Límite (185 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Jericho se situó a su lado y contempló la noche londinense.

—Tenemos que encontrar los hilos antes de que ellos puedan cometer el atentado.

—Ya, pero ¿cómo? —resopló Yoyo—. Al único que encontramos siempre es a Xin.

—Y el MI6 se ha empecinado en los chinos. El MI5, Norrington, Shaw...

—Bueno... —Yoyo estiró los dedos—. Eso creímos nosotros también durante la mayor parte del tiempo, ¿no es así?

Jericho suspiró. Por supuesto que ella tenía razón. Habían sido ellos mismos los que habían lanzado la bomba de humo de la teoría de China.

—Por otro lado, como tú bien has dicho, la crisis lunar no encaja en todo esto. ¿Por qué iba China a desatar una pugna por los territorios de extracción del helio 3 en el momento en que la opinión pública internacional menos lo necesita?

—Norrington lo considera una maniobra de distracción.

—Pues menuda maniobra de distracción. ¡Eso supuso para Pekín el reproche de querer estacionar armas en la Luna! El hecho de que luego, en efecto, explote una bomba no es algo que contribuya a generar confianza. En fin, Owen, cabe preguntarse por qué no enviaron allí arriba a un terrorista en un cohete chino.

—Porque, según Norrington, un miembro de ese grupo de viajeros tiene un mejor acceso al Gaia.

—Tonterías, ¿qué tipo de acceso? ¿Para encender la mecha de una bomba atómica? Para eso no necesitas tener ningún acceso, puedes introducirla por la puerta, pones pies en polvorosa y haces que el chisme explote. Recuerda lo que dijo Vogelaar. Su recelo no estaba dirigido contra Pekín, sino contra Zheng.

—¿Y qué ventajas tendría para Zheng matar a Orley y destruir su hotel? —repuso Jericho, mirándola—. ¿Acaso eso le serviría para construir mejores ascensores espaciales? ¿Mejores reactores de fusión?

—Hum. —Yoyo se metió el índice en la boca—. A menos que la muerte de Orley fuera a invertir la correlación de fuerzas dentro del consorcio en favor de Zheng.

—Vogelaar tenía otra teoría.

—¿La de que alguien intenta azuzar a las potencias lunares unas contra otras?

—No tendría por qué llegarse de inmediato a lo más extremo, no van a desatar de inmediato una guerra mundial a menor escala. Pero sí que cambiarían algunas cosas.

—Unos quedarían debilitados...

—Y el otro, el último en reír, saldría fortalecido. —Jericho golpeó con la palma de la mano contra el cristal—. ¿Lo entiendes ahora? Eso es precisamente lo que me chirría en todo este asunto. ¡Es todo tan evidente...! ¡Todo me parece como... una puesta en escena!

—Bien, dejemos a China a un lado. ¿A quién más podría beneficiarle el hundimiento de Orley?

—En lo que a él respecta, bastaría con una bala. Para eso no necesitas una bomba atómica. —Jericho se volvió—. ¿Sabes qué? Antes de seguir parloteando sobre cosas sin sentido, mejor preguntémosle a la tía Jennifer.

—El MI6 adora la teoría de China —dijo Shaw unos pocos minutos después—. El MI5, lo mismo, y Andrew Norrington querría convocar al embajador chino.

—¿Y usted?

—Mi opinión está escindida. Yo no encuentro mucho sentido en esa teoría, pero un perro tampoco le encontraría mucho sentido a por qué su amo coloca el paquete con su comida en el estante más alto. Debemos mantener a China en el centro de atención de nuestra desconfianza. En lo que atañe a Julian, hay un montón de gente, por supuesto, que preferiría verlo muerto antes que vivo.

—Se comenta que piensa poner su patente al acceso del mundo.

—Es posible —respondió Shaw.

—¿Y eso respondería a los intereses de Zheng?

—Definitivamente, no respondería a los intereses de Estados Unidos. En estos momentos, a Washington le vendría muy bien un cambio en la dirección de nuestro grupo. La química se ha estropeado un poco, ¿lo sabía?

Jericho estaba perplejo. El impulso de una nueva idea empezaba a desperezarse e iban desarrollándose nuevos impulsos paralelos.

—¿Hay alguien en el grupo empresarial Orley que no esté conforme con la posición de Julian? —preguntó el detective—. ¿Que represente la posición de Washington?

Shaw sonrió con mal humor.

—¿Qué cree usted? ¿Que aquí todos vamos cogidos de la manita? El mero hecho de que Julian esté pensando en disolver esa relación de monogamia con Estados Unidos cumple para muchos las características de un sacrilegio. Sólo que, mientras el jefe sea quien diga la última palabra, murmuran cuando se toman alguna cerveza o, si no, cierran el pico. A usted le caería bien Julian, Owen, es alguien con quien uno puede pasárselo bien. Sin embargo, eso hace que se pierda de vista que es un hombre que sabe luchar para imponer su voluntad con una despótica energía cuando es preciso hacerlo. Los creativos y los estrategas tienen con él todas las libertades, pero siempre y cuando canten sus evangelios. Los revolucionarios palaciegos pueden estar contentos de que la guillotina haya sido abolida.

