Límite (180 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Como consecuencia de la expulsión de los gases, el polvo se tornaba más denso alrededor de la máquina. En sentido estricto, y teniendo en cuenta que ninguna molécula de aire mantenía en flotación las partículas de piedra, no tenían por qué formar aquellas barreras de varios kilómetros de alto. Sin embargo, debido a la ausencia de presión atmosférica, junto a la escasa gravedad y algunos fenómenos de origen electroestático, mantenían aquellas extremadamente largas trayectorias de vuelo, de las que descendían horas después a regañadientes. Con el tiempo se había ido formando aquel enturbiamiento que se cernía sobre toda la zona de extracción. Las nubes que el escarabajo despedía debido a la alta presión generaban tales cantidades adicionales de polvo que sus mandíbulas y sus patas de insecto desaparecían totalmente detrás de ellas, y creaban aquel resplandor cambiante, parecido al de la luz polar, sobre la cristalina estructura de las partículas en suspensión y que tanto dificultaban la visibilidad.

Y eso mismo le había sucedido a Hanna en su solitaria y larga caminata por aquel paraje, hasta el punto de que vino a percatarse de la proximidad de una de las máquinas extractoras cuando la rueda excavadora estuvo a punto de atraparlo y empujarlo dentro del tamiz; sólo un salto casi merecedor de un récord logró evitar que fuera sometido a ese proceso industrial. Con prisa, logró poner distancia entre él y el escarabajo, sorprendido de cómo había podido pasar por alto un bicho tan enorme capaz de hacer retumbar el suelo. La máquina, imponente, descollaba hacia el cielo ante él, pero, como es sabido, las criaturas pequeñas tienden a volverse ciegas cuando se acercan demasiado a otras cuyo tamaño es mayor. Hanna orientó su rumbo por el camino recorrido por el aparato y continuó. A partir de la inagotable fuente de conocimientos que era la conspiración, sabía que los escarabajos roturaban el regolito en trayectos rectangulares sobre la imaginaria línea existente entre el cabo Heráclides y el cabo Laplace, y que era imposible no dar con la estación si uno se mantenía en un ángulo de noventa grados respecto de aquellas rutas de pastoreo: era la única forma de orientarse en un mundo en el que la ausencia de un campo magnético hacía imposible el funcionamiento de brújulas. Llevaba más de una hora andando desde que el
buggy
había pasado a mejor vida, con saltos largos y ligeros, y ya había tenido que iniciar su primera reserva de oxígeno. Aún no sentía síntomas de cansancio. Si no sucedía nada imprevisto, la estación de extracción debía aparecer delante de él al cabo de unos quince o veinte minutos. De no ser así, se vería en serias dificultades.

Entonces ya habría tiempo para preocuparse.

Casi sin esperarlo, se encontraron con una araña.

Salió de entre las sombras de un escarabajo y se atravesó en su camino a tal velocidad que Julian tuvo que girar bruscamente el volante para no chocar contra ella. Por un momento, Chambers recordó los trípodes de H. G. Wells, aquellas máquinas de combate de
La guerra de los mundos,
que atacaban preferiblemente las grandes urbes con rayos de calor y las reducían a polvo. Esa cosa, sin embargo, tenía ocho patas en vez de tres, muy finas, zancudas, y de varios metros de alto, de tal manera que el cuerpo parecía flotar en algún sitio por encima de ellas. Justo detrás de sus órganos prensiles se alineaban docenas de tanques esféricos. Lo que también diferenciaba a la araña de sus colegas marcianas era su total desinterés por la presencia humana. Según le pareció a Chambers, si Julian no hubiera estado prestando atención, le habrían pasado por encima al Rover como si tal cosa.

—Pero ¿qué clase de bicharraco de mierda es éste? —gritó Omura.

Entretanto, la japonesa había vuelto a comunicarse, si bien lo hacía de un modo que despertaba cierto recuerdo nostálgico de su mutismo. Cualquier asomo de tristeza daba la impresión de haber catalizado en ira. A Chambers se le pasó por la mente la idea de que el desagradable carácter de Omura no se debía tanto a su orgullo como a una marcada agresividad conservada durante muchos años, y cada vez le gustaba menos que fuese ella la que condujera el Rover. Con el corazón palpitante, se quedó mirando al robot que se alejaba. Delante de ellos, Julian avanzaba nuevamente.

—Una araña —dijo, como si todavía cupiese alguna duda—. Es un robot de carga y descarga. Retiran el tanque lleno del escarabajo, lo cambian por uno vacío, trasladan el producto a la estación y lo descargan para que pueda ser transportado.

—Aquí uno no se siente precisamente bienvenido —comentó Rogachov.

—No muerden —murmuró Amber—. Sólo quieren jugar.

—¿Este territorio está vigilado?

—Sí y no.

—¿Y eso qué quiere decir?

—La vigilancia sólo se activa cuando hay alguna señal de avería. He dicho que sí, la extracción es automatizada. Es inteligencia repartida en una red a tiempo real. Los robots interaccionan sólo entre sí, nosotros no estamos presentes en su imagen interna.

