Authors: Schätzing Frank
—Un momento. —«Su destino no era la Tierra»—. ¿Quiere usted decir que...?
—Sí, queremos decir que esa bomba está destinada a destruir alguna de sus instalaciones en el espacio. Probablemente el Gaia, el hotel lunar.
—¿Y qué los lleva a sospechar tal cosa? —se oyó preguntar Julian en un tono curiosamente tranquilo.
—La diferencia de tiempo. Por supuesto que existen otras muchas variantes, pero ninguna de ellas sirve como explicación al hecho de que ese chisme esté ahí arriba desde hace un año sin haber sido activado. A menos que algo se hubiera interpuesto. —Jericho hizo una pausa insoportablemente larga—. ¿Acaso el hotel Gaia no debía ser inaugurado originalmente en 2024 y luego el asunto se pospuso por culpa de la crisis lunar?
Julian guardó silencio mientras su cerebro se ponía en movimiento lentamente, pero de un modo imposible de detener. El proyeccionista de su mente entró arrastrando los pies, colocó la película y...
—Carl —susurró.
—¿Cómo? —preguntó Jericho.
—Anteayer por la mañana —exclamó Julian—. ¡Madre mía! Lo vi con mis propios ojos y no lo comprendí. Carl Hanna, uno de nuestros huéspedes. Me lo encontré en el corredor, me dijo que estaba buscando la salida y no la había encontrado. Pero ¡nos tomó el pelo! Estuvo fuera.
—Julian. —Dana Lawrence se había unido a la conversación—. Me temo que se equivoca. Ya vio usted las grabaciones. Podemos decir, definitivamente, que Carl Hanna no salió al exterior.
—Sí que lo hizo, Dana. ¡Lo hizo! Y yo, que soy un idiota, lo vi. Abajo, en el corredor, pero no llegué a comprenderlo. Alguien ha falseado las imágenes y ha editado el material. Él entra en la pasarela en dirección al expreso lunar...
—Pero vuelve a aparecer al cabo de pocos segundos.
—¡No, estuvo fuera! ¡Entró en la pasarela con un traje limpio, Dana, impecable! Y cuando vuelve a aparecer, lleva restos de polvo lunar pegado a las piernas. Era eso lo que yo había estado buscando todo el tiempo, esa certeza subconsciente de que algo no encajaba.
—Un segundo —dijo Lawrence con acritud—. Cargaré las imágenes en la pantalla.
«El listo de Julian», pensó Hanna.
Estaba allí, inmóvil, mientras los brazos de la grúa oscilaban sobre la garganta, con Mimi y Marc colgando y riendo sobre el abismo. Entonces Black puso en marcha el cabrestante, y Hanna oyó lo que no debería haber oído. Pero sí, estaba conectado. También esta vez Ebola se había ocupado de garantizar su capacidad de acción, si bien ahora su radio para actuar se reducía de un modo dramático. Hanna se preguntó cómo había podido salir a la luz todo aquello, qué error había cometido Hydra. Jamás habría esperado ser descubierto, su identidad estaba hecha a prueba de todo. Ni siquiera cuando Vic Thorn murió la operación había estado tan en peligro como ahora. De repente, todo el plan se había torcido, así que tenía que actuar, llevar a cabo la acción antes de tiempo, aprovechar aquellos segundos o, en el mejor de los casos, minutos, que Ebola había conseguido proporcionarle, crear un alto grado de confusión y luego poner pies en polvorosa.
—Haga que revisen todo el hotel ahora mismo —dijo Owen Jericho en ese instante—. El tal Carl tal vez estuviese fuera para recoger la bomba y luego esconderla en el Gaia. Pregúntele a él...
—Ya lo creo que se lo preguntaré —repuso Julian con un siseo de rabia—. ¡Claro que se lo preguntaré!
«Bueno, bueno», pensó Hanna.
El ascensor descendía lentamente hacia el desfiladero. Black estaba junto al cabrestante, haciéndoles señas a los californianos. Quiso saber qué se sentía al estar a casi un kilómetro por encima del suelo.
