–Bien -repitió perentoriamente la voz-. ¿Qué es lo que has entendido?
–Simplemente le estaba contando a Ptor Fak cómo voy a matar a Motus -dije yo- y él lo entendió perfectamente.
–¿Así que crees que vas a matar a Motus? – preguntó la voz-. Bien, en unos cuantos minutos te vas a sorprender mucho, y luego morirás. Ven conmigo: el duelo va a tener lugar.
Respiré de alivio. El tipo, evidentemente, no había visto ni oído nada de importancia.
–Luego te veré, Ptor Fak -le dije.
–Adiós, y buena suerte -me contestó él.
Y luego, acompañado por el guerrero, entré en una calle que me conduciría al salón del trono de Ptantus, jeddak de Invak.
–Así que te crees muy bueno con la espada -el guerrero caminaba al lado mío, ahora ya visible.
–Sí -le contesté.
–Bien, esta noche vas a recibir una lección de esgrima. Por supuesto, no te valdrá para nada, pues cuando acabe estarás muerto.
–Me resultas muy alentador; pero si eres amigo de Motus, te sugiero que guardes tu aliento para él. Va a necesitarlo.
–No soy amigo de Motus -dijo el guerrero-. Nadie es amigo de Motus. Es un calot, y pido disculpas a los calotes por la comparación. Me gustaría que lo mataras pero, por supuesto, no lo harás. Siempre mata a sus rivales. Es un tramposo. Cuídate de ello.
–¿Quieres decir que no juega limpio?
–Nadie se atrevería a afirmarlo -dijo el guerrero.
–Bien, gracias por avisarme; espero que te quedes a presenciar el combate; puede que te lleves una sorpresa.
–Claro que me quedaré. No me lo perdería por nada del mundo. Pero no voy a llevarme ninguna sorpresa. Sé exactamente lo que va a suceder. Jugará contigo durante unos cinco minutos, y luego te atravesará; y eso no le agradará a Ptantus, puesto que le gustan los duelos largos y equilibrados.
–¿Ah, sí? – dije yo-. Pues bien, tendrá uno.
Esto se adaptaba perfectamente a mis planes. Me había tragado una de las esferas de invisibilidad justo antes de que el guerrero me quitara el grillete, y sabía que tardaría aproximadamente una hora en hacer efecto. Podía ser difícil dilatar el duelo una hora, pero confiaba en ganar un poco de tiempo demorando el momento de cruzar las espadas. De acuerdo con ellos, empecé a caminar lentamente para ganar el mayor tiempo posible, y me detuve dos veces para atarme los cordones de mis sandalias.
–¿Qué pasa? – me preguntó el guerrero-. ¿Por qué andas tan despacio? ¿Tienes miedo?
–Estoy aterrorizado -contesté-. Todo el mundo me ha asegurado que Motus va a matarme fácilmente. ¿Crees que un hombre va corriendo hacia su muerte?
–Bueno, no te censuro por ello; no nos daremos prisa.
–Muchos de vosotros, los invakenses, parecéis ser buena gente -observé.
–Naturalmente que sí. ¿Qué te hace pensar otra cosa?
–Pnoxus, Motus o Ptantus -repliqué. El guerrero sonrió.
–Supongo que eres un tipo bastante perspicaz; los has evaluado con rapidez.
–Todo el mundo parece odiarlos -dije-. ¿Por qué no os deshacéis de ellos? Comenzaré librándoos de Motus esta noche.
–Puede que seas un buen espadachín, pero fanfarroneas demasiado; aún no he conocido a un fanfarrón capaz de «tener en su poder a la princesa».
–No fanfarroneo; simplemente afirmo un hecho.
