado paso ahora a un temor aún mayor. Julian intentó sin cesar localizar al
Ganímedes,
pero, salvo el ruido, nada más le llegaba a través de los auriculares.

—Se habrá estrellado contra el suelo —susurraba Omura una y otra vez.

—Eso no quiere decir nada —intentaba consolarla Chambers—. Absolutamente nada. Habrá conseguido controlar la nave, Momoka. Ya logró hacerlo en una ocasión.

—Pero no contesta.

—Porque está volando demasiado bajo. No puede contestar.

—Dentro de media hora lo sabremos —dijo Rogachov con voz serena—. Para ese momento, ya debería haber llegado.

—Cierto —asintió Amber, sentándose en el suelo—. Esperemos.

—No es tan sencillo —dijo Julian—. Si esperamos mucho tiempo, consumiremos demasiado oxígeno. Y entonces sí que no llegaremos a las plantas de extracción.

—¿Qué? ¿Tan escasos andamos?

—Según se mire. Podríamos concedernos una media hora. Pero ¡entonces nada puede salir mal! Y no sabemos si los Rover aguantarán. Tal vez nos topemos con parajes en los que no podamos continuar y tengamos que dar un rodeo.

—Julian tiene razón —dijo Chambers—. Es muy arriesgado. Sólo tenemos una oportunidad.

—Pero si Warren viene, y nosotros nos hemos marchado —se lamentó Omura—, ¿cómo va a encontrarnos?

—Tal vez podríamos dejarle una nota —dijo Rogachov después de un instante de breve y desconcertado silencio.

—¿Un mensaje?

—Alguna señal —propuso Amber—. Podríamos hacer una flecha con los restos del Rover destruido, y de ese modo sabrá en qué dirección hemos partido.

—Espera —dijo Julian en tono pensativo—. No es una mala idea. Se me ocurre que nuestras rutas tienen que cruzarse forzosamente. Su última posición era el cabo Heráclides, se dirigía hacia allí. Y es justamente ahí adonde tenemos que ir. Si mantenemos la radio abierta, en algún momento establecerá contacto con nosotros.

—¿Quieres decir...? —Omura tragó en seco—. ¿Que está vivo?

—¿Warren? —Julian rió—. ¡Por favor! A ése no hay quien lo venza, y eso nadie lo sabe mejor que tú. Además, esos aparatos no son tan difíciles de pilotar.

—¿Y si ha tenido que hacer un aterrizaje forzoso?

—Nos lo encontraremos por el camino.

Cargaron los Rover con las baterías restantes y las reservas de oxígeno, recogieron algunos escombros, armarios vacíos y contenedores de las barracas, y lo juntaron todo para trazar una flecha que señalaba hacia el norte. A la derecha de la marca, formaron una H y un 3 con fragmentos de piedra.

—Muy bien —dijo Chambers, satisfecha.

—Esto es lo que se llama una indicación de lugar detallada —la secundó Amber. Poco a poco, iba aflorando un poco de esperanza—. Con esto seguro que nos encontrará.

—Sí, tienes razón. —El tono de Omura había perdido toda petulancia. Parecía horriblemente preocupada y un pelín agradecida—. Es un mensaje inequívoco.

—Y ahora debemos ponernos en camino —apremió Rogachov—. ¿Alguna propuesta sobre quién debe ir en cada Rover?

—Que lo determine Julian. Él es el jefe.

—Y el jefe siempre marcha delante —dijo Julian—. Iré con Amber. Seremos corteses y os dejaremos el coche más bonito.

—Pues adelante...

Era raro. A pesar de que sabían que no podrían sobrevivir allí, todos sentían cierto malestar por tener que abandonar el puerto espacial. Quizá porque tenía aspecto de ser un sitio seguro, aunque, a decir verdad, no ofrecía ninguna seguridad. Y ahora emprenderían el camino del desierto, hacia una tierra de nadie.

Todos se miraron fijamente, pero sin poder verse las caras.

—Andando —ordenó Julian finalmente—. Larguémonos.

LONDRES, GRAN BRETAÑA

No cabía duda de que había servido para poner cierto orden en todo el hecho de que Jennifer Shaw involucrara a algunos representantes de Scotland Yard en el asunto, quienes, por su parte, cuando se empezó a hablar de material nuclear norcoreano, informaron de inmediato al SIS. Teniendo en cuenta que Orley Enterprises tenía su residencia fiscal en suelo británico y que, por otra parte, había una institución no británica afectada, enviaron al consorcio, en igualdad de condiciones, al MI5 y al MI6. Jericho, por el contrario, tenía la sensación de que no estaban progresando nada. Y no era que echara de menos a Xin ni las persecuciones instigadas por este último, sólo que, de repente, parecía que a él, a Yoyo y a Tu les hubieran arrebatado toda iniciativa de las manos. A última hora de la tarde, el Big O se llenó de investigadores. Shaw insistió en tenerlos presentes en cada reunión, con el resultado de que tuvieron que recitar, como en una cantinela, las mismas respuestas a las mismas preguntas, hasta que Tu, en medio de un interrogatorio, le exigió rojo de rabia a uno de los agentes de su majestad que le devolvieran su maleta.

—¿Qué pasa? —preguntó Yoyo, irritada.

—¿Es que no has oído la pregunta? —Con su dedo carnoso, Tu señaló al agente, que continuaba escribiendo impasible en un pequeño librito.

—Claro que la he oído —dijo ella con cautela.

—¿Y?

—En realidad, él sólo ha pregun...

—¡Me ofende! ¡Ese tipo me ha ofendido!

—Yo sólo le he preguntado por qué huyó de las autoridades alemanas —dijo el agente, muy tranquilo.

—¡Yo no huí! —replicó Tu—. ¡Nunca huyo! Sé muy bien de quién fiarme, y los agentes de policía no están a menudo entre esas personas de las que me fío, casi nunca.

—Eso no habla bien en su favor.

—¿Ah, no?

El rostro encerado de Edda Hoff cobró signos de vida.

—Tal vez debería tener usted en cuenta que debemos al señor Tu y a sus acompañantes importantes indicios que la autoridad que usted representa no nos había proporcionado hasta ahora —dijo la mujer con su característico tono apagado.

El hombre cerró el libro de golpe.

—No obstante, habría sido mejor para todos que hubieran colaborado ustedes, desde el principio, con los colegas alemanes —dijo el policía—. ¿O tenía usted motivos para no prestar esa colaboración?

Tu se levantó de un salto y estampó un puñetazo encima de la mesa.

—¿De qué me está acusando?

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