Límite (184 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—...no sé en este momento cómo funciona. Bueno, sí que lo sé, pero eso no resuelve nuestro problema. Sólo podremos llenar nuestros tanques. Todos los tanques de reserva han desaparecido.

—Carl —dijo Rogachov con voz apagada.

Amber miraba fijamente hacia adelante. Por supuesto, Hanna había estado en el hábitat. Habían peinado la estación, esperando todo el tiempo ser atacados por él, pero Carl había puesto pies en polvorosa. Lo que les planteaba una nueva pregunta, el cómo, ya que por el momento no habían notado la ausencia de ninguno de los
hoppers,
hasta que Julian descubrió los horarios de viajes y tareas y averiguó que, inmediatamente antes de llegar ellos, un transporte de helio 3 había abandonado la base Peary.

—De modo que va de camino hacia allí.

—Sí. Y del polo, de vuelta al hotel.

—¡Bien, sigámoslo! ¿Cuándo parte el próximo tren?

—Hum, déjame mirar... Oh, no será hasta pasado mañana.

—¡¿Pasado mañana?!

—¡Estados Unidos no extrae de aquí torrentes de helio 3 cada hora! Son cantidades pequeñas. En un futuro habrá más trenes, pero por el momento...

—Pasado mañana... ¡Joder! Dos días aquí sin poder movernos.

También los satélites seguían sin responder. Amber estaba agachada sobre su té, que se enfriaba, y alzaba los hombros como si con ello pudiera evitar que su cabeza se juntara con los pies. En su cerebro parecía haberse alojado todo un regimiento de oficinistas de alguna entidad estatal. Por un lado, temía perder los nervios a causa del miedo que sentía por Tim, Lynn y los demás. Al mismo tiempo, era como si mirara el montañoso horizonte de un escritorio que se doblaba bajo las exigencias de su propia supervivencia. Nadie acudía en su ayuda. Las solicitudes de duelo y preocupación yacían en alguna parte sin haber sido atendidas, la sección dedicada a la empatía estaba cerrada, y sus empleados habían salido a tomar café; en el departamento de investigaciones de síndromes postraumáticos sólo funcionaba el contestador automático, que recitaba cuáles eran los horarios de apertura. Una de cada dos dependencias había cerrado por relegación mental. Sentía ganas de llorar, por lo menos deseaba lloriquear un poco, pero las lágrimas necesitaban ser convocadas, y para ello había que rellenar un formulario que no aparecía por ninguna parte, mientras que el departamento de disociación realizaba horas extras. Se verificaban, se consideraban y se descartaban planes de fuga, y mientras tanto su yo en estado de
shock,
en compañía de los cinco muertos, esperaba que alguno de los semioquímicos que pasaban a toda prisa se pusiera al mando.

—¿Y cuán lejos podríamos llegar con los
grasshoppers?
—preguntó la nuera de Julian.

—En teoría, hasta el hotel —dijo Julian, mordiéndose el labio inferior—. Pero necesitaríamos dos días para ello. Y no tenemos tantas reservas de oxígeno.

—¿Y no se podría reprogramar el sistema de mando de los trenes? —preguntó Rogachov—. Hay varios ahí aparcados. Si consiguiéramos arrancar alguno...

—Yo no sé hacer eso. ¿Sabes hacerlo tú?

—Procedamos al revés —dijo Chambers—. ¿Cuánto tiempo durarán todavía nuestras reservas?

—Entre tres y cuatro horas por cabeza, supongo.

—Eso quiere decir que podemos olvidarnos de cualquier otro medio de transporte que tarde más de ese tiempo.

—Por lo menos, no llegaremos con ellos al hotel. En cambio, si nos quedamos aquí, estaremos en condiciones de sobrevivir por un tiempo ilimitado.

—¿Pretendes pudrirte aquí mientras todo ahí fuera se va a pique? —le gritó Amber, furiosa—. ¿Qué hay de esos aparatos con aspecto de insecto? ¿Esos vehículos con forma de crustáceos? Están equipados con sistemas de soporte vital, ¿no?

—Sí, y son más lentos que los
hoppers.
Con ellos llegaríamos dentro de tres o cuatro días al pie de los Alpes. Escalarlos nos llevaría más tiempo de lo que durasen nuestras reservas.

—De nuevo, el aire para respirar —constató con amargura Chambers.

—No es sólo eso, Evelyn; aunque tuviéramos suficientes reservas, el tiempo se nos escaparía de las manos.

Rogachov lo miró con ojos inquisitivos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Con qué?

—Con que el tiempo se nos escaparía de las manos.

Julian sostuvo la mirada del ruso. Varias veces hizo ademán de empezar a hablar, hasta que volvió la cabeza en dirección a Amber en un callado reclamo de ayuda. Ella asintió discretamente y Julian abrió las compuertas de la discreción y, por fin, les contó a Chambers y a Rogachov toda la verdad.

Rogachov se mostró impasible. Chambers se contempló las puntas de los dedos, como atontada. Sus labios se movieron, como si pronunciara una oración que nadie podía oír.

—¿Eso es todo? —dijo finalmente.