De hecho, me doy cuenta a menudo de que, cuando hablo de mi habilidad en el esgrima, puedo parecer fanfarrón a otro; pero yo realmente no creo que fanfarronee. Sé que soy el mejor espadachín de dos mundos. Sería tonto ser falsamente humilde y decir que no lo soy, y todos los que me han visto luchar lo saben. ¿Es fanfarronear afirmar un hecho? He salvado algunas vidas, porque he evitado que me desafiaran varios jovenzuelos temerarios. Se puede decir que la lucha ha sido siempre mi oficio. No hay una sola arma letal en cuyo uso yo no destaque, pero la espada es mi favorita. Adoro las buenas hojas y las buenas luchas, y esperaba gozar de ambas cosas aquella noche. Deseaba que Motus fuera tan bueno como decían. El pensamiento de que lo fuera realmente podía haber abrumado a otro hombre, pero tal idea jamás entró en mi cabeza. Dicen que la excesiva confianza conduce a menudo a la derrota, pero no creo que mi confianza sea nunca excesiva. Simplemente, tengo confianza en mí mismo, y opino que esto no es lo mismo, ni mucho menos.
Finalmente, entramos en el salón del trono. No era el mismo salón en el cual había visto a Ptantus por primera vez; era una habitación mucho más grande, mucho más adornada. En un lado se levantaba una tarima con dos tronos. Estaban vacíos ahora, ya que el jeddak y la jeddara aún no habían aparecido. El salón estaba abarrotado de nobles con sus mujeres. A lo largo de las paredes de la habitación se habían dispuesto varias hileras de bancos, evidentemente traídos para la ocasión. Estaban cubiertos de cojines y paños llamativos, pero aún estaban vacíos, porque, por supuesto, nadie podía sentarse hasta que el jeddak llegara y se sentase. Cuando entré en la habitación, algunos llamaron la atención de los demás hacia mí, y pronto muchos ojos me observaron.
Con mi usado correaje de combate, parecía un tanto oscuro en medio de aquella brillante compañía de correajes de cuero repujado y tachonado de joyas. Los invakenses, como la mayoría de los pueblos de Barsoom, son un pueblo atractivo, y aquellos que estaban en el salón del trono de esta diminuta nación, oculta en el Bosque de los Hombres Perdidos, mostraban una espléndida apariencia bajo las extrañas y hermosas luces que los hacía visibles. Escuché muchos comentarios acerca de mí.
–No parece nada barsoomiano -opinó una mujer.
–Es muy atractivo -dijo una dulce voz que reconocí inmediatamente; y, por segunda vez, miré a Rojas a la cara. Pude verla temblar cuando nuestros ojos se encontraron. Era una hermosa muchacha, estoy seguro de que la más hermosa de la sala con diferencia.
–Hablemos con él -dijo ella a una mujer y dos hombres que la acompañaban.
–Será interesante -concedió la mujer, y los cuatro se me acercaron. Rojas me miró directamente a los ojos.
–¿Cómo te llamas? – me preguntó, sin el menor signo de conocerme.
–Dotar Sojat -contesté.
–El sultán de Swat -dijo uno de los hombres-. Sea lo que sea un sultán y donde quiera que esté Swat -apenas si pude reprimir una sonrisa.
–¿Dónde está Swat? – inquirió la mujer.
–En la India -respondí.
–Creo que este tipo está intentando burlarse de nosotros -se quejó uno de los hombres-. Acaba de inventarse esos nombres. No existen tales sitios en Barsoom.
–No he dicho que estén en Barsoom -repliqué-. Están a ochenta millones de kilómetros de Barsoom.
–Si no están en Barsoom ¿dónde están entonces? – quiso saber el hombre.
–En Jasoom -contesté.
–Vámonos -dijo el hombre-. Ya he aguantado bastante las insolencias de este esclavo.
–Lo encuentro muy interesante -le dijo la mujer.
–Y yo -añadió Rojas.
–Bien, disfrutad de él mientras podáis -dijo el hombre- porque estará muerto dentro de pocos minutos.
–¿Has apostado por tal cosa? – pregunté.
–No pude encontrar a nadie que apostara contra Motus -gruñó-. Kandus fue el único tonto que lo hizo, y el jeddak cubrió toda su apuesta.
