Authors: Schätzing Frank
—¿Puedo deciros lo que yo veo? —preguntó O'Keefe.
Todos lo miraron.
—Veo a dos docenas de entre las personas más ricas del tan llevado y traído planeta Tierra debatirse en un apretado espacio entre la malaria y el champán, y luego, en fiel correspondencia con el tema que tú abordaste, Eva, el de la desproporción, los veo evadirse a la Luna, y allí, en el hotel más caro del sistema solar, los veo llegar a conclusiones muy curiosas. ¿Sabéis qué? Me voy a nadar otro poco.
Thiel había instalado el programa de Tim y le había preguntado, de paso, si no se le había pasado por la cabeza la idea, hacía mucho tiempo, de que ella pudiera ser la traidora. Él la miró atónito y soltó una carcajada.
—¿Tanto se me nota?
—Y cómo.
—Bueno...
—Pues no lo soy —dijo la mujer—. ¿Satisfecho?
El joven Orley rió de nuevo.
—Si la gente pudiera salir de prisión preventiva sólo por afirmar eso, podríamos reconvertir las cárceles en granjas para pollos.
—Usted es profesor, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Y cuántas veces oye eso al día?
—¿Qué? ¿Yo no soy?, ¿yo no he sido? —dijo encogiéndose de hombros—. No tengo ni idea. A eso del mediodía, normalmente, pierdo la visión de conjunto. Pero en fin, está bien, no fue usted. ¿Sospecha de alguien?
La alemana hundió la cabeza en la consola de mando, de modo que los bucles rubios ocultaron la expresión de su rostro.
—No directamente.
—Está pensando en mi hermana, ¿no es cierto? —suspiró Tim—. Venga ya, Sophie, no pasa nada, no estoy enfadado con usted. Usted no es la única que lo intuye. Lawrence la ha emprendido directamente contra Lynn.
—Lo sé —dijo ella, alzando la vista—. Yo, personalmente, no creo que su hermana tenga que ver con todo esto. Lynn construyó este hotel. Sería una absoluta estupidez. Además, hasta cierto momento, todo lo que había oído eran comentarios, pero cuando ella se negó a mostrarle los vídeos del corredor a su padre... ¿Por qué hizo una cosa así? ¿Por qué, si ella misma los había editado? Yo, en su lugar, se los habría restregado en las narices, llena de orgullo.
Tim parecía estar agradecido y, al mismo tiempo, agobiado. Sin previo aviso, vio con claridad que tendía más a creer la versión de Lawrence que la de Thiel, y eso le costaba lo suyo.
—Para serle sincera —dijo la mujer sonriendo tímidamente—, antes ya me he preguntado incluso si acaso usted no...
—¡Ah, vamos! —repuso Tim, sonriendo a su vez—. No, yo no fui.
—Ya tenemos más granjas para pollos —señaló ella, devolviéndole la sonrisa—. ¿Quiere acompañarme mientras reconstruyo el protocolo?
—No, quiero ver por dónde anda Lynn. Pero llámeme si algo atrae su atención —dijo él—. Es usted muy valiente, Sophie. ¿Se las arreglará?
—En cierto modo.
—¿No tiene miedo?
Ella se encogió de hombros.
—Extrañamente, mi menor preocupación es que nos hagan saltar por los aires. Parece demasiado irreal. Si eso sucede, desapareceremos todos en un santiamén, pero no tendremos mucho tiempo para darnos por enterados.
—A mí me sucede algo parecido.
—Y, entonces, ¿de qué tiene miedo?
—¿En este momento? Temo por Amber. Un miedo enorme. Por mi esposa, por mi padre...
—Por su hermana...
—Sí, también temo por Lynn. Hasta luego, Sophie.
—Eso no ha sido en absoluto amable —dijo en tono burlón Heidrun, después de que los demás hubieron dejado a la desbandada la zona de la piscina. Sólo ella y O'Keefe flotaban todavía en las negras aguas del cráter, una imagen a medio camino entre el idilio y el Apocalipsis.
