Límite (150 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
5.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Puede llamarme, simplemente, Yoyo —respondió la joven, estrechando la mano que le tendían—. Éste es el honorable Tu Tian, y él es Owen Jericho, también muy honorable.

El otro hombre soltó una tosecita, se secó las palmas de las manos en las perneras del pantalón e hizo un gesto de asentimiento a los presentes.

—Soy Tom Merrick, el encargado de la informática.

Jericho lo observó. Era un hombre joven, con una calvicie prematura y, por lo visto, algo cohibido a la hora de mirar directamente a los ojos de sus interlocutores por espacio de más de dos segundos.

—Tom es nuestro especialista en cualquier tipo de comunicación y transmisión de mensajes y datos —dijo Norrington—. ¿Han traído el dossier?

En lugar de responder, Jericho le entregó el minúsculo cubo de cristal.

—¡Excelente! —Norrington asintió—. Vengan conmigo.

El camino los condujo hacia el interior, a través de un paseo lleno de verde y de un puente, más allá del cual se extendía una fachada de ascensores acristalados. La vista daba al interior abierto del Big O, cruzado por otros muchos puentes. Gente atareada caminaba con prisa de un lado a otro. A unos ciento cincuenta metros debajo de él, Jericho vio unas cabinas que parecían elevadores. Luego subieron a uno de los ascensores de alta velocidad, descendieron en dirección al suelo, pasaron a través de él y se detuvieron en el subnivel cuatro. Norrington caminaba delante de ellos. Sin aminorar su ritmo, se dirigió a una pared reflectante que se abrió silenciosamente, y el mundo de la alta seguridad se los tragó a todos, un universo dominado por puestos de trabajo con ordenadores y paredes con monitores, de mujeres y hombres que hablaban a través de micrófonos instalados en sus auriculares. Había varias videoconferencias en marcha. Tu se acomodó las gafas sobre el dorso de la nariz, emitió unos sonidos de satisfacción y estiró el cuello, fascinado por el despliegue de tecnología.

—Nuestro centro de mando —les explicó Norrington—. Desde aquí estamos en contacto con todas las instalaciones de Orley a lo largo y ancho del mundo. Trabajamos con las especificidades de cada subempresa, lo que significa que no existe un jefe continental, sólo encargados de seguridad de las distintas filiales, las cuales, todas ellas, informan a Londres. Todos los datos para la evaluación de la situación convergen en nosotros.

—¿A cuántos metros de profundidad estamos bajo el suelo? —preguntó Yoyo.

—No tan profundo. Quince metros. Tuvimos que luchar bastante contra el manto freático, pero ahora el sitio está impermeabilizado. Por razones obvias, teníamos que proteger la central de seguridad de cualquier ataque desde el aire; además, el subsuelo del Big O sirve, en caso de necesidad, como bunker atómico.

—Eso quiere decir que aunque Inglaterra caiga...

—...Orley seguirá en pie.

—El rey ha muerto, viva el rey.

—Que no cunda el pánico —sonrió Norrington—. Inglaterra no caerá. Nuestro país se transforma, hemos tenido que aceptar que desaparecieran las cabinas telefónicas rojas y los autobuses rojos, pero la familia real no es un tema negociable. Si la cosa se pusiera fea, habría sitio aquí abajo para el rey.

Norrington los condujo a un salón de reuniones con paredes de proyección holográficas que daban la vuelta a todo el recinto. Dos mujeres charlaban en voz baja. Una de ellas reconoció a Jericho de inmediato. El peinado tipo paje, negro como una capa de pintura reluciente, pertenecía a Edda Hoff. La otra mujer era rellenita, tenía rasgos elocuentes, pero duros y severos, ojos de color gris azulado y el pelo corto y blanco.

—Soy Jennifer Shaw —dijo.

«La jefa suprema de la central de seguridad —completó Jericho en su cabeza—. El primer perro guardián del imperio internacional de Orley.» Una vez más, hubo apretones de manos.