—¿No es su hija la número dos del consorcio? ¿Qué piensa ella del asunto de las patentes?

—Lynn piensa exactamente igual que su padre. Entiendo adónde quiere ir usted a parar, pero no conseguirá socavar Orley Enterprises desde dentro.

—A menos que...

—Eso sólo sucedería por encima del cadáver de Julian.

—Una buena frase —dijo Yoyo impasible—. Personas del consorcio que desean su muerte pero no pueden hacer nada por sí solas. ¿Con quién se aliarían?

—Con la CIA —dijo Shaw sin vacilar.

—Ah.

—Lo sé. La CIA está desarrollando escenarios sobre cómo podría perfilarse una sociedad sin Julian. Piensan en todo. Estados Unidos teme por su seguridad nacional.

—Se sabe que el Estado puede retirar patentes cuando está en juego la seguridad nacional —dijo Jericho.

—Sí, pero Julian es británico, no estadounidense. Y los británicos no tienen ningún problema con él, al contrario. Con los impuestos que él paga, hasta el primer ministro en persona lo protegería a riesgo de su propia vida. Además, se trata de economía, no de guerra. Julian no pone en peligro la seguridad nacional de nadie, sino los beneficios.

—El único camino para manejar el consorcio desde lejos, entonces, sería decapitarlo.

—Correcto.

—¿Podría Zheng Pang-Wang...?

—No. Todas las esperanzas de Zheng están puestas en Julian, que por lo menos un día pueda convencerlo para formar una empresa mixta. En cuanto otros tengan la última palabra en Orley, él quedaría fuera de la carrera. Ahora que lo pienso, Edda ha reunido todos los datos que ustedes habían pedido.

—Sí, se trata de...

—Vic Thorn, lo sé. Es una idea interesante. Perdóneme, Owen, pero acabo de recibir una llamada de nuestro centro de control en la Isla de las Estrellas. Le pasaremos los datos a su ordenador.

—La CIA —reflexionó Yoyo—. Un elemento totalmente nuevo.

—Una teoría más —dijo Jericho, apoyando entre las manos la cabeza, que de repente le pesaba como si fuera de plomo—. Deshacerse del propio socio comercial y echarles la culpa a los chinos.

—¿Es plausible?

—Por supuesto. ¡Madre mía!

Durante un rato permanecieron allí sentados, en silencio. Había aparecido un icono en el monitor de Diana, «Victhorn», pero Jericho sufría en ese momento la parálisis de la sobrecarga. Necesitaba alguna ayuda para arrancar, para empezar de nuevo. Algún pequeño éxito visible.

—Presta atención —dijo—. Ahora haremos algo que hace tiempo que deberíamos haber hecho.

Arrastró el icono de las serpientes entrelazadas al monitor y le asignó el nombre de «Desconocido».


Diana
.

—¿Sí, Owen?

—Busca en la red correspondencias de «Desconocido». Averigua de qué se trata. Muéstrame todas las coincidencias, y luego me das todos los trasfondos relacionados con el contenido.

—Un momento, Owen.

Yoyo se acercó hasta donde estaba el detective, apoyó los brazos sobre la mesa y posó la barbilla sobre ellos.

—Admito que tiene una voz muy bonita —dijo—. Si tuviera un aspecto similar...

La pantalla se llenó de imágenes.

—¿Quieres oír un resumen, Owen?

—Sí, Diana, por favor.

—El gráfico muestra una hidra, también conocida con el nombre de reptil de Lerna. Se trata de un monstruo con forma de serpiente propio de la mitología griega que tenía nueve cabezas y habitaba en los pantanos de Argolis, emprendía cacerías por los alrededores, mataba reses y humanos y destruía cosechas enteras. Aunque se creía que la cabeza del medio de la hidra era inmortal, fue vencida por Heracles, uno de los hijos de Zeus. ¿Quieres oír más acerca de Heracles?

—Cuéntame cómo venció Heracles a la hidra.

—La característica peculiar de esta serpiente era que por cada cabeza que le cortaran le salían otras dos, de modo que se iba volviendo cada vez más peligrosa en el transcurso de la batalla. Sólo cuando Heracles, con ayuda de su sobrino Yolao, comenzó a quemar los muñones de las cabezas cortadas, dejaron de salirle otras nuevas. Y finalmente Heracles consiguió segarle la cabeza inmortal a la hidra. Luego cortó su cuerpo en pedazos e impregnó sus flechas con su sangre, que a partir de entonces causaban heridas incurables. ¿Quieres oír más detalles?

—No, gracias,
Diana,
por el momento no.

—Un monstruo griego —dijo Yoyo con los ojos muy abiertos—. En la representación parece más bien asiático.

—Una organización con muchas cabezas.

—Que crecen cuando las cortas.

—¿Conspiradores chinos que emplean como símbolo una criatura de la mitología griega?

Yoyo miró el monitor,
Diana
había buscado unas dos docenas de representaciones de la hidra, hallazgos de dos milenios de imaginería muy disímil, si bien todas tenían un cuerpo escamado de serpiente y nueve cabezas entrelazadas.