—¡Esto es la leche! —exclamó Parker, dando gritos de alegría—. Mejor que el paracaidismo. Mejor que cualquier cosa.
Hanna se puso en movimiento, extendió los brazos.
—¿Puede acelerar el ritmo? —preguntó Edwards—. Hágalo más de prisa. ¡Déjenos volar!
—Sí, claro, voy a...
Con ambas manos, Hanna agarró a Black por la mochila, lo apartó de la consola, lo alzó y lo llevó hasta el borde del precipicio.
—¡Eh! —dijo el piloto, tratando de llevar los brazos hacia atrás—. Carl, ¿es usted?
Hanna guardó silencio y continuó rápidamente con lo que estaba haciendo. Su víctima se retorcía, pataleaba, intentaba agarrar al agresor.
—Carl, ¿a qué viene esto? ¿Se ha vuelto lo...? ¡No!
Con gran impulso, Hanna lanzó a Black por encima del borde de la plataforma. Durante un breve instante, el piloto pareció hallar sostén en la más absoluta nada, pero luego se desplomó, a un ritmo relativamente lento al principio, y cada vez más y más rápido después. Su estridente grito se mezcló con el de Mimi Parker.
Nada, ni siquiera una sexta parte de la fuerza de gravedad, podía salvar a un hombre que cayera en un abismo desde mil metros de altura.
—¿Julian? —exclamó Thiel—. ¿Señorita Shaw?
—¿Qué pasa? —dijo Lawrence.
—Ha caído la transmisión. Los he perdido a ambos.
La mujer intentó, alternadamente, restablecer la comunicación con la central de Londres y con Julian, pero se había cortado, y había sucedido justo después de iniciarse el vídeo que mostraba aquella milagrosa suciedad en las perneras del pantalón de Hanna en el entorno estéril de una pasarela. El canadiense, pequeño y animado, salía a pasear por la cinta transportadora del corredor sin que nadie, hasta el momento, le hubiera prestado atención.
—¿Julian? ¡Por favor, venga!
—Intente comunicar con la Tierra por la vía convencional —dijo Lawrence—. Pero ¿qué digo? Déjeme hacerlo a mí.
Apartó a Thiel a un lado, abrió un menú, cambió del LPCS a una conexión directa por antena a través del sistema
Tracking and Data Relay Satellite,
y localizó algunas estaciones en tierra que funcionaban en el lado vuelto hacia el globo terráqueo, pero Gaia parecía haber perdido todos sus órganos sensoriales. Lynn, cubriéndose la boca con la mano, miraba fijamente la pared del monitor, mientras que Sophie, nerviosa, cambiaba constantemente el peso de una pierna a la otra.
—Mantenía la conversación del modo más normal y...
—No se disculpe sin que nadie la haya culpado de nada —la increpó Lawrence—. Continúe probando. Lleve a cabo un análisis. Quiero saber dónde está el problema. ¿Lynn?
Como en trance, la hija de Julian volvió la cabeza hacia ella.
—¿Puedo hablar con usted un minuto?
—¿Qué?
Con las piernas entumecidas por la rabia, Lawrence abandonó la central. Lynn la siguió al vestíbulo, como un robot.
—Creo que...
—¡Perdone! —Lawrence la fulminó con sus ojos de color gris verdoso, unos ojos inquisitoriales—. Usted es mi superior, Lynn, y ello me obliga a mantener un respeto. Pero en este momento me veo obligada a preguntarle con toda claridad qué hay de esa advertencia que nos llegó ayer.
Lynn parecía haber regresado a la vida después de un largo desmayo. Alzó una mano y observó la palma, como si hubiera allí algo importante por descubrir.
—Fue todo bastante vago.
—¿Qué fue vago?
—Edda Hoff telefoneó y dijo que unas personas estaban hablando acerca de un ataque a una instalación de las empresas Orley. Todo parecía..., eso, vago; no como si tuviéramos que preocuparnos, realmente.