—Pero es cierto —repuso O'Keefe, y se alejó dando unas brazadas.
La mujer se apartó el pelo mojado del rostro y se lo colocó detrás de las orejas. Bajo la superficie del agua, su cuerpo se deformaba en una distorsionada y aún más pálida imagen de sí misma, que se diluía en los bordes a causa de las ondas. O'Keefe trazó un surco como si fuese un bote con motor fuera borda, enviando torpes turbulencias hacia todas partes, acumulaciones de notable amplitud que se negaban a deshacerse y que ningún nadador podría haber generado en aguas de la Tierra: un factor de diversión reservado exclusivamente a los que viajaban a la Luna. Como un delfín, uno podía catapultarse fuera del agua con tan sólo hundirse de nuevo en ella, creando pequeños tsunamis. Uno estaba en arrogante oposición a las leyes de la gravedad, pero el humor de O'Keefe acababa de reflejar el gris del paisaje que los rodeaba. Heidrun se estiró, se sumergió, se deslizó detrás de él y le pasó por el lado, cortando la superficie. O'Keefe vio el camino hasta el borde opuesto del cráter y se balanceó en el agua.
—¿Qué pasa? —preguntó la suiza—. ¿Estás de mal humor?
—No lo sé —dijo el actor, encogiéndose de hombros—. Por cierto, ¿no tienes que subir?
—¿Y tú?
—Yo no he quedado con nadie.
Heidrun reflexionó. ¿Había quedado ella con alguien? Con Walo, por supuesto, pero ¿se podía calificar el magnetismo diario del matrimonio como una cita?
—Entonces, ¿no sabes de qué humor estás?
—No lo sé.
En realidad, estimó Heidrun, tal vez sencillamente O'Keefe no sabía por qué ese mal humor le había agriado el día de repente. Había estado todo el tiempo contento, la había hecho reír con sus lacónicos sarcasmos, un don que Heidrun estimaba muchísimo. Amaba a los hombres cuyos chistes surgían de esa poca esforzada subestimación que les otorgaba el espaldarazo de la frialdad. En su opinión, no había nada más erótico que la risa, una actitud, por desgracia, asociada a varios problemas, ya que la mayoría de los hombres intentaban comprenderla desde un punto de vista intelectual. El resultado era casi siempre arduo y desalentador. En el insistente esfuerzo por puntualizar las cosas con palmaditas en los muslos, los pretendientes perdían el último resto de su machismo natural, y las cosas iban a peor. Por su parte, Heidrun hallaba un relinchante placer en el sexo, y había tenido tales ataques de risa después de muchos orgasmos que los caballeros involucrados en el asunto, convencidos absolutamente de que se estaban burlando de ellos, habían tenido que lamentar espontáneos fallos en sus motores. A la pérdida de la presión del placer le seguía siempre el mismo embarazo, y en cada ocasión ella se sentía culpable, pero ¿qué iba a hacer? Le gustaba reír. Sólo Ögi había entendido eso. Para él, la naturaleza de Heidrun no tenía un efecto que paralizara la erección ni nada que lo retardara. Walo Ögi, con su esculpida fisonomía de zuriqués, un hombre capaz de romper a reír con carcajadas sonoras, se tomaba el sexo tan poco en serio como ella misma, con el resultado de que ambos le sacaban el mejor partido.