—Nunca en la vida —dijo la joven.

BASE PEARY, POLO NORTE, LA LUNA

Se sentían como los supervivientes de un grupo de colonos blancos que, casi por los pelos, hubiera conseguido llegar al siguiente fuerte, si bien por ninguna parte podía verse allí algún equivalente de los indios. Sin embargo, en el momento en que el
Calisto
descendió sobre el aeródromo espacial de la base, O'Keefe había visto la imagen de una caballería estacionada en el polo, una tropa de jinetes que, para protegerse, avanzaba a toda velocidad por la meseta, lanzaban al aire sombreros hacia lo alto, con fanfarrias, disparos al aire, consignas de confianza: «¿Todo bien, sargento?» «¡Sí, señor! Una cabalgata infernal, pensábamos que jamás lo lograríamos.» «Veo que los Donoghue no están con usted.» «¡Están muertos, señor!» «¡Maldita sea! ¿Y el personal?» «Muertos, señor, todos han muerto.» «¡Oh, Dios mío! ¿Y Winter?» «No lo consiguió, señor. También perdimos a Hsu.» «¡Terrible!» «Sí, señor, es horrible.»

Qué extraño. Incluso algo tan exótico como un viaje espacial parecía funcionar únicamente en el cultivo de los mitos terrenales, sencillamente, elevando las clavijas de la escala de lo habitual hacia lo insólito. Lo que resultaba apropiado para ensanchar en espíritu, se sometía a la más rancia familiaridad y era metido a la fuerza en estrechos espectros asociativos. Tal vez los seres humanos no supieran hacer las cosas de otra manera. Tal vez la banalización de lo extraordinario los ayudaba a no sucumbir a su propia banalidad, aunque para ello su consciencia acudiera al
western,
ese género cuya tarea, durante décadas, había consistido en poner orden de nuevo en un mundo salido de madre, con la ayuda de mucha munición y paisajes grandiosos. «Han pasado muchas cosas malas, sargento.» «Sí, mi capitán.» «Tantos muertos...» «Sí, señor.» «Pero ¡mire esa tierra, sargento! ¿No vale la pena cada sacrificio?» «No quisiera perdérmelo, capitán.» «¡Un paisaje grandioso! Nuestro corazón palpita por ella, la sangre corre por nuestras venas. Puede que nosotros muramos, pero esta tierra perdurará.» «¡Adoro esta tierra!» «¡Oh, Dios mío, y yo! ¡Cabalguemos!»

Y una mierda.

En el momento en que Hedegaard hizo aterrizar el
Calisto
en el polo, todos los ojos estaban puestos en el
Charon.
En el extremo sur del aeródromo, flanqueado por naves espaciales de la base, reposaba sobre sus patas en forma de zancos el módulo de aterrizaje, parecido a una pequeña e imbatible fortaleza, y entonces O'Keefe recordó sus primeros saltos y pasos en la Luna, cuando todavía estaba imbuido por aquel espíritu conquistador, sin sospechar que pocos días después regresaría al mismo lugar, esta vez diezmado y bajo de moral. Ni siquiera tras el desastre en el Gaia aquellos paisajes monocromos y el mar de estrellas nacarado habían perdido un ápice de su belleza, pero las miradas se habían vuelto hacia el interior. La aventura había terminado. El instinto de fuga derrotaba al espíritu pionero.

—En fin, no lo sé. —Leland Palmer, el comandante de la base, un hombre bajito de aspecto irlandés, los miró a todos con escepticismo—. Me parece que nada de eso tiene sentido.

—Pues han muerto muchas personas como para que no lo tenga —respondió O'Keefe.

Un autobús robotizado los había llevado desde el aeródromo hasta el Iglú 2, una de las dos cúpulas habitables que conformaban el centro de la base. El Iglú 1 albergaba la central y los puestos de trabajo de los científicos, mientras que su homólogo, situado muy cerca, servía para las ocupaciones de tiempo libre y la atención médica. En un vestíbulo que oscilaba entre lo cómodo y lo funcional, le habían contado a la tripulación toda su historia, mientras Kramp, Borelius y los Nair eran examinados a causa de sus síntomas de intoxicación por humo, y Olympiada Rogachova, deshecha en autorreproches, se hacía inmovilizar la pierna. Lynn había estado sentada un rato entre ellos, en absoluto silencio, hasta que Tim, cuyo rostro era como un relieve de la preocupación, le tomó la mano y la animó a que se tumbara, a que durmiera y se olvidara de todo, una propuesta que su hermana aceptó con apatía.

—Tantos aspavientos no tienen sentido —dijo Palmer—. ¡Basta ver lo que puede ocasionar un simple incendio con oxígeno! ¿Para qué entonces iban a traer hasta aquí una bomba atómica?

—A menos que quieran atacar todo el emplazamiento —replicó Lawrence, dando que pensar.

—¿Quiere usted decir que la bomba no sólo está destinada al Gaia?

—No exclusivamente, diría yo.

—Eso es cierto —dijo Ögi—. Algunas granadas de mano colocadas en el sitio adecuado habrían sido suficientes. Casualmente, sé algo sobre las
mini-nukes...

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