—¡Mierda! —refunfuñó Omura—. Tu maldita Luna, sencillamente, está empezando a tocarme los cojones.

—Quizá valdría la pena enriquecer su imagen interior con algunos datos más —propuso Chambers—. Quiero decir, si esas arañas tienen la capacidad de percibir algo tan enorme como uno de esos escarabajos, no puede ser tan difícil introducir también en su
software
una imagen del
Homo sapiens.

—A los hombres no se les ha perdido nada en la zona de extracción —repuso Julian, algo exasperado—. El lugar es una tecnosfera encerrada en sí misma.

—¿Y cuán grande es esa tecnosfera? —preguntó Amber.

—En estos momentos abarca cien kilómetros cuadrados. Del lado estadounidense. Los chinos poseen un campo más pequeño.

—¿Y tú estás seguro de que son máquinas estadounidenses?

—Los chinos tienen orugas.

—Bueno —dijo Chambers—. Por lo menos no moriremos aplastados por el enemigo.

A partir de ese momento estuvieron más atentos a cualquier cosa que pudiese estar al acecho en aquel territorio desconocido, y como en el vacío no se oía nada, abusaron de sus ojos hasta sentir dolor en ellos. Fue entonces cuando Amber descubrió el
buggy
a lo lejos.

—¿Qué pasa? —quiso saber Omura, al ver que Julian se detenía.

—Carl podría estar ahí delante.

—Ah, magnífico —dijo la japonesa, riendo secamente—. ¡Excelente! Para mí, no para él. —Omura se disponía a adelantar a Julian, pero Rogachov le puso la mano en el antebrazo.

—Espera.

—¿Para qué, joder?

—He dicho que esperes.

Su tono autoritario, tan poco habitual en él, movió a Omura a detenerse. Rogachov se incorporó. A lo largo y ancho no se veían ni arañas ni escarabajos. El regolito cocido era lo único que daba fe de que las máquinas extractoras ya habían procesado esa parte del Sinus Iridum. En medio de la desolación, el
buggy
de Hanna parecía el residuo de una batalla librada hacía ya mucho tiempo.

—A él no lo veo por ninguna parte —dijo Amber al cabo de un rato.

—No. —Rogachov giró el torso a un lado y a otro—. Parece que no está ahí.

—¿Y cómo diablos puedes saberlo en medio de esta maldita polvareda? —gruñó Omura—. Podría estar en cualquier parte.

—No lo sé, Momoka. Sólo sé que hasta ahora nada ni nadie nos ha disparado.

Transcurrieron unos segundos de silencio expectante.

—Bien —decidió Julian—. Vayamos hasta allí.

Minutos más tarde ya estaba claro que Hanna no los acechaba por ninguna parte. Al
buggy
se le había roto un eje, y las huellas de unas botas se alejaban en línea recta del lugar.

—Ha continuado a pie —constató Amber.

—¿Y podrá conseguirlo? —preguntó Evelyn Chambers.

—Por supuesto, lo logrará siempre y cuando tenga suficiente oxígeno —respondió Julian, y se inclinó sobre la plataforma de carga—. De todos modos, no ha dejado nada aquí, y sé con certeza que se llevó las reservas de oxígeno del
Ganímedes.

—¿No deberíamos llegar pronto? —preguntó Chambers, mirando hacia adelante—. Quiero decir, llevamos más de una hora de viaje.

—Según el coche, faltan aún quince kilómetros para llegar a la estación.

—Casi nada, en realidad.

—Para nosotros. Pero será menos en el caso de Hanna —dijo Julian, incorporándose—. Desde aquí necesitará entre una y dos horas. Eso significa que todavía anda por ahí, en alguna parte. No puede haber llegado ya a la estación.

—En ese caso, nos lo encontraremos.

—Y muy pronto, supongo.

—¿Y qué haremos luego con él?

—La pregunta más bien sería qué hará él con nosotros —resopló Amber.

—Bueno, por lo menos yo sí sé lo que voy a hacer con él —dijo Omura entre dientes—. Lo voy a...

—No, no harás nada —la interrumpió Julian—. No me malinterpretes, Momoka. Entendemos tu pena, y la compartimos, pero...

—¡Ahórrate esa mierda!

—Pero primero debemos averiguar qué se trae entre manos Carl. Quiero saber de qué va todo esto. ¡Lo necesitamos vivo!

—Eso no va a ser sencillo —comentó Rogachov—. Va armado.

—¿Se te ocurre algo?

—Bueno. —Rogachov guardó silencio por un momento—. Le llevamos ventaja en algunos aspectos. Tenemos los Rover. Y nos estamos acercando por detrás. Si no se vuelve en el momento decisivo, podemos pegarnos a él sin que se percate de nada.

—¿Y cómo piensas evitar que nos mate a todos en cuanto nos vea? —señaló Amber—. Lo de pegarnos a él suena muy bien. Pero ¿y después qué?

—Podemos atraparlo de forma cruzada, por los flancos —caviló Julian—. Por la derecha y por la izquierda.

—En ese caso, nos verá —dijo Rogachov.