—No, no es todo, ni mucho menos —dijo Julian, negando con la cabeza en un gesto sombrío—. Pero no sé nada más. ¡De verdad! Jamás os habría traído hasta aquí si hubiese abrigado la más mínima sospecha de que...

—Nadie te acusa de ligereza o de irresponsabilidad —replicó Rogachov fríamente—. Por otro lado, es tu hotel, así que piensa: ¿tienes idea de por qué alguien querría volar el Gaia, y a todas estas personas, con una bomba atómica?

—Llevo horas devanándome los sesos con esa pregunta.

—¿Y?

—Ni la menor idea.

—Precisamente —asintió Rogachov—. Porque no tiene sentido. A menos que ocurra algo con el hotel que tú no sepas.

«O con la persona que lo construyó», pensó Amber. Le vino a la mente en ese momento la sospecha de Julian. «Una estupidez», se dijo en ese mismo instante, pero la desagradable sensación perduró.

—¿Por qué el Gaia? —caviló Rogachov—. ¿Por qué una bomba atómica? Es absolutamente desmesurado.

—A menos que no se trate sólo del hotel...

—¿Acaso las
mini-nukes
no tienen una fuerza explosiva menor que las bombas atómicas normales? —preguntó Amber.

—Sí, claro —asintió Rogachov—. Pero en una escala del mayor desastre posible. Eso quiere decir que incluso con una
mini-nuke
puedes contaminar medio Vallis Alpina. De modo que, ¿qué hay allí? ¿Qué pasa con el valle de los Alpes, Julian?

—¡Os lo repito: no tengo ni idea!

—Tal vez no haya nada —opinó Chambers—. Quiero decir que sólo contamos con las estimaciones de ese detective.

—Te equivocas —dijo Julian, negando con la cabeza—. Tenemos cinco muertos y un asesino confeso. Todo lo que Carl Hanna ha hecho en las últimas horas equivale a una confesión de culpabilidad.

Rogachov juntó las yemas de los dedos.

—Tal vez deberíamos dejar de perseguir lo imposible.

—Bueno, eso sí que es un aporte.

—Paciencia. —Rogachov mostró una sonrisa carente de humor—. No podemos llegar al hotel por vía directa, ¿verdad? Entonces deberíamos pensar en llegar dando un rodeo. ¿Sabéis qué? —dijo mirándolos a todos uno a uno—. Os voy a contar un chiste.

—¿Un chiste? —Chambers lo miró con desconfianza—. ¿Debo preocuparme?

—Es el chiste de mi vida. Mi padre solía contarlo a menudo. Es una breve historia de aquellas que él decía que proporcionan ideas a la gente.

—Bueno, a falta de Chucky...

Julian apoyó la barbilla en la palma de una mano.

—Vamos, suéltalo.

—Bueno, son dos chucotos que van caminando por el Serengueti cuando, de pronto, un león sale de entre la maleza y ambos se llevan un susto de muerte. El león les gruñe, a todas luces, está muy hambriento, así que uno de los chucotos sale corriendo tan rápidamente como puede. El otro, en cambio, se descarga la mochila de los hombros, la abre con toda calma y saca un par de zapatillas deportivas y se las pone. «¿Estás loco? —le grita el otro chucoto, que huye—. ¿Crees en serio que con esas zapatillas serás más rápido que el león?» «No —le responde su amigo—, eso no.» —Rogachov expandió su sonrisa—. «Pero sí más rápido que tú.»

Julian miró al ruso. Los hombros de este último se sacudían, y entonces él también empezó a reír. Chambers se mostró indecisa. Amber hizo verificar el contenido con los funcionarios de su mente y decidió reír con los demás.

—De modo que necesitamos unas zapatillas deportivas —dijo ella—. Excelente, Oleg. Corramos a casa.

El gesto de Julian se congeló al instante.

—Un momento.

—¿Qué pasa?

—¡Tenemos
esas zapatillas!

—¿Qué?

—Soy un idiota —dijo, mirando a su nuera con los ojos abiertos de par en par por el asombro de no haberlo pensado antes—. Los chinos serán nuestras zapatillas.

—¿Los chinos?

—La estación de extracción china. ¡Por supuesto! Está habitada. Podemos llegar a ella en una hora con los
grasshoppers
sin que se nos acabe el oxígeno; allí hay transbordadores, poseen un satélite propio...

—Pero ¡podrían estar detrás del atentado! —exclamó Amber—. ¿Acaso no es lo que sospecha el tal Jericho?

—Sí, pero la gente a la que debemos la advertencia son también chinos. —De repente, se veía de nuevo la chispa de la decisión en la mirada de Julian—. Y yo digo, ¿qué tenemos que perder? Si realmente hay un complot del gobierno chino contra Orley Enterprises, mala suerte. Ya no podríamos estar en una situación peor. Pero en caso de que no, o en caso de que no sean especialmente esos chinos los que están detrás de todo..., entonces sólo tenemos opciones de ganar mucho.

Todos se miraron, dejando trabajar sus pensamientos.

—Deberías contar más chistes —le dijo Chambers a Rogachov.