—¿Café? —preguntó Shaw—. ¿Agua? ¿Té?

—Cualquier cosa. —Tu había descubierto un lector de cristales de memoria, y se encaminó directamente hacia él—. Da igual.

—Vino tinto —dijo Yoyo.

Shaw enarcó una ceja.

—¿Tempranillo? ¿Reserva? ¿De barrica?

—Si es posible, algo narcótico.

—Narcótico y cualquier otra cosa —asintió Edda Hoff, que salió por un breve instante y regresó de inmediato, mientras los demás ocupaban sus puestos.

Tu puso el cristal en el lector e hizo un gesto de asentimiento a los presentes.

—Con su consentimiento, daremos la palabra, en primer lugar, a un viejo canalla —dijo—. A él le deben ustedes poder ver lo que piensa el cerebro enfermo de sus enemigos; además, con ello me complace despejar cualquier duda sobre nuestra credibilidad.

—¿Dónde está ese hombre ahora? —preguntó Shaw, echándose hacia atrás.

—Muerto —respondió Jericho—. Fue asesinado frente a mis propios ojos. Intentaban impedir que consiguiera transmitir lo que sabía.

—Por lo visto, sin éxito —opinó Shaw—. ¿Cómo consiguieron ustedes apoderarse del cristal?

—Yo robé su ojo —dijo Yoyo—. El izquierdo.

Shaw reflexionó un segundo sobre esto último.

—Sí, no se puede descartar ninguna vía. Pues cédale la palabra a su amigo muerto.

—Todo esto, eh..., parece una avería del satélite —dijo Tom Merrick, jefe del Departamento de Seguridad Informática después de que Vogelaar evocó el Armagedón bajo el cielo cargado de África—. En cualquier caso, tiene toda la pinta de tratarse de eso.

—¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó Jericho.

—Bueno, es algo complicado. En primer lugar, los satélites no son equipos que puedan activarse o desactivarse al antojo de alguien. Es preciso conocer su código para poder controlarlos. —La mirada de Merrick se apartó—. Bueno, algo así puede averiguarse a través de una labor de espionaje. Un satélite de comunicaciones se puede paralizar mediante un encauzado torrente de datos, puede hacerse durante un segundo o durante un día entero, se lo puede destruir con radiación, pero en este caso tenemos una desconexión total. ¿Me entiende? No podemos comunicarnos con el Gaia ni con la base Peary.

—¿La base Peary? —repitió Tu como en un eco—. Ésa es la base lunar estadounidense, ¿no es así?

—Exacto. En este momento, a ellos les bastaría con bloquear únicamente el LPCS, o los satélites lunares, debido a la libración, pero...

—¿La libración? —Yoyo puso cara de desconcierto.

—La Luna parece detenerse —se inmiscuyó Norrington antes de que Merrick pudiera responder—. Pero es una impresión falsa. La Luna sigue girando normalmente. Por el espacio de una vuelta alrededor de la Tierra, gira una vez alrededor de su propio eje, y eso tiene el efecto de que sólo vemos la misma cara. A eso se le llama rotación síncrona, y es típico de todas las lunas del sistema solar. Por cierto...

—¡Sí, sí! —exclamó Merrick, asintiendo impaciente—. Tiene usted que explicarles que la velocidad de ángulo con la que una luna da la vuelta a un cuerpo de mayor tamaño, en relación con la propia rotación...

—Creo que nuestros invitados prefieren una explicación más sencilla, Tom. En principio, lo que sucede es que la Luna, condicionada por el comportamiento de la rotación, se tambalea un poco. De esa manera podemos ver, en total, más de la mitad de la superficie lunar, casi un sesenta por ciento. Cuando ocurre a la inversa, las regiones de los bordes desaparecen por fases.