Y, frente a él, estaba ahora O'Keefe. Desde un punto de vista objetivo —si es que había legitimidad para ver la belleza desde un punto de vista objetivo—, su aspecto era mucho mejor que el de Walo; en todo caso, en el sentido de las proporciones clásicas, tenía una constitución perfecta y era dieciséis años más joven. Además, creaba la apariencia de ser un melancólico poco comunicativo y a veces gruñón. Su desfachatez provocaba inseguridad; su timidez, indiferencia, pero era lo suficientemente buen actor como para coquetear con todo ello de un modo profesional. En consecuencia, se veía rodeado por aquella aura de misterio que transformaba a millones de individuos emancipados del sexo femenino en un amasijo de carne sin voluntad. Con supuesta timidez, cultivaba aquel eterno nomadismo, esa aura de no haber llegado nunca, en un mundo que él había contribuido a fundar y del que era cohabitante; sacaba a relucir el impertinente, como si Marlon Brando, James Dean y Johnny Depp no lo hubieran hecho ya
ad absurdum,
y por todas partes irradiaba su atractivo de tipo rebelde y sudoroso. Ni aun con la mejor de las intenciones podía decirse que fuera un crack en crear buen ambiente. Pero, a pesar de todo, Heidrun, detrás de aquella fachada de rechazo, intuía cierta proclividad al exceso, a la diversión anárquica, a la fiesta salvaje, bastaba con que sólo se reunieran a su alrededor las personas adecuadas. La suiza no dudaba que con él se podría tener un sexo en el que uno podía hacer tonterías y reír a carcajadas durante horas, hasta llegar al máximo agotamiento de la líbido y el diafragma.
—Te ponen de los nervios éstos, ¿no? —conjeturó ella—. Nuestros estimados compañeros de viaje, quiero decir.
O'Keefe se enjugó el agua de los ojos.
—Yo mismo me pongo de los nervios —respondió el actor—. Porque pienso que el problema lo tengo yo.
—¿Qué?
—Eso de no abrirse aquí arriba como si uno fuese una masa de levadura espiritual. Parece casi inevitable. Todo el mundo suelta constantemente algún que otro comentario filosófico, de los más hermosos. No hay nadie que no tenga algo bonito que decir. Unos empiezan a lloriquear en cuanto ven la Tierra, y los otros se muestran como los flagelantes de sus aspiraciones terrenales. Eva ve injusticia y Mukesh Nair descubre en cada granito de polvo lunar el milagro que crea el asombro. Toda una élite social parece ansiosa por relativizar la vida que ha llevado hasta el momento, sólo porque ahora está sobre un pedazo de roca que se encuentra lo suficientemente alejado de la Tierra como para ver a esta última como un todo. Entonces llego yo y ¿qué se me ocurre? Pues un estúpido dicho de la era precámbrica de la navegación espacial.
—Yo quiero oírlo.
—Los astronautas son hombres que no tienen que llevarles ningún souvenir a sus esposas cuando regresan de sus viajes.
—Realmente estúpido.
—¿Lo ves? Aquí arriba todos parecen encontrarse. Y yo ni siquiera sé qué tengo que buscar.
—Bueno, ¿y qué? Olvídalo.
—Te lo he dicho: no es problema de ellos, sino mío.
—Te quejas a un nivel muy alto, mi querido Finn.
—No, no lo hago —le dijo él, fulminándola con la mirada—. No tiene nada que ver con la autocompasión. Sencillamente me siento vacío, cansado. Me gustaría sentir esa emoción, evaporarme en arranques de admiración y regresar a la Tierra siendo alguien de izquierdas, para, a partir de ahí, llevarme a la boca palabras propias de un iluminado, pero no soy capaz de sentir nada de eso. No se me ocurre nada acerca de este viaje, salvo que es agradable hacer de vez en cuando algo distinto. Pero ¡esto es y seguirá siendo simplemente la Luna, maldita sea! No es ningún nivel más elevado de la existencia, ninguna comprensión de algo. No me siento más espiritual por venir aquí, no me conmueve en absoluto, ¡y eso debe de ser problema mío! ¡Debe de ser algo más! Me siento como muerto.