–Eso está muy mal -dije yo-. Alguien está perdiendo la oportunidad de ganar algún dinero.
–¿Crees que vas a ganar? – preguntó Rojas, intentando disimular la ansiedad de su voz.
–Claro que voy a ganar. Siempre lo hago. Pareces una chica muy inteligente; si pudiera hablarte a solas, te contaría un pequeño secreto.
Ella se dio cuenta de que yo quería decirle algo en privado, pero admitiré que la había colocado en una posición un tanto embarazosa. Sin embargo, la otra mujer me prestó ayuda.
–Vamos, Rojas -la incitó-. Creo que será divertido escuchar lo que tiene que decir. Así animada, Rojas me llevó a un lado.
–¿Qué pasa?
–Llana de Gathol. ¿Cómo vamos a hacernos con ella?
Ella tomó aire.
–No lo había pensado.
–¿Puedes llevarle una de las esferas de invisibilidad ahora mismo? – le pregunté.
–Por ti, sí -dijo ella-. Por ti haría cualquier cosa.
–Bien; y dile que salga al patio de los alojamientos de las esclavas. Poco después de medianoche, me oirá silbar. Reconocerá la música. Deberá responderme entonces y esperarme. ¿Lo harás por mí, Rojas?
–Sí, pero ¿qué excusa voy a dar para dejar a mis amigos?
–Diles que vas a buscar dinero para apostar por mí.
Rojas sonrió.
–Es una idea espléndida.
Poco después, dio sus explicaciones a sus amigos y la vi abandonar el salón del trono.
La multitud estaba cada vez más inquieta esperando al jeddak, pero yo estaba más que encantado por esta demora, ya que acortaba el tiempo que tenía que esperar antes de lograr la invisibilidad.
Parecía ahora que todo estaba felizmente arreglado; y cuando vi retornar a Rojas al salón del trono y me sonrió brevemente, me convencí de que casi la última de mis preocupaciones había desaparecido. En realidad, sólo restaba una duda en mi mente, y era qué iba a suceder cuando hubiera matado a Motus. Ptantus se enfurecería sin duda; y, siendo un tirano con las reacciones de un tirano, podía ordenar que me matasen inmediatamente. Anticipándome a esto, sin embargo, había decidido echar a correr hacia el patio más cercano; y, si había transcurrido el tiempo suficiente desde que tomara la esfera, sólo tenía que salir al aire libre para eludirlos. Y, una vez invisible y en uno de los patios, sabía que podía escapar.
De repente resonaron las trompetas, y la muchedumbre se retiró a ambos lados del salón del trono. Entonces, precedido por las trompetas, Ptantus y su jeddara entraron en el salón acompañados por una escolta de cortesanos magníficamente ataviados.
Eché una mirada al gran reloj de la pared. Era la octava zode en punto, lo que es equivalente a las 10.48 de la noche en tiempo terrestre. Hacia la medianoche, Llana de Gathol habría logrado la invisibilidad… si Rojas le había dado la esfera. Ésa era la cuestión. Pero presentía que Rojas no me había fallado. Creía firmemente que había cumplido su misión.
La pareja real atravesó lentamente el salón hacia la tarima y se sentó en su trono, tras lo cual los nobles y sus mujeres buscaron sus sitios en los bancos.
Motus había aparecido por alguna parte; y él, el noble que lo acompañaba, mi guardián y yo quedamos solos en la arena. Entonces apareció un quinto hombre, que descubrí más tarde que era lo que podría llamarse el arbitro. Nos convocó, y los cinco avanzamos y nos detuvimos ante el trono.
–Traigo ante ti al noble Motus -dijo, dirigiéndose a Ptantus- y a Dotar Sojat, sultán de Swat, que van a luchar a muerte con espadas largas.
El jeddak asintió.
–Que luchen, pues -dijo- y cuida de que luchen limpiamente -añadió, mirándome directamente a mí.