—¿Y por qué no me puso usted al corriente de ello de inmediato?
—Porque no lo consideré necesario.
—Yo soy la directora
y
la responsable de la seguridad en este hotel, ¿y usted no lo consideró necesario?
Lynn frunció el ceño. Dejó de mirarse la palma de la mano y le devolvió a Lawrence una mirada furibunda.
—Como usted misma ha dicho, Dana, yo soy su superior, y no, no consideré necesario ponerla a usted al corriente. Según Hoff, se trataba de una sospecha extremadamente vaga, se decía que en alguna parte del mundo, en algún momento, alguien estaba planeando un ataque contra alguna de nuestras instalaciones, razón por la cual Edda quiso hablar conmigo o con Julian, y no con usted, y como Julian ya tenía suficientes preocupaciones, yo le pedí que me mantuviera al tanto. ¿Le ha quedado claro?
Lawrence se acercó un paso hacia ella. Como si el hotel no se encontrara ante una catástrofe inminente, Lynn se puso a contemplar, interesada, los misterios de la fisonomía de Lawrence. ¿Cómo una boca de curvas tan sensuales podía parecer tan dura? ¿Acaso aquella palidez enmarcada en color cobrizo se debía a la luz, a una disposición genética o al mero enfado de Lawrence? ¿Cómo era posible estar hirviendo de ira y, al mismo tiempo, mostrar esa palidez con aspecto de máscara?
—Tal vez a usted se le haya escapado algo —dijo la directora en voz baja—. Pero se hablaba de que este hotel podría ser volado por los aires con una bomba atómica. Uno de sus huéspedes parece estar involucrado en el asunto. Hemos perdido el contacto con su padre y con la Tierra. Debería haberme informado usted.
—¿Sabe qué? —dijo Lynn—. Limítese a hacer su trabajo.
Lynn dejó plantada a Lawrence y regresó a la central. En la pared del monitor todavía parpadeaba el vídeo de Hanna. La directora siguió lentamente a la hija de Julian.
—Me encantaría poder hacerlo —dijo con voz de hielo—. ¿No tiene usted un exceso de trabajo, Lynn? ¿Conseguirá controlar la situación? Hace un momento me parecía paralizada.
Thiel levantó la vista y volvió a apartarla, incómoda.
—Me temo que tenemos un fallo del satélite —anunció—. No puedo comunicar con la Tierra, con el
Ganímedes
ni con el
Calisto.
¿Lo intento con la base Peary?
—Más tarde. Primero tenemos que hablar de los siguientes pasos que vamos a dar. Si lo que acabamos de oír es cierto, nos amenaza una catástrofe.
—¿Qué clase de catástrofe? —quiso saber Tim.
Locatelli se había quedado sin aliento.
Vio desaparecer a Black justo en el momento en que salió de las sombras del paso cubierto de nuevo a la luz del sol, y se quedó clavado en el sitio al contemplar la escena. No era posible determinar quién había empujado a quién al barranco —además, él había perdido la comunicación con el grupo—, pero estaba claro que aquello había sido a propósito, de eso no cabía ninguna duda.
No se trataba de un accidente. ¡Era un asesinato!
A Warren Locatelli se le atribuían numerosas cualidades negativas: grosería, desconsideración, narcisismo y muchas cosas más, pero la cobardía no estaba entre ellas. Su temperamento italoargelino se abrió paso, inundó su mente. Mientras echaba a correr, vio cómo el asesino se sacaba algo del muslo.
Y Edwards también lo vio.
Debajo de ellos, la figura de Black fue haciéndose más y más pequeña, mientras agitaba los brazos. Entendía lo suficiente de física gravitacional como para saber que el piloto no sobreviviría a la caída, a pesar de la gravedad reducida. La aceleración de la caída podía ser menor que en la Tierra, doce metros podían parecer dos, pero también se haría notar la inexistencia de una resistencia del aire que frenara el descenso. El cuerpo de Black sufriría una aceleración lineal, sólo determinada por la atracción de la masa. Con cada segundo, la velocidad aumentaría en 1,63 metros, hasta que golpeara el fondo como un meteorito.