El ruso se encogió de hombros.

—¿Acaso tengo aspecto de saberme otro?

—No —rió Julian—. En fin, vamos. Recojamos nuestras cosas.

LONDRES, GRAN BRETAÑA

La teoría de China.

Desde que había identificado a Kenny Xin en aquel gordo asiático de Calgary, el concepto gozaba de un uso frecuente en el Big O y entre los hombres del SIS. La explicación, jamás creída del todo pero la más plausible de todas, de que un agente patógeno chino se hubiera colado en el sistema circulatorio de Orley experimentó un renacer. ¿Por qué? Pues a causa de aquel terrorista chino.

Jericho estaba más desconcertado que nunca.

Tras algunos momentos iniciales de triunfo, después de haber desenmascarado a Xin y de haber unido aquellos hilillos del conocimiento para formar un verdadero río, ahora lo desesperaba, tanto más, la paradoja de lo evidente. De un modo espontáneo, la teoría de China arrojaba sentido. Xin se revelaba como el núcleo de un ignominioso ajetreo a lo largo y ancho del planeta, cuyas acciones servían única y exclusivamente a la realización de ese golpe terrorista, aunque apenas podía culpársele de la masacre ocurrida en Vancouver. Era cierto que algún jet podía haberlo llevado desde Berlín hasta Canadá con el tiempo suficiente para asesinar allí a diez personas, pero Jericho dudaba que el chino le hubiese dado la espalda a Europa. Más bien había que sospechar que los había seguido hasta Londres y que estaba siguiendo desde muy cerca lo que ocurría con la inmovilidad propia de una garrapata. Lo de Vancouver podía haberlo delegado en alguien, y que algunos de sus colaboradores no eran chinos era obvio. La rampa de Mayé, la compra y la instalación de la
mini-nuke,
todo ello había estado en manos chinas. Al país asiático se lo consideraba el provocador de la crisis lunar, Pekín estaba cabreada con Estados Unidos, y Zheng, por su parte, intentaba combatir a Orley en la misma medida en que intentaba ponerlo de su lado. En fin, que la teoría de China encajaba perfectamente en ese pensamiento típico de los servicios de inteligencia. Pero había algo a ojos de Jericho que hablaba en contra de ella: que, por mucho sentido que arrojaran todas sus fragmentarias piezas, bajo cuerda todo era un tanto absurdo.

—En fin, es usted bueno —le dijo Norrington, desconcertado—. Fue Xin quien le disparó a Palstein, y eso tendría que darle qué pensar.

—Y me da que pensar —repuso Jericho.

—Ese tipo no es sencillamente el gatillo de alguien cualquiera. Bueno, ¡a quién se lo digo! Está muy arriba en la organización, y es un jodido miembro de los servicios secretos chinos. Sería una imprudencia descartar China como el origen de todo.

Yoyo dejó entrever que estaba harta de estar metida en un sótano, por muy confortablemente que éste estuviera diseñado.

—Le he preguntado a Jennifer. Y ella cree que hasta mañana por la mañana no hay que esperar un apagón nuclear en Londres, así que podemos sentarnos con
Diana
en uno de los grandes despachos de arriba.

En su simpleza, era la mejor idea que se había planteado allí en mucho tiempo.

Subieron a la última planta. A las dos de la mañana, Londres era un mar de luces. Tal vez no fuera la ciudad más moderna del mundo, pero para Jericho era la más bella y carismática. En la orilla opuesta del Támesis resplandecía la cúpula del Millennium Dome; en el oeste, veían el Hungerford Bridge, colgado de unas luminosas telas de araña y superado por la redondez del London Eye. Misteriosamente, la Luna, con su luminiscente color naranja, estaba en el campo gravitatorio del Big O. Yoyo se apoyó de espaldas contra el ventanal que llegaba hasta el suelo, lo que desató en el detective el impulso de tomarla por las manos y sostenerla.

—Lo que sucedió en Vancouver, ¿no te recuerda a lo ocurrido en Quyu?

La palidez del abatimiento había desaparecido de sus rasgos, y el vino tinto y el espíritu combativo sacaban, como por arte de magia, un nuevo brillo en sus ojos.

—No creo que fuera Xin —dijo él.

—Pero la forma de proceder es parecida. Los Guardianes, Greenwatch..., en ambos casos se cazó información a través de la red de un modo virulento. Frenar su divulgación es casi imposible. De manera que, en ese caso, no te esmeras por hacer una intervención quirúrgica precisa, sino que destruyes toda la infraestructura y matas a todo aquel que pueda contemplarse como portador de cierta información. Eso tampoco te ofrece garantías, pero puedes retrasar que se divulgue la información. Y eso es precisamente lo que le interesa a Kenny. Seguro que, si pudiera, volaría este edificio por los aires si eso le garantizara unas horas más.

—Lo que significa que la operación está a punto de llevarse a cabo.

—Y que nosotros no podemos hacer nada. —Yoyo se golpeó la palma de la mano con el puño—. El tiempo juega en nuestra contra. Él va a ganar esta partida, Owen, ese cerdo va a ganar.

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