Pataleando como dos anfibios, ambos se fueron acercando el uno a la otra. Y mientras Heidrun todavía reflexionaba sobre cuál era la respuesta apropiada para aquel arranque del actor, una respuesta que no sonara a los consejos de una tía, él, de repente, se había plantado muy cerca de ella. Arrugas de todos los tamaños revelaban una vida marcada y guiada por el desconcierto. Reconocía la incapacidad de O'Keefe para poner en armonía su brillante talento con el conocimiento banal, lo que hacía que, a pesar de su especial talento, no fuera ninguna persona especial, sino simplemente una persona viva, condenada, como cualquier otra, a estrellarse un día en la autovía por la que todos viajaban a alta velocidad, sin haber llegado nunca a aproximarse al sentido de la vida. Ni rastro de apoteosis. Sólo era alguien que había tenido demasiado de todo sin haber quedado nunca satisfecho, y que ahora, en todo su desconcierto, reaccionaba de un modo más honesto a las impresiones del viaje que todo el grupo junto.
Y, al momento siguiente, ella sintió su contacto.
Sintió sus manos en las caderas, en el trasero. Las sintió explorar su cintura y su espalda, sintió sus labios extrañamente fríos sobre los suyos. Entonces lo rodeó con ambas piernas y lo atrajo con fuerza hacia sí, hasta el punto de que su sexo palpitó contra el suyo, sorprendida por el desparpajo de su acercamiento y, aún más, por lo bien fermentada que estaba ella misma para enfrentarlo, sobre todo en lo relacionado con su disposición a aquella aventura. Sabía que estaba a punto de cometer un acto terriblemente estúpido, algo de lo que se arrepentiría amargamente después, pero todo el catecismo de la fidelidad conyugal se consumía ahora bajo el fuego de ese instante, y si se decía que los hombres pensaban con el pene, como se afirmaba a menudo, y con razón, también podía decirse ahora que su buen juicio y su voluntad se habían desplazado a su vagina, y eso, a su vez, era algo tan espantosamente banal que no le quedó más remedio que soltar una sonora carcajada.
Y O'Keefe rió con ella.
No podría haber hecho nada más fatal para ella. El menor fruncimiento irritado de las cejas la habría salvado, un asomo de incomprensión, pero él sólo rió a carcajadas y empezó a darle un masaje entre las piernas, a tal punto que ella sintió miedo mientras sus dedos se aferraban al borde de su bañador y lo bajaban, a fin de liberar al animal hinchado que se ocultaba detrás.
«Simios acuáticos —pensó la suiza—. ¡Somos simios acuáticos! ¡Uh! ¡Uh!»
—Es mejor que lo dejéis ahí —oyeron decir a Nina Hedegaard antes de que el agua empezara a salpicar sonoramente—. Sólo os traerá frustración y un montón de problemas.
Como alcanzados por un rayo, se apartaron el uno de la otra. O'Keefe, irritado, estiró la mano para coger su bañador. Heidrun hundió la cabeza tragando agua del cráter, emergió de nuevo y empezó a toser descontroladamente. Como un vapor de rueda, Hedegaard pasó por su lado nadando de espaldas.
—Lo siento, no quería estropearos la diversión. Pero en realidad creo que deberíais pensároslo.
Y eso fue todo.
A Heidrun le faltaban las premisas genéticas para ruborizarse, pero en ese momento podría haber jurado que estaba roja como un tomate, un faro de timidez. Miró fijamente a O'Keefe. Para su alivio sin límites, no había en su mirada ni una sola señal de que los últimos minutos le resultaran embarazosos; sólo había en ella cierto lamento y una vaga certeza de que todo había acabado. Era inequívoco que él todavía la deseaba, y ella no menos a él, pero, en igual medida, ahora sentía una enorme añoranza de Walo, y sintió ganas de darle un beso a Hedegaard por su intervención.
—Sí, nosotros... —O'Keefe compuso una sonrisa torcida—, en realidad ya pensábamos subir.
—Para mí está claro —dijo Hedegaard, malhumorada. Con fuertes brazadas, se acercó a donde estaban y se incorporó en el agua—. Mantendré la boca cerrada, no os preocupéis. Lo demás es asunto vuestro. Ahí arriba todos empiezan a ponerse nerviosos. El grupo de Julian aún no ha regresado y los satélites siguen sin funcionar.