—Y también el alcance de la radio —añadió Merrick—. La radio convencional requiere forzosamente de contacto visual, a menos que se dispusiera de una atmósfera que reflejara las ondas de radio, pero esa atmósfera no existe en la Luna. Y en este momento, el polo norte lunar, así como la base Peary, están situados en la sombra de libración, de modo que no podemos entrar en contacto con ellos desde la Tierra por medio de las ondas de radio. Por eso se equipó a la Luna con diez satélites propios, el llamado Lunar Positioning and Communication System, cuyas siglas son LPCS, los cuales están en órbita a la vista unos de otros. Por lo menos hay cinco de ellos con los que nos comunicamos de forma permanente, de modo que deberíamos poder establecer contacto con la base haya libración o no.

—¿Y qué es lo que habla en contra de que alguien, justamente, haya puesto bajo su control esos diez satélites? —preguntó Jericho.

—Nada. ¡Es decir, todo! ¿Sabe usted cuántos satélites tiene que desactivar para cortar toda comunicación entre la Luna y la Tierra? El Gaia, por ejemplo, no tiene problemas de libración, pues está sobre la cara visible, por eso se puede transmitir al hotel a través de los satélites TDRSS, aun sin estar funcionando el LPCS. Sin embargo, ahora tampoco tenemos contacto con el Gaia.

—Entonces, es probable que algunos satélites terrestres hayan sido...

—...interrumpidos, pues sí, así es, son un montón de códigos, pero en fin. Tal vez, a la larga, eso no le sirva de mucho. Podría usted atacar la central del TDRSS en White Sands y desactivar de una vez todos los satélites de arena del sistema Tracking and Data Relay, pero entonces se puede cambiar a las estaciones terrestres y a otros satélites civiles como el Artemis, que están equipados con transpondedores de banda S y antenas dirigibles. ¿Cómo va a interrumpirlos todos?

—Y en ello, precisamente, radica el problema —dijo Edda Hoff—. Estamos en contacto con todas las estaciones terrestres del mundo. Nadie consigue establecer contacto.

—Tras haberse cortado la conferencia, informamos, en primer lugar, a la NASA y a Orley Space, en Washington —dijo Shaw—. Y también informamos de ello, como es natural, al Centro de Control de la Misión, en Houston, y a nuestros propios centros de mando en la Isla de las Estrellas y en Perth. En todas partes, las radios están mudas.

—¿Y cuál podría ser el motivo —preguntó Jericho, frotándose el mentón— si no se trata sólo de una interrupción del satélite?

Merrick estudió las líneas de la palma de su mano derecha.

—Aún no lo sé.

—La base Peary y el Gaia, ¿también están incomunicados entre sí?

—No forzosamente —dijo Norrington, sacudiendo la cabeza—. Aunque no lo sabemos. Entre ambos puntos existe una comunicación sin satélite, a través del láser.

—De modo que si pudiéramos comunicar con la base...

—Ellos podrían transmitir nuestro mensaje al Gaia.

Shaw se inclinó hacia adelante.

—Escuche, Owen, no voy a negarle que hasta hace muy poco tuve mis dudas sobre si los indicios de los que ustedes disponen significaban forzosamente un peligro para el Gaia. Podrían ser ustedes tres locos histéricos.

—¿Y cuál es su opinión ahora? —quiso saber Tu.

—Me inclino a creerlos. Según su dossier, esa bomba dormita ahí arriba desde abril del año pasado. Y, en efecto, la inauguración del Gaia estaba prevista para 2024, pero la crisis lunar vino a estropearnos los planes. De modo que activar la bomba ahora, cuando el hotel está terminado, tiene un sentido. Y lo más sospechoso, que en cuanto le hacemos llegar una advertencia al hotel, alguien sabotea nuestras comunicaciones, otro indicio de que algo va a pasar, pero, sobre todo, de que alguien nos vigila muy de cerca, en estos precisos instantes. Y eso es sumamente inquietante. En primer lugar, porque nos hace suponer que tenemos un topo en nuestras filas, y en segundo lugar, porque eso significa que alguien, allí arriba, intentará llevar la bomba al Gaia y activarla, si es que no lo ha hecho ya.