–Supongo que Motus no va a luchar limpio -dije-, pero no me importa. Lo mataré de todas formas.
El arbitro casi se puso fuera de sí de embarazo.
–¡Silencio, esclavo! – exclamó.
Llevaba una espada extra que me tendió, y luego indicó que cruzásemos las espadas.
En vez de adherirse a esta honorable costumbre, Motus se tiró a por mi corazón.
–Eso fue algo poco juicioso, Motus -le dije, mientras desviaba su golpe-, te voy a hacer sufrir un poco más por ello.
–¡Silencio, esclavo! – me ordenó el arbitro.
–Cállate tú, calot -le repliqué- y quítate de mi camino. No se supone que tenga que luchar con dos hombres a la vez -arañé a Motus en el pecho diestro y le hice sangre-. Pero me dará lo mismo si desenvainas tú también.
Motus vino a por mí otra vez, pero ahora estaba avisado. Era un buen espadachín.
–Tienes toda la cara negra e hinchada, Motus -me burlé-. Parece como si alguien te hubiera golpeado, que es justamente lo que se merece cualquier hijo de calot que le de una patada a un ciego.
–¡Silencio! – vociferó el arbitro.
Al principio combatí a la defensiva, con un ojo puesto en el gran reloj. Había transcurrido más de medía hora desde que tomara la esfera de invisibilidad, y planeé dejar con vida a Motus otra media hora, para asegurarme de que era ya invisible antes de acabar con él.
Luchando a la defensiva, obligué a Motus a realizar todo el trabajo; y esquivando repetidamente sus golpes más violentos, dejándolos deslizarse por mi hoja de forma que tuviera que saltar atrás rápidamente, lo sometí a una considerable tensión nerviosa, así como a un gran desgaste físico, de forma que pronto el sudor chorreaba por todo su cuerpo. Y, entonces, comencé a tocarlo aquí y allí; y la sangre se mezcló con el sudor hasta convertirlo en un espectáculo lamentable, aunque aún no había recibido ninguna herida seria.
La multitud estaba, en casi toda su totalidad, de parte de Motus; es decir, todos los que gritaban. Yo sabía que al menos dos deseaban que yo ganase, e imaginaba que había muchos otros a los que Motus no les caía bien, pero que no se atrevían a animar a un extranjero y esclavo.
–Estás cansándote, Motus -le dije-. ¿No sería mejor que acabaras conmigo antes de estar totalmente exhausto?
–Acabaré contigo inmediatamente, esclavo -replicó él-. En cuanto te detengas y luches.
–Aún no es la hora de matarte, Motus -le dije, echando una ojeada al reloj-. Cuando la aguja señale la octava zode y once xates, te mataré.
–¡Silencio! – aulló el arbitro.
–¿Qué dice el esclavo? – preguntó Ptantus en tono estentóreo.
–Digo -le contesté-, que mataré a Motus exactamente a las ocho zodes, once xates. Observa el reloj; Ptantus, porque en este instante tú perderás tu apuesta y Motus su vida.
–Silencio -ordenó el jeddak.
–Y ahora, Motus -susurré-, voy a mostrarte lo fácilmente que puedo matarte cuando llegue la hora -y, acabando de hablar, lo desarmé y envié su espada repiqueteando a través del pavimento.
Un fuerte murmullo se elevó de la audiencia, ya que, bajo las reglas de un duelo de esta naturaleza, yo era ahora libre de atravesarle el corazón a Motus; pero, en vez de ello, apoyé la punta de mi espada en el suelo y me volví hacia el arbitro.
–Vete a buscar la espada de Motus y devuélvesela.
Motus temblaba ligeramente. Sus rodillas se agitaban, aunque casi imperceptiblemente. Supe entonces lo que ya había sospechado antes: Motus era un cobarde.
Mientras el arbitro recuperaba la espada de Motus, una pequeña oleada de aplausos recorrió los bancos. Pero Ptantus se limitó a fruncir el ceño con más firmeza; me temo que yo no le caía muy bien.