Del mismo modo, Mimi y él...
Una nueva oleada de espanto lo recorrió de pies a cabeza. Edwards miró hacia arriba, hacia el borde de la plataforma, y vio al astronauta que había empujado a Black al vacío, vio que sostenía en su mano derecha algo alargado y plano.
—¿Carl? —gritó con un jadeo.
El astronauta no respondió. En ese instante, Edwards comprendió que ellos dos también corrían un enorme peligro si permanecían allí colgados. Como fuera de sí, empezó a tirar del cierre de seguridad, lo dobló hacia un lado y se incorporó en el asiento. Tenían que salir de allí. Tenían que trepar por el cable y volver de nuevo a tierra firme a través del brazo de la grúa. Era su única oportunidad.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Mimi.
Edwards quiso responderle, pero la respuesta se le quedó atragantada. El astronauta levantó el objeto alargado, apuntó hacia el andamiaje de los asientos y apretó el gatillo. En lugar de pólvora, lo que detonó fue un trozo pequeño de plastilina en la cápsula. El líquido de la gragea de gelatina se vaporizó, aumentó varias veces su volumen y produjo la suficiente presión para lanzar el proyectil a gran velocidad. Éste impactó contra el casco de Parker y, al hacerlo, el gel de ducha y el champú se unieron para formar lo que realmente eran: un potente explosivo. Y tanto la silla del funicular como sus ocupantes volaron por los aires, lanzando en todas direcciones un torbellino de acero, fibra de vidrio, componentes electrónicos y pedazos de cuerpos humanos.
Hanna se guardó el arma y se dirigió con largas zancadas a donde estaban aparcados los dos Rover.
Locatelli apresuró el paso. Dio un salto, resbaló y se deslizó camino abajo, pero aún tenía que vencer un buen trecho. Vio al astronauta que huía llegar a uno de los dos Rover y meterse en el asiento del conductor. Una vez más, con el grupo de Julian a la vista, oyó en su casco el barullo de voces que estallaba a causa de algo que había dicho Amber. Al instante siguiente, el asesino emprendía la huida a toda velocidad.
—Mierda —exclamó Locatelli, jadeante—. ¡Detente, cerdo asqueroso!
—Warren, ¿qué está pasando ahí? —le preguntó Omura—. Dinos algo.
—Estoy aquí.
—Amber ha dicho que había establecido contacto con Black y que oyó unos gritos. Dice que...
Locatelli tropezó. Sus saltos eran demasiado elevados, demasiado temerarios. En uno de ellos, perdió pie, extendió los brazos, aterrizó sobre unos cantos sueltos e hizo una pirueta.
—¡Warren! Por Dios, ¿qué pasa?
El arriba y el abajo se trastocaron, y empezó a caer a toda velocidad hacia el borde del barranco. Su cuerpo, ligero como el de un niño, se alzaba cada par de metros, emprendía breves vuelos en picado y se alzaba de nuevo, y luego ya no vio ni oyó nada más, sólo polvo, polvo y más polvo. Su traje, sin embargo, no pareció sufrir ningún daño. «De lo contrario, estaría muerto —pensó—, porque eso sucede aquí fuera con rapidez; uno está muerto y ni siquiera se da cuenta.»
—¡Warren!
—enseguida —gritó él—. ¡Ay! ¡Aaaayyyy! ¡enseguida!
—¿Dónde es...?
La comunicación se cortó. Boca abajo, resbaló por el terreno llano, rebotó y logró ponerse de pie; a continuación, corrió hacia el segundo Rover. De un solo salto se colocó tras el volante. Mientras tanto, le llegaban gritos desde todas partes, pero él ya no les prestaba atención. En ningún momento dudó de lo que se proponía aquel canalla: dejarlos abandonados allí y largarse con el
Ganímedes.