—¿Y qué tal si lo embestimos amistosamente? —propuso Chambers.

—Hum, no está mal —dijo Julian, caviloso—. Pero eso sólo suponiendo que viajemos en paralelo, y lentamente. Entonces podemos atacarlo por la espalda, desde atrás, sin que él se percate de inmediato, mientras los del otro Rover se le echan encima, lo desarman, y ya está.

—Y ya está. ¿Y quién va a hacer el papel de ariete para embestirlo?

—Julian —dijo Rogachov—. Y nosotros formamos el comando de asalto.

—¿Y quién conduce?

—Bueno —dijo Rogachov, volviéndose hacia donde estaba Omura, que permanecía inmóvil, como si esperase a que alguien le activara las funciones vitales—. Momoka está demasiado alterada.

—No te preocupes por mí —dijo Omura con voz sorda.

—Claro que me preocupo —repuso él en tono frío—. No sé si podemos dejar que conduzcas. Lo estropearás todo.

—¿Ah, sí? —Omura salió de su rigidez y trepó otra vez al asiento tras el volante—. ¿Cuál sería entonces la alternativa, Oleg? Si permites que me abalance sobre él, te arriesgas más aún. Por ejemplo, a que haga añicos su visor contra la roca que tenga más a mano.

—Lo necesitamos vivo —insistió Julian—. Bajo ningún concepto vamos a...

—¡Eso ya lo he entendido! —ladró la japonesa.

—¡Nada de acciones por tu cuenta, Momoka!

—Me atendré a las reglas del juego. Lo haremos como habéis sugerido.

—¿Seguro?

Omura soltó un suspiro. Cuando volvió a hablar, su voz temblaba como si tuviera que contener las lágrimas.

—Sí, claro. Lo prometo.

—No me fío de ti —dijo Rogachov después de un rato.

—¿No te fías de mí?

—No. Creo que nos pondrás a todos en peligro. Pero es tu decisión, Julian. Si quieres dejarla conducir, adelante.

Hanna vio la máquina extractora acercarse por la izquierda. El polvo se elevaba desde las patas y las paletas giratorias, nubes heladas que se agolpaban por los lados, mezclándose con partículas en suspensión para formar un camuflaje brumoso. Trató de valorar si lograría llegar al otro lado antes que ella. La máquina estaba bastante cerca, pero si aceleraba el paso, podría lograrlo.

«En la Tierra —pensó el canadiense—, ese trasto haría un ruido espantoso.» Allí, sin embargo, se acercaba con un malévolo sigilo. Todo cuanto oía era el ruido del aire acondicionado y de su disciplinada respiración. Tenía claro que ese silencio alimentaba la imprudencia, en especial, porque era casi imposible determinar las distancias en medio de aquel difuso resplandor; por otra parte, no sentía el más mínimo deseo de esperar a que el gigantesco chisme pasase arrastrándose por su lado. La estación de extracción debía de estar muy próxima. Para él ya era suficiente, quería llegar por fin.

Se ajustó bajo el brazo la mochila de supervivencia que le quedaba.

—¡Lo veo!

La silueta del canadiense apareció imprecisa en el horizonte. Con largos pasos, cruzaba la llanura, mientras que por la izquierda se le acercaba el cuerpo colosal de una de las extractoras. Julian se colocó en ángulo respecto del coche de Omura y esperó a que éste estuviese al mismo nivel.

—Lo que está haciendo es muy audaz —susurró Amber.

—Desfavorable sobre todo —gruñó Rogachov—. El escarabajo está bastante cerca. ¿Realmente debemos correr ese riesgo?

—No sé. —Julian vaciló—. Si esperamos a que pase la máquina, tendremos que aguardar una eternidad.

—Podríamos rodearla —propuso Chambers.

—¿Y después?

—Nos acercamos a él por el otro lado.

—No, en ese caso nos vería. Sólo tendríamos la oportunidad de sorprenderlo si nos mantenemos justamente detrás de él.

—Entonces, andando —dijo Omura entre dientes—. Si él logra pasar por delante del escarabajo, nosotros también lo lograremos.

—Pero la máquina está realmente muy cerca, Momoka —repuso Rogachov con insistencia—. ¿No es mejor esperar? Carl ya no se nos podrá escapar.

—A menos que nos haya visto —dijo Chambers, pensativa.

—En ese caso, habría disparado.

—Quizá lo que pretende es deshacerse de nosotros.

—Carl no haría eso. Es un profesional. Conozco a las personas como él, ninguno de ellos, en una situación como ésta, haría otra cosa sino disparar —dijo Rogachov, e hizo una pausa—. Yo, por ejemplo, no haría otra cosa.

Los Rover se aproximaron a la figura que huía a un ritmo uniforme. Al mismo tiempo, el escarabajo reducía su distancia hasta Hanna, que ahora avanzaba más rápidamente. Aquella pesada coreografía de seis poderosas patas de insecto sólo podía distinguirse vagamente en medio del polvo. El canadiense, comparado con el monstruo, se asemejaba a un pequeño bicho; sin embargo, parecía haber calculado muy bien sus posibilidades.

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