Bien, al menos había averiguado algo: y formulé mis planes instantáneamente. Abandoné la nave insignia y retorné a mi nave, que era examinada por un número considerable de oficiales y soldados, aunque desde una prudente distancia.
Me fue difícil encontrar una apertura a través de la cual poder pasar sin tocar a ninguno: pero al fin lo logré, y pronto estuve a los mandos de mi nave.
Cuando se elevó del suelo, aparentemente sin control humano, fue seguida por exclamaciones de temor y asombro.
–Es la Muerte -escuché gritar a un hombre-. ¡La Muerte está a los mandos!
Volé en círculo a baja altura por encima de ellos.
–Sí, la Muerte está a los mandos -los increpé-. La Muerte, que ha venido a llevar a todos los que ataquen Gathol -luego aceleré rápidamente en el aire y orienté hacia Pankor la proa de mi nave.
Me alejé de Gathol sólo lo suficiente para no ser visto por las fuerzas de Hin Abtol; y luego volé en amplio circulo a considerable altura, aguardando la flota de Hin Abtol.
Bastante tiempo después, la divisé a lo lejos. Con ella venía el hombre que, si no era detenido, con seguridad tomaría y saquearía Gathol, dada la enorme cantidad de sus conscriptos.
Distinguí inmediatamente la nave insignia de Hin Abtol y descendí junto a ella. Mi pequeña nave no despertó ninguna alarma, ya que estaba inerme en medio de aquella gran flota; pero, cuando los que iban a bordo de la nave insignia observaron que mi aparato maniobraba sin control humano, su curiosidad no conoció límites, y se apiñaron en la barandilla para verla mejor.
Tracé círculos en torno de la nave, acercándome más y más. Pude divisar a Hin Abtol en el puente con algunos oficiales, y observé que estaban tan intrigados como los guerreros de la cubierta.
Hin Abtol se inclinaba sobre la barandilla para contemplar mejor; yo me acerqué más; la borda de mi nave tocó ligeramente el puente.
Hin Abtol escudriñaba la cubierta y el interior de la pequeña sala de mando.
–No hay nadie a bordo de esta nave -dijo-. Alguien ha descubierto el medio de volar por control remoto.
Yo fijé el timón para mantener mi nave pegada al puente; luego salté a través de la cubierta; cogí a Hin Abtol por su arnés y tiré de él por encima de la barandilla, sobre la cubierta de mi nave. Un instante después, agarrando aún a Hin Abtol, estuve a los mandos; la nave bajó el morro y picó a toda velocidad. Escuché gritos de asombro entremezclados con otros de ira y miedo.
Varias pequeñas naves se lanzaron tras de mí; pero yo sabía que ninguna podía alcanzarme y que no se atreverían a disparar por temor a matar a Hin Abtol.
Hin Abtol estaba tumbado junto a mí, temblando, casi paralizado de terror.
–¿Quién eres? – logró tartamudear finalmente-. ¿Qué vas a hacer conmigo?
Descendimos aún más por encima de Gathol, ahora a salvo de cualquier ataque. A la mañana siguiente temprano, divisé una gran flota llegando del suroeste: la flota de Helium que Tardos Mors enviaba en socorro de Gathol.
Mientras nos aproximamos a ella, los efectos de la esfera de invisibilidad disminuyeron rápidamente, y me materialicé ante los atónitos ojos de Hin Abtol.
–¿Quién eres? ¿Quién eres? – exigió saber.
–Soy el hombre cuya nave robaste en Horz -le contesté-. Y el hombre que te la arrebató ante tus propias narices en Pankor, junto con Llana de Gathol: soy John Carter, Príncipe de Helium. ¿Has oído hablar de mí?
Cerca de la flota, desplegué mis banderas, las banderas de Príncipe de Helium, y un gran clamor surgió de las cubiertas de todas las naves que pudieron distinguirlas.
El resto es ahora historia: cómo la gran flota de Helium destruyó la flota de Hin Abtol, y el ejército de Helium derrotó a las fuerzas que habían sitiado Gathol durante tanto tiempo.
Cuando la breve guerra hubo concluido, liberamos a casi un millón de los hombres congelados de Panar, y yo retorné a Helium y a Dejah Thoris, de la cual espero no volver a separarme nunca más.
Llevé conmigo a Jad-Han y a Pan Dan Chee, a los cuales había encontrado entre los prisioneros de los panarios; y, aunque no asistí al encuentro entre Pan Dan Chee y Llana de Gathol, Dejah Thoris me ha asegurado que los peligros y vicisitudes que él había sufrido por el amor de la bella gatholiana no han sido en vano.