—Cuando uno escucha al tal Vogelaar —dijo Norrington—, llega a ver chinos por todas partes.

—Es una posibilidad que no se debe descartar —dijo la mujer, y luego hizo una pausa—. Pero Julian ya sospechaba de alguien antes de que se cortara la comunicación. Uno de los huéspedes. Precisamente el huésped que se unió al grupo el último. El terrorista tendría que ser alguien por nosotros conocido.

—Carl Hanna —dijo Norrington.

—Carl Hanna —asintió Shaw—. De modo que tengan ustedes la amabilidad de facilitarme su expediente. ¡Hagan una radiografía de ese tipo, quiero conocer hasta el contenido de su estómago! Edda, usted se comunicará brevemente con la NASA y dará instrucciones a la OSS. Nuestra gente o la suya debe enviar un transbordador al Gaia.

Hoff vaciló.

—Eso, en caso de que la OSS, en este instante, tenga capacidad...

—No me interesa si tienen o no capacidad libre. Lo único que me interesa es que lo hagan. Y que lo hagan de inmediato.

MESETA DE ARISTARCO

El Rover del que Julian había hablado estaba aparcado en el nivel inferior. En cambio, el segundo había quedado varado en la pista de aterrizaje, chamuscado por completo, como si hubiera caído bajo el chorro de fuego de la turbina de un transbordador. Del tercero, por el contrario, sólo daba fe un montón de chatarra. A lo lejos se veían escombros dispersos por todas partes, de modo que Omura, de repente, salió corriendo y empezó a buscar los restos mortales de Locatelli. En medio de un mutismo sombrío, examinaron el entorno. Luego estuvieron de acuerdo en que Locatelli no estaba allí, y tampoco ninguna parte de su cuerpo.

Todos sabían lo que eso significaba. Locatelli debía de haber conseguido subir a bordo del transbordador.

Desanimados, rebuscaron en los hangares. Por lo visto, el puerto espacial de Schröter se hallaba todavía en construcción. Todo indicaba que se había planeado construir esclusas de aire y hábitats a prueba de presión, de modo que las personas pudieran sobrevivir allí durante un tiempo, pero por ninguna parte había rastro de sistemas de soporte vital. Una cámara de frío, prevista para la conservación de alimentos, estaba allí, totalmente abandonada. La sección del hangar donde aparcaba el móvil lunar mostraba infinidad de carteles según los cuales allí tendría que haber también varios
grasshoppers
,
pero no se veía ninguno por ninguna parte.

—En fin —comentó Chambers con enfado, después de ver cómo los contenedores de acero que debían guardar los trajes espaciales mostraban un vacío en forma de enorme bostezo—. Por lo menos, en teoría, estamos seguros. Sólo que todo esto tendría que haber pasado cuatro semanas más tarde.

—¿En serio que sólo tenemos ese estúpido móvil lunar a nuestra disposición? —gimió Omura.

—No, tenemos algo más que eso —contestó la voz de Julian, que estaba con Amber y Rogachov en el edificio contiguo—. Será mejor que vengáis hasta aquí.

—Es cierto que no se trata de algo que vuele —dijo, resumiendo—. Pero sí algo que anda. El Rover achicharrado que está ahí fuera no ha mejorado su aspecto, pero funciona. Junto con el del hangar, tenemos dos. Y mirad lo que ha encontrado Amber: baterías de repuesto para ambos vehículos, y en la plataforma de carga del Rover intacto hay oxígeno adicional para dos personas.

Other books

Coming Home by Stover, Audrey
Wilde at Heart by Tonya Burrows
Don't Ever Get Old by Daniel Friedman
30 - King's Gold by Michael Jecks
An Affair For the Baron by John Creasey
The Shadow Club by Neal Shusterman